Circula en el planeta la especie
(que
no llega a ser idea) de que las naciones deben procurar
aumentar su riqueza simbólica. A ese clon tarado de la riqueza de Adam
Smith se le llama "patrimonio cultural de la Nación". En algunos
obituarios aparecidos tras la muerte de Manuel Martínez Carril se
menciona el archivo de la Cinemateca uruguaya como un patrimonio
construido por esa institución, para beneficio de todos. Queda la
horrible sensación de que lo que hizo Martínez Carril fue acumular un
montón de chatarra fílmica. Pero eso no es riqueza. El tesoro nacional era Martínez Carril, y ya no
está. Y probablemente sea imposible que encontremos un tesoro como ése
en medio siglo, o en uno.
Una construcción publicitaria
Uno de los asuntos que se mencionó en algunos
obituarios fue el carácter colectivo del trabajo en la cinemateca,
citando con frecuencia al propio Martínez Carril, que evitó siempre ser
identificado con la jefatura de la institución.
El cine, como se sabe, se hace necesariamente en
equipo. El símil con el trabajo de la cinemateca es admisible, pero el
trabajo colectivo en la cinemateca era de un tipo parecido al que podría
observarse en la realización de una película dirigida por Stanley
Kubrick. Amablemente el director escucha, pregunta, consulta, y
finalmente se hace lo que él decide.
Manuel (como Kubrick) se rodeó de técnicos notables,
sin los cuales su trabajo habría sido imposible. Lo cierto es que en la
Cinemateca era frecuente que las decisiones difíciles aparecieran
tomadas en el transcurso de la noche, lo cual no era un problema
para nadie. Todos quienes trabajamos con Martínez Carril aceptábamos que
sabía más, conocía a más gente clave y recibía más información sensible
que cualquiera de nosotros. Las decisiones a las que dedicaba su mayor
atención tenían que ver con inversiones, administración de la deuda,
alianzas estratégicas y campañas publicitarias. Otras decisiones
ocupaban tiempo lateral (problemas de personal, de mantenimiento, de
programación o de plomería), aunque a veces, de manera irritante para
los encargados de las diversas áreas, resolvía asuntos como cada cuánto
tiempo hay que tirar lejía en los retretes o qué tipo de letra hay que
usar en el cuerpo de textos del boletín.
La idea de patrimonio estuvo siempre en la base de la
justificación de la existencia de la cinemateca. El archivo, que
contiene miles de títulos, es lo que, a los ojos de la comunidad
nacional (no tanto de la internacional), legitima la institución. Pero
en realidad el archivo no es tan valioso, si no se toma en cuenta la
colección de películas uruguayas. Miles de los títulos conservados son
películas de escaso valor, de las que existen copias de mejor calidad en
varios archivos del mundo. Muchas otras están en malas condiciones de
conservación, no necesariamente porque la Cinemateca las haya
descuidado, sino porque, por diversos motivos, entraron ya enfermas al
archivo. Una gran cantidad de títulos son producciones propagandísticas
de diversos gobiernos, especialmente del antiguo bloque socialista, de
nulo valor artístico aunque quizá con algún valor documental. Otras
están incompletas.
Pero la idea de que el Uruguay tiene un gran
patrimonio fílmico (¡somos ricos, ricos!) fue central para la
construcción del prestigio de la Cinemateca. Somos poco afectos a
proteger una actividad, pero nos encanta cuidar un tesoro.
Esa mentalidad dominante en la sociedad uruguaya
estaba muy clara para Martínez Carril, que la explotó a lo largo de
décadas. Pero muchas veces, después de una jornada de trabajo
desgastante, fumando su quincuagésimo sexto cigarrillo superlargo,
insistía en que "Cinemateca no es nada; Cinemateca es una construcción
publicitaria".
Una pieza clave de publicidad, que funcionaba tanto
para el público nacional como para los expertos extranjeros, era —y
sigue siendo, después de varios cambios de formato— el boletín que
difunde el programa mensual de la institución. Comenzó, en enero de
1975, como una hoja de 27 por 38 centímetros donde se anunciaban, en sus
dos caras, decenas de películas que se exhibían a lo largo de un mes, y
terminó creciendo, 10 años después, hasta unos monstruosos 44 por 56
centímetros, donde se acomodaban con dificultad hasta 150 títulos
exhibidos cada mes. Desde entonces se imprime en forma de cuadernillo.
