(Seminario dictado en 2008 N.E.)
1. La pregunta que quisiera
inscribir en el umbral de este seminario, es: “¿De quién y de qué
cosa somos contemporáneos? Y, sobre todo, ¿qué significa ser
contemporáneo?”. En el curso del seminario nos sucederá de
leer textos cuyos autores distan de nosotros muchos siglos y otros
más recientes o recientísimos: pero en cada caso, esencialmente
deberemos llegar a ser contemporáneos de estos textos. El “tempo” de nuestro seminario es la contemporaneidad, exige ser
contemporáneos de los textos y de los autores que se examina. Tanto
su rango como su éxito
pueden medirse por su —por nuestra— capacidad de estar a la altura
de esta exigencia.
Una primera, provisoria, indicación para orientar nuestra
búsqueda de una respuesta nos viene de Nietzsche. En un apunte de
sus cursos en el Collège de France, Roland Barthes lo compendia del
siguiente modo: “Lo contemporáneo es lo intempestivo”. En 1847,
Friedrich Nietzsche, un joven filólogo que había trabajado hasta
entonces sobre textos griegos y había antes alcanzado una imprevista
fama con El nacimiento de la tragedia, publica Unzeitgemässe
Betrachtungen, las “Consideraciones intempestivas”, con las cuales
pretende rendir cuenta de su tiempo, tomar posición respecto al
presente.
”Intempestiva esta consideración es”, se lee al inicio de la
segunda, “Consideración”, “porque busca comprender como un mal, un
inconveniente y un defecto algo de lo cual la época está,
justamente, orgullosa, es decir, su cultura histórica, porque pienso
que somos todos devorados por la fiebre de la historia y debemos al
menos rendir cuenta de ello”. Nietzsche sitúa su pretensión de
“actualidad”, su “contemporaneidad” respecto al presente, en una
desconexión y en un desfasaje. Pertenece verdaderamente a su tiempo,
es verdaderamente
contemporáneo aquel que no coincide perfectamente con él ni se
adecua a sus pretensiones y es por ello, en este sentido, inactual;
pero, justamente por esta razón, a través de este desvío y de este
anacronismo, él es capaz, más que el resto, de percibir y aferrar su
tiempo.
Esta no-coincidencia, esta desincronía, no significa, naturalmente,
que contemporáneo sea aquel que vive en otro tiempo, un nostálgico
que se sienta más en casa en la Atenas de Pericles o en la París de
Robespierre y del Marqués de Sade que en la ciudad y en el tiempo
que le fue dado vivir. Un hombre inteligente puede odiar a su
tiempo, pero entiende en cada caso pertenecerle irrevocablemente,
sabe lo que es no poder escapar a su tiempo.
La contemporaneidad es, entonces, una singular relación con el
propio tiempo, que adhiere a él y, a la vez, toma distancia; más
precisamente, es aquella relación con el tiempo que adhiere a el a
través de un desfasaje y un anacronismo. Aquellos que coinciden
demasiado plenamente con la época, que encajan en cada punto
perfectamente con ella, no son contemporáneos porque, justamente por
ello, no logran verla, no pueden tener fija la mirada sobre ella.
2. En 1923, Osip Mandel’stam escribe una poesía que se titula “El
siglo” (pero la palabra rusa vek significa también época).
Esta contiene no una reflexión sobre el siglo, sino sobre la
relación entre el poeta y su tiempo, es decir, sobre la
contemporaneidad. No el “siglo”, sino, según las palabras que abren
el primer verso, “mi siglo” (vek moi):
Mi siglo, mi fiera,
¿quién podrá mirarte
dentro de los ojos
y soldar con su sangre
las vértebras de dos siglos?
