Las clases cultivadas llegaron a otorgar
a la ficción literaria un valor tan enorme que por lo menos desde el
último tercio del siglo XIX los escritores, especialmente los
novelistas, fueron protagonistas principales del mundo intelectual. El
escritor intelectual es un personaje llevado a su perfección en Francia
a partir del siglo XX, con la comandancia de André Gide. La culminación
es la figura de Sartre, que elaboró explícitamente una teoría del
intelectual que estuvo en uso hasta no hace mucho y que las empresas
trasnacionales del entretenimiento usan ocasionalmente todavía como
factor motivacional para la venta.
El proceso de instauración, ascenso y caída del valor de la ficción duró
unas doce o quince generaciones: desde los lectores de Swift y Defoe de
mediados del siglo XVIII, hasta los de Joyce y Onetti, en torno a la
segunda guerra mundial. La forma de ficción a la que me refiero, si bien
ha tenido manifestaciones en muchas épocas, llegó a su culminación con
la novela moderna. Su validez exige un lector muy consciente del
mecanismo de la invención, capaz de establecer un juicio sobre la obra.
La novela moderna tuvo maestros escritores porque tuvo maestros
lectores.
La historia de la ficción en prosa es tan breve que la teoría nunca pudo
decidir con certeza de qué se trata. Es cierto que, puesto uno a pensar
un poco secamente acerca del sentido de la novela como género, se
encuentra con que el esfuerzo de construcción que supone llevar a cabo
edificios como Moby Dick, La montaña Mágica o La guerra
y la paz parece ser desproporcionado con respecto al resultado: ¿no
habría sido mejor que sus autores dedicaran sus esfuerzos a contar
verdades, antes que a inventar acciones que jamás ocurrieron, llevadas a
cabo por personas inexistentes? Pero los lectores (al menos aquellos
maestros lectores) encontraban un valor altísimo e intransferible en
esas obras.
Colocar la novela al amparo de la categoría “arte” resuelve el problema,
aunque sea transitoriamente, ya que para el arte existe una clase de
verdad que se juzga con criterios que no toman en cuenta si ocurrieron o
no ciertos hechos, o incluso si el mundo de la obra (el referente
ficticio) sigue una reglas completamente absurdas y fantásticas. La
tranquilidad, sin embargo, es, en estos tiempos, fugaz, porque el
concepto mismo de arte ha cambiado en tal medida, justamente a partir de
las fechas en las que desfallecía la novela, hace cincuenta o sesenta
años, que ya no sirve para dar cobijo a nada.
Quienes se criaron mirando a sus padres leer a los últimos maestros, o
recibieron de algún profesor noticias de la existencia del Manuscrito
encontrado en Zaragoza, La vida modo de empleo o El hombre
sin cualidades, o tal vez, sin ningún estímulo de su entorno, sino
solo porque el azar los proveyó de unos cerebros extraños e inútiles,
más aptos para disfrutar mentiras como si fueran verdades que para
realizar actos de provecho práctico, lamentan hoy la escasez de buenas
novelas.
Pero si uno ha tenido la suerte de toparse con algunos libros recientes,
se da cuenta de que en realidad hay escritores que han dado obras
notables después de la mitad del siglo XX, incluso mejores que buena
parte de lo que se consideraba excelente hace ochenta o cien años. El
problema es que la superproducción impide discernir calidades, porque no
hay oportunidad de leer todo lo que se produce, y la crítica, que nació,
revolucionaria, para hacer espacio a una burguesía necesitada de
acomodarse en los puestos de mando, ahora está en retirada porque el
capitalismo ya no le encuentra sentido a unos pedantes que hablan de
ficciones cuando lo que hay que hacer es vender nuevos modelos de algo
esencial como un teléfono celular con perfumador de ambiente y marcha
atrás.
De modo que debe de haber por allí escritores buenos, incluso geniales,
que están produciendo, quizá vendiendo bastante bien, obras de gran
calidad, pero cuyo impacto en el medio es nulo. Si en Uruguay yo puedo
identificar, y de hecho tratar personalmente, algunos escritores
—cuatro,
cinco, seis— capaces de componer obras admirables, esa cifra debería
multiplicarse, para cumplir con la proporcionalidad demográfica del
planeta, por dos mil. Según esos cálculos, hay en el mundo, en este
momento, por lo menos ocho mil escritores excelentes, originales,
comparables a Melville, Mann, Tolstoi, Potocki, Perec o Musil.
Solo que son invisibles.
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En abril de 2013 la escritora británica Joan Rowling publicó una novela
policial (The Cuckoo’s Calling) con el seudónimo
Robert Galbraith. El manuscrito había recorrido editoriales como el de
cualquier escritor primerizo, y fue rechazado por varias, como es usual.
Solo el bufete de abogados que hizo el acuerdo con el editor que
finalmente lo aceptó conocía la identidad de la autora. Un par de meses
después, uno de los abogados dejó escapar el dato, que se difundió el 14
de julio. Habían aparecido reseñas positivas en unos pocos medios, y el
libro había vendido 1500 copias.