Quienes se acercaban a la institución quedaban
impactados por el boletín, que les ofrecía una diversidad diaria que
apenas se podía abarcar, y que llegó a hacerse casi irritante por el
exceso de oferta. Para algunos socios la situación era insostenible, ya
que creaba la sensación de que la vida era demasiado breve. El exceso de
oferta estaba permitido en parte por el tamaño del archivo, pero
principalmente por la capacidad de gestión de Martínez Carril para
convencer a los casi siempre abúlicos agregados culturales de las
legaciones extranjeras de financiar ciclos de toda clase. Estrictamente
no era necesario exhibir tantas películas, que en realidad nadie podía
ver. Pero ese exceso era esencial para construir la idea de una
institución poderosísima, inagotable, de una sapiencia inconmensurable,
con una energía inhumana, un Museo Británico más el Louvre más el Prado,
interminable, inaprehensible objeto de deseo de una comunidad ávida por
saber, enterarse y ser más libre. Algo cercano a los dioses, más fuerte
aun que los dioses, porque la cinemateca era atea y en sus pantallas se
apagaban todos los dioses del mundo.
En el extranjero, el boletín interminable era de un
impacto difícil de describir. Los expertos de los archivos tienen una
imagen mental de lo que son las cinematecas del mundo: cámaras que
conservan en la oscuridad helada de una atmósfera seca miles de títulos
valiosos de los cuales se exhiben 10 o 15 por mes. Los boletines
de esos archivos son unos folletitos escuetos, a los que unos pocos
cinéfilos les prestan una fracción de su atención.
Cuando uno de estos expertos veía el boletín de la
cinemateca uruguaya quedaba literalmente anonadado por la abrumadora
imagen mental que proyectaba.
La gente
Martínez Carril venía de la radio. Había sido locutor
y redactor de informativos. Fue compañero de trabajo de Zitarrosa, por
ejemplo, cuando el cantor también era locutor. Su ambiente profesional
era el de la redacción periodística, que si bien en los diarios se
limitaba a las páginas de espectáculos, en la radio abarcaba todo el
itinerario de un noticiero clásico. Estudió abogacía unos pocos años,
durante los cuales se formó en la escritura periodística, escribiendo
notas para medios estudiantiles y universitarios.
La publicidad (las expresiones "comunicación" y
"ciencias de la comunicación" para referirse a los oficios periodísticos
le provocaban comentarios sardónicos) era central para Martínez Carril,
y de hecho uno puede observar el curso histórico de la institución
siguiendo el curso de sus estrategias de propaganda. La idea era llegar
al mayor número posible de gente, pero de manera legítima. Esto
significa: que quienes financian la institución sean sus usuarios.
Estaba en radical desacuerdo con los convenios que
hacía Socio Espectacular con sindicatos o con empresas que asocian de
manera compulsiva a sus afiliados. Si todos los maestros y profesores
(que tienen una tarjeta que les permite entrar gratis o a precios muy
bajos a ciertos espectáculos) efectivamente la usaran, el sistema caería
por sobredemanda.
Las afiliaciones masivas se basan en que la gente
no use el servicio por el que paga. Para Martínez Carril esto era de
una inmoralidad inaceptable. Esa estrategia requiere que las
instituciones no hagan ningún esfuerzo para que más gente vaya a los
espectáculos, sino que más gente se afilie, y si desconoce que está
siendo afiliada por una autoridad que maneja sus cuentas, bueno, no hay
por qué hacer mucho alboroto.
Sistemas de subsidio como el que la Intendencia de Montevideo hace con su tarjeta Montevideo Libre, que permite que los
estudiantes de secundaria entren gratis a una serie de espectáculos,
generan un perjuicio directo a grupos independientes que no reciben
ningún ingreso porque quedan fuera del sistema debido a su escasa
capacidad de negociación. El sistema se basa en otorgar dinero a grandes
instituciones, capaces de llegadas relativamente masivas (aunque con más
frecuencia simplemente con más capacidad de negociación, o sencillamente
de presión sobre las instituciones financiadoras) y nada de dinero a los
pequeños grupos independientes. Se trata de sistemas que favorecen el
crecimiento de estructuras grandes y pesadas en detrimento de pequeños
emprendimientos independientes.