El poeta, que debía pagar la contemporaneidad con la vida, es aquel
que debe tener fija la mirada en los ojos de su siglo-fiera, soldar
con su sangre la espalda despedazada del tiempo. Los dos siglos, los
dos tiempos, no son solamente, como se ha sugerido, el siglo XIX y
el XX, sino también y, sobre todo, el tiempo de la vida del singular
(recuerden que el latín saeculum significa en su origen el
tiempo de la vida) y el tiempo histórico colectivo, que llamamos, en
este caso, el siglo XX, cuya espalda —aprendemos en la última
estrofa de la poesía— está
despedazada. El poeta, en cuanto contemporáneo, es esa fractura, es
eso que impide al tiempo componerse y, a su vez, la sangre que debe
suturar la rotura. El paralelismo entre el tiempo — y las vértebras—
de la criatura y el tiempo —y las vértebras— del siglo constituye
uno de los temas esenciales de la poesía:
Hasta que la criatura vive
Debe llevar las propias vértebras,
Las olas bromean
con la invisible columna vertebral.
Como tierno, infantil cartílago
Es el siglo recién nacido de la tierra.
El otro gran tema —también este, como el precedente, una imagen de
la contemporaneidad— es aquel de las vértebras despedazadas
del siglo y de su soldadura, que es
obra del singular (en este caso, del poeta):
Para liberar al siglo en grillos
Para dar inicio al nuevo mundo
Es necesario con la flauta reunir
Las rodillas nudosas de los días.
Que se trate de una tarea impracticable —o, de todos modos,
paradojal— está probado por la estrofa sucesiva, que concluye el
poema. No solo la época-fiera tiene las vértebras despedazadas, sino
vek, el siglo apenas nacido, con un gesto imposible para
quien tiene la espalda rota, quiere volver hacia atrás, contemplar
las propias huellas y, de este modo, muestra su rostro demente:
Pero se ha despedazado tu espalda
mi estupendo, pobre siglo.
Con una sonrisa insensata
como una fiera un tiempo flexible
te volteas hacia atrás, débil y cruel,
a contemplar tus huellas.
3. El poeta —el contemporáneo— debe tener fija la mirada en su
tiempo. ¿Pero qué cosa ve quien ve su tiempo, la sonrisa demente de
su siglo? Quisiera a este punto proponerles una segunda definición
de la contemporaneidad: contemporáneo es aquel que tiene fija la
mirada en su tiempo, para percibir no las luces, sino la oscuridad.
Todos los tiempos son, para quien lleva a cabo la contemporaneidad,
oscuros.
Contemporáneo es, precisamente, aquel que sabe ver esta oscuridad,
que está en grado de escribir entintando la lapicera en la tiniebla
del presente. ¿Pero qué significa “ver una tiniebla”, “percibir la
oscuridad”? Una primera respuesta nos es sugerida por la
neurofisiología de la visión. ¿Qué cosa adviene cuando nos
encontramos en un ambiente privado de luz, o cuando cerramos los
ojos? ¿Qué es la oscuridad que entonces vemos? Los neurofisiólogos
nos dicen que la ausencia de luz
desinhibe una serie de células periféricas de la retina, llamadas
off-cells, que entran en actividad y producen esa especie
particular de visión que llamamos oscuridad. La oscuridad no es, por
lo tanto, un concepto privativo, la simple ausencia de la luz, algo
así como una no-visión, sino el resultado de la actividad de las
off-cells, un producto de nuestra retina. Ello significa, si
volvemos ahora a nuestra tesis sobre la oscuridad de la
contemporaneidad, que percibir esta oscuridad no es una forma de
inercia o de pasividad, sino que implica una actividad y
una habilidad particular, que, en nuestro caso, equivalen a neutralizar
las luces que vienen de la época para descubrir su
tiniebla, su oscuridad especial, que no es, de todos modos,
separable de aquellas luces.
Puede decirse contemporáneo solamente quien no se deja
enceguecer por las luces del siglo y alcanza a vislumbrar en ellas
la parte de la sombra, su íntima oscuridad. Con esto, sin embargo,
no tenemos aun la respuesta a nuestra pregunta. ¿Por qué alcanzar a
percibir las tinieblas que provienen de la época debería
interesarnos?
