Como cantarinamente lo avisa su título
Encantado, en el
último libro de Amir Hamed,
cobran vida las historias de hadas y de ogros, de hados y de
ogresas, de hechizos y de encantos.
En su
tapa, rojo contra negro, un Nosferatu mudo y literario -el que
filmó Murnau en 1922- estampa su perfil de ave sigilosa, justo
antes de entrar en la habitación de Mina Morris y de que su
sombra se pose sobre la durmiente, justo antes de atiborrarse
hasta el alba con la muchacha que se da en sacrificio.
Porque
en los finales de esa larga y viajera estirpe de seres con
encantos que nos dejan en suspenso, cabe el conde Drácula, señor
de la peste, soberano de una corte de ratas y de insectos, amo
encantador de un mundo que vela.
Y
a
seguir las tramas de ese linaje feérico, se entrega Amir Hamed,
en este libro cuya eficaz belleza realiza con propiedad los
encantamientos que evoca. Así, el cuitado Sir Orfeo y su Eurodis
partida en un rapto invisible del Rey de Otromundo, así la
diminuta reina Mab en boca de Mercucio: así en Shakespeare, en
Apuleyo, en Edmund Spenser, en Giambatista Basile, en Charles
Perrault, en Poe, en las
Mil y una noches, en el
Baital
Pachisi, en Kierkegaard, así en el
Génesis y en el Espíritu hegeliano y en el encantamiento de Marx.
No
siempre obvios a primera vista, los convidados a esta feería
prueban sus lazos de familia gracias a una escritura inspirada,
enardecida por el recuerdo de mundos cuyos cantos
espléndidamente encantan a Amir Hamed, propiciando así nuestro
propio encantamiento. El claro goce, sostenida promesa del
embeleso, justifica con creces la lectura de este libro raro,
breve e intenso como la materia que lo dicta.
Sin
embargo, a esta razón de orden estético, que remite a una
experiencia sensible insuperablemente individual, se suma una
razón de orden político, que hace a lo imaginado como deseable
para nuestro vivir juntos. En efecto, puede entenderse que
Encantado también constituye, por parte de Amir Hamed, una respuesta
a un estado del mundo, respuesta que toma nota y que procura
remediar.
Esto
surge, patentemente, en el repudio a los mentidos miembros de la
feería, en la recusación, por ejemplo, a los fingidos por los
hermanos Grimm quienes, fraguando informantes aldeanos,
“secuestraron a Otromundo en un parvulario nacionalista, como si
fuera obra del genio popular alemán, siendo que las historias
que recogían les llegaban por informantes o escritores franceses
e italianos y, si tenían cuna, esa cuna, como la de todas las
historias, estaba en otras partes del mundo, en especial, de
Egipto, Siria, Armenia y más allá, en los dominios de la India,
donde alguna vez se compiló el
Panchatantra y las
traducciones persas y árabes que irían acercando las hadas al
Mediterráneo”(pág.11). Como en otras oportunidades, y ahora por
obra de las hadas, Amir Hamed fustiga los espejismos (y los
hurtos) patrios, recordando la matriz oriental -indoiraní y
semita- de nuestras historias occidentales. Ni qué decir sobre
la índole profundamente política -intempestiva- de estas hadas,
la consideración de las cuales permite expedirse sobre un asunto
que hoy quema la actualidad, al erigir funestos andamiajes con
los maderos en combustión de las “identidades” (“nacionales”,
“tribales”, “religiosas”, “locales”, “regionales”, “sectarias”,
“ideológicas”).
Con
igual justeza, Amir Hamed fustiga la adulteración hollywoodense:
“El Rey de Otromundo, lascivo raptor, resultó secuestrado en una
narrativa pueril y asexuada que las décadas y la pantalla,
terminaron coagulando en el vasto imperio surgido en el lápiz de
Walt Disney, animador de derecha extrema. Como no puede ser de
otra manera, la leyenda dice que el viejo Walt anda encantado, y
en vez de darlo por muerto e incinerado, como proclama el bando
oficial, insiste en que se criogenizó para despertar cuando
alguien (tal vez la ciencia médica) sea capaz de extirpar el
insaciable cangrejo que le comió el pulmón izquierdo y, acto
seguido, el alma. Pero esta leyenda pareciera más que nada
compensación, porque de Otromundo, en Disney, nada queda: se
confunde el encantamiento con una dilatación del pestañeo, por
el cual primero se alcanzaba ascenso social y ahora, nada más,
se replican los dictados del consumo. Por Disney creemos que la
pobreza, a asépticos golpes de varita mágica (se la dijera
forjada en el mismo material de las tarjetas de crédito) se hace
carruaje y zapatería cristalina, un relato traicionero que hace
de las hadas no la pulsión del deseo sino el amuleto de un
candor rosicler que, menos que desear, agota toda fantasía en
lentejuelas.” (pag.12).
Sin
embargo, la índole política de
Encantado supera con
creces la reprobación por falsarios y por adulteradores que
reciben los hermanos Grimm o Walt Disney. De hecho, esta índole
se corresponde con las posturas sostenidas y defendidas con
constancia por Amir Hamed y, con variados matices, por
Gustavo
Espinosa,
Aldo Mazzucchelli y
Carlos Rehermann, en las sucesivas
columnas de
interruptor
y de H Enciclopedia.
Porque
¿qué es el encantamiento, si no es la entrega que permite
aventurarse en otro reino, en otro orden? ¿Qué es el
encantamiento, si no es la suspensión de la incredulidad, el
consentimiento a otros sentidos, a otras misiones, a otras
promesas? ¿Qué es, si no es el consentimiento a ser aguijoneado
como aguijonea la diminuta hada Mab, insuflando los ardides del
perenne deseo y su perenne frustración? ¿Qué es, si no es el
reconocimiento de la interminable subversión?
Desde
una perspectiva que
Encantado ayuda a adoptar, se comprende así el
arrinconamiento que hoy sufren las letras, en particular, sus
obras de ficción. El acerrojamiento capitalista-mediático contemporáneo soporta
pésimamente los mundos que lo suspenden y, entregándose a otras
promesas, se abren a otros pasmos y a otros asombros.