Para Martínez Carril, lo ideal era que todos los
socios de la cinemateca fueran a las funciones que ofrecía. En la
institución siempre hubo lugar físico y espacio de programación para
todos los socios, y la tasa de uso era enormemente superior a la de
otros sistemas de afiliación. Pero empresas como Socio Espectacular,
bien administradas y con una gran capacidad de negociación ante gremios
y asociaciones, forzaron a Cinemateca a ir en contra de esa concepción
básica que estaba estrechamente ligada al rol formativo de la
institución: estimular el desarrollo de la capacidad crítica de la
gente, como espectadores y como ciudadanos.
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Así, las campañas de la cinemateca tendían a generar
adhesión consciente y firme, e incluso la mala calidad de las butacas,
del sonido y de la imagen tenía un sentido. Una persona que se interesa
por la esponjosidad de una butaca es un socio débilmente adherido a la
institución. Ser pobres de objetos materiales pero muy ricos de
sustancia espiritual: eso era lo que trasmitía la cinemateca (aunque a
veces en forma un poco extrema). Sin embargo, esa especie de asignación
de clase funcionó de manera excelente durante la década de 1970,
cuando la institución creció enormemente.
Dos décadas, desde 1975, durante las que se crearon
dos escuelas de cine y se produjeron largometrajes (el que sobrevivió
fue Mataron a Venancio Flores; por los negativos de otro habría
que preguntarle a quien se hizo responsable de eso en aquellos años, y
los perdió en España), se creó una biblioteca, se construyó el archivo
(único predio y edificios que son propiedad de la cinemateca) y se
produjo un recambio constante de salas que marcaron una etapa muy dinámica
de la institución. Al final de ese período se creó la escuela de cine
que hoy sigue en funcionamiento, después de haber mantenido cursos de
todo tipo, incluyendo unos masivos cursos de cine para niños y jóvenes
de gran impacto en la generación de públicos y artistas de la imagen.
Revistas, libros, colecciones de videos, un video club, salas de
exposiciones de artes, recitales, congresos, festivales, seminarios de
todo pelo, intercambios internacionales con figuras de importancia
mundial, y hasta un congreso de la Federación Internacional de Archivos
de Filmes construyeron una avasallante corriente de producción de
acontecimientos culturales que convirtieron a la Cinemateca en la
institución cultural más importante e influyente de toda la historia del
país.
Y todo esto ocurrió porque Manuel Martínez Carril
tenía una visión del mundo que se basaba en la confrontación. Y para esa
concepción, el enemigo pequeño genera avances pequeños, y el enemigo
grande genera avances grandes. O la muerte.
Un mundo de enemigos
Para Martínez Carril las personas que están a cargo
de instituciones, gobiernos o empresas de cualquier tipo tienen una
estrategia clara, unos objetivos precisos y operan con una única meta:
tomar el control del mundo mediante la absorción o la eliminación del
resto, que siempre pueden ser competencia. Así se movía en su
diseño de estrategias interinstitucionales. Armaba agendas con aliados
circunstanciales por dos motivos: para evitar que esos aliados fueran
enemigos, para vigilarlos de cerca y conocer a fondo su funcionamiento y
sus intenciones, y para eliminar competencia con la que no podía, por
diversas causas, aliarse en ese momento. Operaba del mismo modo que un
ejecutivo de una trasnacional cuyo trabajo es rediseñar constantemente
el mapa del ecosistema empresarial, creando, eliminando, modificando o
robando nichos.
El momento más favorable para la institución fue el
período de construcción de su imagen de articulador de la cultura
independiente y opositora a la dictadura, que ocurrió hacia fines de la
década de 1970 y durante toda la década de 1980. El
conflicto central era digno de su energía y su habilidad para la pelea:
suponía una lucha contra la dictadura. Los enemigos, en esa
circunstancia, eran, además del gobierno autoritario, los exhibidores
comerciales, aliados con el capital imperialista y la derecha
internacional, lo cual era bastante cercano a la verdad, aunque si los
exhibidores hubieran contado con guerrilleros cubanos para liquidar a
Manuel se habrían aliado con ellos, porque es verdad que la cinemateca
fue una seria competencia para el cine comercial.
La red de contactos de Martínez Carril incluía
personal de embajadas, empleados de empresas privadas de todo pelo y
funcionarios gubernamentales, que le suministraban con frecuencia
información sensible. Siempre estaba enterado de todo, antes que nadie.
Nunca fue sorprendido por acciones inesperadas, incluso cuando, por lo
menos en dos oportunidades desde dentro de la institución hubo intentos
para dejarlo afuera de su gobierno. Era evidente que disponía de una
serie de contactos de enorme calidad, de los cuales la mayor parte de
quienes trabajaban con él nada sabían con certeza.