¿No es quizás la oscuridad una experiencia anónima y por definición
impenetrable, algo que no está dirigido a nosotros y no puede, por
ello, concernirnos? Al contrario, el contemporáneo es aquel que
percibe la oscuridad de su tiempo como algo que le concierne y no
deja de interpelarlo, algo que, más que toda luz, se dirige
directamente a él.
Contemporáneo es aquel que recibe en pleno rostro el haz de tiniebla
que proviene de su tiempo.
4. En el firmamento que observamos de noche, las estrellas
resplandecen circundadas por una punzada tiniebla. Porque en el
universo hay un número infinito de galaxias y de cuerpos luminosos,
la oscuridad que vemos en el cielo es algo que, según los
científicos, necesita una explicación. Es acerca de la explicación
que la astrofísica contemporánea da de esta oscuridad que quisiera
ahora hablarles. En el universo en expansión, las galaxias más
remotas se alejan de nosotros a
una velocidad tan fuerte, que su luz no logra alcanzarnos. Aquello
que percibimos como la oscuridad del cielo, es esta luz que viaja
velocísima en torno a nosotros y, sin embargo, no puede alcanzarnos,
porque las galaxias de las cuales proviene se alejan a una velocidad
superior a aquella de la luz.
Percibir en la oscuridad del presente esta luz que busca alcanzarnos
y no puede hacerlo, ello significa ser contemporáneos. Por ello los
contemporáneos son raros. Y por ello ser contemporáneos es, sobre
todo, una cuestión de coraje: porque significa ser capaces no sólo
de tener fija la mirada en la oscuridad de la época, sino también
percibir en aquella oscuridad una luz que, directa, versándonos, se
aleja infinitamente de nosotros. Es decir, aun: ser puntuales en una
cita a la
que se puede solo faltar.
Por esto el presente que la contemporaneidad percibe tiene las
vértebras rotas. Nuestro tiempo, el presente, no es, de hecho,
solamente el más lejano: no puede en ningún caso alcanzarnos. Su
espalda está despedazada y nosotros estamos exactamente en el punto
de la fractura. Por ello le somos, a pesar de todo, contemporáneos.
Comprendan bien que la cita que está en cuestión en la
contemporaneidad no tiene lugar simplemente en el tiempo
cronológico: es, en el tiempo cronológico, algo que urge dentro de
él y lo transforma. Y esta urgencia es la intempestividad, el
anacronismo que nos permite aferrar
nuestro tiempo bajo la forma de un “demasiado pronto” que es,
también, un “demasiado tarde”, de un “ya” que es, también, un “no
aun”. Y, a su vez, reconocer en la tiniebla del presente la luz que,
sin jamás poder alcanzarnos, está perennemente en viaje en
torno a nosotros.
5. Un buen ejemplo de esta especial experiencia del tiempo que
llamamos la contemporaneidad es la moda. Aquello que define a la
moda es que ella introduce en el tiempo una peculiar discontinuidad
que lo divide según su actualidad o inactualidad, su ser o su no-sermás-
a la-moda (a la moda y no simplemente de moda, que se refiere sólo a
las cosas). Esta cesura, por cuanto sutil, es perspicua, en el
sentido de que aquellos que deben percibirla la perciben
indefectiblemente y de este modo atestiguan su estar a la moda; pero
si buscamos objetivarla y fijarla en el tiempo cronológico, ella se
revela inaferrable. Sobre todo la “hora” de la moda, el instante en
el cual viene
a ser, no es identificable a través de un cronómetro. ¿Esta “hora”
es quizás el momento en el cual el estilista concibe el rasgo, el nuance que definirá la nueva forma del vestido? ¿O aquel en el cual
le confía al diseñador y luego a la sastrería que le confecciona el
prototipo? ¿O, más bien, el momento del desfile, en el cual el
vestido es llevado por las únicas personas que están siempre y
solamente a la moda, las mannequins, que, sin embargo,
justamente por ello, no lo están nunca
verdaderamente? Porque, en última instancia, el estar a la moda de
la “forma” o del “modo” dependerá del hecho de que las personas de
carne y hueso, distintas de las mannequins —esas víctimas
sacrificiales de un dios sin rostro— lo reconozcan como tal y lo
efectúen en la propia ropa.