Enojada, la autora inició una demanda contra sus abogados, y finalmente
llegó a un acuerdo, que consiste en que el bufete pagará una
indemnización a una asociación de veteranos de guerra designada por
Rowling. La novela es un policial protagonizado por un veterano de
Afganistán reconvertido en detective privado, y al parecer la autora
quedó afectada al conocer la situación de los mutilados de guerra, a
partir de la investigación que hizo para escribir el libro.
Este es el noveno libro que publica la autora. Los siete primeros
pertenecen a la serie de Harry Potter; el siguiente (The Casual
Vacancy), publicado con su nombre, es una novela sin género, como la
que publicaría cualquier escritor con aspiraciones artísticas, que se
desarrolla en un pueblito entre personajes comunes y corrientes.
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El 14 de julio, en las cuatro horas posteriores a la difusión de la
noticia de la identidad de Galbraith, los distribuidores estiman que
recibieron cerca de 800.000 pedidos de la novela. En la página de
Amazon, el libro estaba en el puesto 5000, pero en pocas horas pasó a
encabezar la lista de los más vendidos. La autora decidió, entonces, que
donaría sus ganancias por el libro durante los próximos tres años a la
misma fundación de veteranos que más tarde señalaría como receptora de
la indemnización de su bufete soplón.
Todo este asunto podría haber sido tema de literatura —género, calidad
artística, estilo, etcétera— hasta que se supo el nombre de su autora. A
partir de ese momento, cada gesto relacionado con el libro tiene que ver
con su carácter de millonaria, de buena persona, de víctima de la fama
(su motiv literario preferido, ya desde Harry Potter, que estaba
marcado literalmente por la fama, y motor de la trama de The Cuckoo’s
Calling).
Pero ¿es bueno el libro de Rowling? preguntarán algunos. Bueno, sí, está
bien escrito, mejor que los de la serie de Harry Potter. Mejor que su
libro sin género. Pero también es cierto que, lanzado al mundo sin el
amparo de su nombre, habría desaparecido a esta altura en la marea de
superproducción de títulos tan bien escritos como ése, libros de algunos
de los ocho mil maestros actuales que producen obras maestras ignotas o
de los cien mil escritores con tan buen oficio como Rowling. No es un
libro venido a revolucionar el mundo de las letras, como pudo haber sido
el Ulises de Joyce, o un aparato que pareció clausurar una época
de la novela, como el Rayuela de Cortázar (tan envejecidos ambos)
o Los monederos falsos de Gide (tan eficaz en producir cambios de
criterio acerca de la creación literaria que ahora parece decir
banalidades), y mucho menos una obra con el peso suficiente como para
anclar la cultura en su torno, como las de Jorge Luis Borges o Joseph
Roth. Cada libro de la época en que los novelistas eran intelectuales
era un acontecimiento singular, irrepetible e invalorable. Ahora el
acontecimiento es que una escritora estrella como Rowling sea capaz de
escribir honestamente y con solvencia.
Lo que parece estar ocurriendo es que esta sociedad no necesita que un
escritor venga a decirle nada. No necesita a Voltaire, o a Goethe, o a
ninguno de aquellos poetas o novelistas que además de escribir cuentos
marcaban el fiel de la moral. Hace mucho tiempo que nadie necesita a un
escritor; ya en la época de Sartre su obra era por completo innecesaria,
pero todos se alejaban silbando con las manos en los bolsillos, y lo
mismo ocurrió más tarde con todo el elenco del boom
hispanoamericano, o con el
nouveau roman. El valor de la obra de los artistas ha venido
perdiendo importancia en el discurso de las editoriales, quizá porque
las ventas no dependen de la calidad de los productos, o peor: porque
dentro de su oferta hay atrocidades tan aberrantes que conviene no hacer
olas.
Pero todavía en los noventa del siglo pasado se intentaba hablar de los
contenidos. Un pool de editores ingleses de aquellos años logró
promocionar a un grupo de escritores meramente prolijos como si se
tratara de genios (McEwan, Amis, Kureishi, Barnes), una estrategia que
los británicos emplearon también con la creación de la entelequia
denominada “Young British Artists” (Emin, Hirst, Lucas, Chapman), y que
se ensayó con menos éxito en el teatro y la música culta. En el mundo de
habla castellana, el intento de vender autores como si tuvieran ideas se
hizo con Saramago y Vargas Llosa, y funcionó, lo cual habla maravillas
de los sistemas de comercialización del capitalismo aunque no tan bien
de la inteligencia media del consumidor.
El principal valor de un libro de cuatrocientas páginas como el de
Rowling, bien escrito y sin pretensiones, es que obliga al cerebro a un
esfuerzo de continuidad que no es común en la actualidad. Más allá de la
posible diferencia de calidad, es un esfuerzo parecido al que debe
realizar el lector de El arcoiris de la gravedad, en oposición a
la actitud distraída y desconectada con que se puede atender
simultáneamente a las noticias, una canción y un mensaje de texto.
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