La dictadura fue la situación ideal para su
concepción de conflicto permanente y universal. Todo el mundo estaba en
contra de la dictadura, o por lo menos todo el mundo con cierta decencia
y capacidad de raciocinio. Todo el mundo estaba a favor de la libertad y
la cultura. La cinemateca podía tomar la bandera de la libertad y de la
cultura, porque el cine es (y en el mundo de los años 1970 era
especialmente) un enorme espacio de libertad.
Martínez Carril simbolizaba esa libertad con
abundancia de fotos de perfil erótico. Sus ilustraciones preferidas para
el boletín mensual siempre fueron desnudos, incluso si representaban
excepciones en las tomas de una película. Las apelaciones eran a la
libertad y el cuestionamiento del statu quo. La cinemateca estaba
por toda la ciudad y daba películas de todo tipo. La imprenta de Manuel
Flores Silva imprimía la gran hoja que Manuel Martínez Carril llenaba de
películas, y en las salas uno podía retirar unas hojas mimeografiadas
con información y críticas de lo que había visto. Información,
formación, complicidad en la lucha por la libertad. La pregunta idiota
de Stanley Cavell ("¿El cine puede hacernos mejores?") se contestaba
sola. Gracias a la cinemateca teníamos un espacio de libertad y de
esperanza. Y toneladas de cultura. Éramos muchísimo mejores. Mejores que
antes, y mejores que ellos. La cinemateca era casi el único
nosotros que quedaba en el país en los años 1970.
Con otras instituciones se articularon espacios aun
más complejos: el Club de grabado, el teatro Circular y la editorial
Banda Oriental, que se apoyaron en la energía que trasmitía Martínez
Carril y en su convicción acerca de los beneficios que suponía la
asociación. No había, en ese momento, enemigos entre las instituciones
independientes. El único enemigo era el gobierno, las fuerzas
represivas, la oscuridad tenebrosa de la realidad cotidiana. El olor
rancio de las salas de la cinemateca era como el aire fresco de una
noche al borde del mar, y cuanto más abstrusa la película, cuanto más
oscura y hablada en georgiano con subtítulos en ruso y traducción
simultánea por parlantes rasposos, más amplio se abría el horizonte que
la institución nos regalaba mientras un resorte de la butaca se nos
clavaba en el omóplato.
Pero pocos años después de la desaparición de la
satrapía dictatorial, el mundo se pobló de nuevos enemigos y de
incontables amenazas difusas, y la gente comenzó a alejarse.
Una serie interminable de eventos
La palabra "evento" le provocaba una alergia
inmediata. Si alguien la pronunciaba estaba sentenciado. "Evento"
hablaba, para Martínez Carril, de una cultura oportunista, efímera,
espectacular y sin contenido sostenible. Más o menos esto a lo que hemos
llegado hoy, luego de mucho esfuerzo y con gran fanfarria. Y sin
embargo, lo mismo que había ocurrido con los sistemas de afiliación
masiva, finalmente la institución cedió (o no pudo contener) a la
cultura del evento, y la única manera de seguir manteniendo la dinámica
basada en la publicidad fue la de organizar una sucesión interminable de
eventos: los festivales.
Festival internacional, festival infantil, festival
de invierno. La institución que crecía en los 1970 y 1980 ya no
podía sostener la utopía del crecimiento infinito. ¿Hasta dónde va a
crecer? Ya no era noticia una nueva sala o un nuevo departamento. Ya no
estamos peleando por la libertad. La Cinemateca ya tenía revista,
editorial, escuela, video club, ya había sufrido la pesadilla de
producir un largo y tener columnas en todos los semanarios. ¿Qué puede
ser nuevo siempre? Un festival, y cuando termina ése,
otro, y otro y otro y de nuevo el primero y el otro y el otro. El Siglo XXI fue una cadena de festivales que es lo que hoy mantiene a la
Cinemateca como fuente de noticias, aunque con un grado de impacto
decreciente.
Lo que hizo la Cinemateca es lo que sigue haciendo:
informar, orientar, exhibir, mostrar lo que hay para ver en el mundo.
Que el mundo sea un poco más idiota cada día no es culpa de la Cinemateca; que la libertad tan añorada fuera esta sopa aguada de
diversidad pacata, tampoco.
Manuel Martínez Carril venció a los bárbaros, quedó
sin enemigos, y entonces perdió. ¿Para qué seguir viviendo?
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