El tiempo de la moda es, entonces, constitutivamente anterior a sí
mismo y, justamente por ello, también siempre en retardo, tiene
siempre la forma de un umbral inaferrable entre un “no aun” y un “no
más”. Es probable que, como sugieren los teólogos, ello dependa del
hecho que la moda, al menos en nuestra cultura, es una marca
teológica del vestido, que deriva de la circunstancia en que el
primer vestido fue
confeccionado por Adán y Eva después del pecado original, en forma
de un taparrabo entrelazado con hojas de higo. (Por la precisión,
los vestidos que nosotros vestimos derivan no de este taparrabo
vegetal, sino del tunicae pellicae, de los vestidos hechos
de pelos de animales que Dios, según Gen. 3.21, hace vestir, como
símbolo tangible del pecado y de la muerte, a nuestros progenitores
en el momento en el cual los expulsa del paraíso.) En todo caso,
cualquiera fuese la razón, el “ahora”, el kairos de la moda es
inaferrable: la frase “yo estoy en este
instante a la moda” es contradictoria, porque en el momento en el
cual el sujeto la pronuncia está ya fuera de la moda. Por ello, el
estar a la moda, como la contemporaneidad, comporta un cierto
“desahogo”, un cierto desfasaje, en el cual su actualidad incluye
dentro de sí una pequeña parte de su afuera, un matiz de démodé. De
una señora elegante se decía en París en el Ochocientos, en este
sentido: “Elle est contemporaine de tout le monde”.
Pero la temporalidad de la moda tiene otro carácter que la
emparienta a la contemporaneidad. En el gesto mismo en el cual su
presente divide el tiempo según un “no más” y un “no aun”, ella
instituye con estos “otros tiempos” —ciertamente con el pasado y,
quizás, también con el futuro— una relación particular. Ella puede
“citar” y, de este modo, ritualizar cualquier momento del pasado
(los años 1920, los años 1970, pero también la moda imperio o
neoclásica). Ella puede poner en relación aquello que ha
inexorablemente dividido, rellamar, re-evocar y revitalizar
incluso aquello que había declarado muerto.
6. Esta especial relación con el pasado tiene también otra cara.
La contemporaneidad se inscribe, de hecho, en el presente
marcándolo sobre todo como arcaico y sólo quien percibe en lo más
moderno y reciente los indicios y las marcas de lo arcaico puede
serle contemporáneo. Arcaico significa: próximo al arké, es decir,
al origen. Pero el origen no está situado solamente en un pasado
cronológico: es contemporáneo del devenir histórico y no cesa de
operar en él, como el embrión continúa actuando en los tejidos del
organismo maduro y el niño en la vida psíquica del adulto. El desvío
—y, al mismo tiempo, la cercanía— que definen la contemporaneidad
tienen su fundamento en esta proximidad con el origen, que en ningún
punto late con más fuerza que en el presente. Quien ha visto por
primera vez, llegando el alba del mar, los rascacielos de New York,
ha inmediatamente percibido esa facies arcaica del presente, esa
contigüidad con la ruina que las imágenes atemporales del 11 de
septiembre han vuelto evidentes para todos.
Los historiadores de la literatura y del arte saben que entre lo
arcaico y lo moderno hay una cita secreta, y no tanto porque las
formas más arcaicas parezcan ejercitar sobre el presente una
fascinación particular, cuanto porque la clave de lo moderno está
escondida en lo inmemorial y en lo prehistórico. Así, el mundo
antiguo a su fin se dirige, para reencontrarse, hacia lo primordial;
la vanguardia, que se ha perdido en el tiempo, sigue a lo primitivo
y lo arcaico. Es en este sentido que se puede decir que la vía de
acceso al presente tiene necesariamente la forma de una arqueología.
Que no retrocede ya a un pasado remoto, sino a cuanto en el presente
no podemos en ningún caso vivir y, quedando no vivido, es
incesantemente tragado desde el
origen, sin jamás poder alcanzarlo. Porque el presente no es otra
cosa que la parte de no-vivido en todo vivido y aquello que impide
el acceso al presente es la masa de aquel en lo cual, por alguna
razón (su carácter traumático, su excesiva cercanía) no hemos
logrado vivir. La atención a este no-vivido es la vida del
contemporáneo. Y ser contemporáneos significa, en este sentido,
volver a un presente en el cual nunca hemos estado.
7. Aquellos que intentaron pensar la contemporaneidad, pudieron
hacerlo sólo a costa de dividirla en más tiempos, de introducir en
el tiempo una esencial des-homogeneidad. Quien puede decir: “mi
tiempo”, divide el tiempo, inscribe en el una cesura y una
discontinuidad; y, sin embargo, justamente a través de esta cesura,
esta interpolación del presente en la homogeneidad inerte del tiempo
lineal, el contemporáneo hace actuar una relación especial entre los
tiempos.
Si, como habíamos visto, es el contemporáneo que ha despedazado las
vértebras de su tiempo (o, de todos modos, ha percibido la falla o
el punto de rotura), él hace de esta fractura el lugar de una cita y
de un encuentro entre los tiempos y las generaciones. Nada más
ejemplar, en este sentido, que el gesto de Pablo, en el punto en el
cual lleva a cabo y anuncia a sus hermanos aquella contemporaneidad
por excelencia que
es el tiempo mesiánico, el ser contemporáneo del mesías, que él
llama el “tiempo-de-ahora” (ho nyn kairos). No sólo este
tiempo es cronológicamente indeterminado (la parusia, el
retorno de Cristo que marca el fin es cierto y cercano, pero
incalculable), sino que él tiene la capacidad singular de poner en
relación consigo cada instante del pasado, de hacer de cada momento
o episodio del relato bíblico una profecía o una prefiguración (typos,
figura, es el término que Pablo prefiere) del presente (así Adán, a
través del cual la humanidad ha recibido la muerte y el pecado, es
“tipo” o figura del mesías, que lleva a los hombres la redención y
la vida).
Ello significa que el contemporáneo no es solamente aquel que,
percibiendo la oscuridad del presente aferra la inamovible luz; es
también aquel que, dividiendo e interpolando el tiempo, está en
grado de transformarlo y de ponerlo en relación con los otros
tiempos, de leer de modo inédito la historia, de “citarla” según una
necesidad que no proviene en algún modo de su arbitrio, sino de una
exigencia a la cual no puede no responder. Es como si aquella
invisible luz que es la oscuridad del presente, proyectase su sombra
sobre el pasado y éste, tocado por ese haz de sombra, adquiriese la
capacidad de responder a las tinieblas del ahora. Es algo del género
que debía tener en mente
Michel Foucault, cuando escribía que sus indagaciones históricas
sobre el pasado son solamente la sombra traída de su interrogación
teórica del presente. Y Walter Benjamin, cuando escribía que el
índice histórico contenido en las imágenes del pasado muestra que
éstas llegarán a la legibilidad sólo en un determinado momento de su
historia. Es de nuestra capacidad de escuchar esa exigencia y
aquella sombra, de ser contemporáneos no solo de nuestro siglo y del
“ahora”, sino también de sus figuras en los textos y en los
documentos del pasado, de la que dependerán el éxito o la
insignificancia de nuestro seminario.
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