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Amir Hamed
ISSN 1688-1672

 


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          LA VENGANZA DEL INTELECTO CONTRA EL ARTE

Mala lectura

Carlos Rehermann

D. H. Lawrence reclamaba a los
críticos una capacidad para conmoverse con el arte que contrastaba con una actitud de análisis racional que consideraba inadecuado para la literatura: “Todas las estupideces de la crítica sobre el estilo y la forma, toda esa clasificación y análisis pseudocientíficos de los libros, imitando a la botánica, es pura insolencia y sobre todo, aburrido argot profesional.”

Más o menos en la misma época,Virginia Woolf decía que “Tenemos muchos hombres que escriben reseñas, pero no críticos literarios; un millón de competentes e incorruptibles policías, pero ningún juez”.

El ensayo de Woolf “Una habitación propia” introdujo un asunto político en el mundo de la literatura, con una penetración y puntería que no exhibieron muchos denunciantes posteriores apenas atentos a la distribución de gónadas. Algo parecido ocurrió con Raymond Williams, que suele ser presentado como uno de los fundadores de los “Estudios culturales”, quizá porque es más común de lo que se cree que los catedráticos lean sólo títulos de libros y resúmenes de tesis. En realidad, la lectura de Williams es peligrosa para la disciplina que se supone que fundó, uno de los motivos por los cuales no es un autor demasiado frecuentado en las universidades de moda.

Williams público su primer libro en 1950. Se titula Lectura y crítica y es, según declara el autor, un manual para la lectura. Pero su modesta ambición no se corresponde con la profundidad y potencia de sus análisis. Dibuja un panorama de las virtudes y los vicios de la crítica, y suministra ejemplos claros de análisis de textos buenos y malos, incluso de textos periodísticos y publicitarios, en lo que fue un precursor (uno sospecha que la ola estructuralista francesa e italiana que vino a continuación, tan cuidadosa en omitir a Williams en sus bibliografías, sin embargo lo leyó con mucha atención).

El libro termina con una propuesta para un curso de literatura, aplicable tanto a escolares como a universitarios, y si bien podría decirse que peca de nacionalista (se concentra en libros en inglés) eso puede justificarse tanto por la abundancia de buenos libros en esa lengua como por la ambición local de ese primer trabajo. Williams había entendido la naturaleza del problema que había ocupado a sus colegas británicos Lawrence y Woolf, y veía que los grandes críticos que lo antecedieron no disponían de algunas herramientas imprescindibles.

Pero ¿cuál era el problema? Williams lo resume en una expresión clara, de enormes connotaciones: “mala lectura”.

Otros profesores y críticos, siempre dentro de la lengua inglesa, también venían reclamando “mejorar la lectura”. No pocos escritores y académicos publicaron manuales de lectura desde los años posteriores a la segunda guerra mundial. En países con muchas universidades independientes, eran necesarios libros que pudieran servir a los profesores de literatura, un campo universitario en expansión desde principios del siglo XX, y por eso muy demandante de textos técnicos y manuales.

Williams plantea que la alfabetización masiva y el abaratamiento de los libros, la creación de grandes colecciones accesibles de clásicos, y el consiguiente crecimiento del negocio editorial, produjo un desarrollo acelerado del mundo del libro que comenzó a necesitar un número de lectores mucho más amplio del que había, si se mantenía la acepción del verbo leer dentro de los límites tradicionales. La velocidad de la producción de libros y el abaratamiento de todo el proceso de producción y distribución imponían que los extremos del proceso (la escritura y la lectura) dejaran de ser fenómenos de élite. El escritor debía convertirse en un trabajador asalariado como el resto de los explotados, y el lector debía convertirse en un consumidor acrítico como cualquier comprador de productos industriales.

Al convertirse en un negocio millonario, y con la experiencia de la publicidad en diarios y revistas, los críticos comenzaron a convertirse en redactores publicitarios. Las contratapas y las solapas de los libros se llenaron de palabras como “implacable”, “apasionante”, “atrapante”, “inesperado”, “magistral”, adjetivos comunes en el mundo del folletín, promesas de experiencias fuertes e impresiones conmovedoras, sucedáneos imprescindibles de la vida que necesita el empleado modoso para no correr hacia el suicidio.

La lectura crítica requiere un lector dotado de inteligencia, capaz de evaluar el sentido de un texto. Esta clase de lectura, en realidad, fue siempre la única clase deseable y, durante mucho tiempo, la única que se consideraba posible. Esto se debía a que desde la invención de la imprenta y hasta mediados del siglo XIX, los lectores eran escasos, todos ellos recibían una educación formal rígidamente estructurada, de modo que compartían muchos supuestos culturales y tenían en general una plataforma de saberes similar.

El desarrollo de la ingeniería, hija dilecta de la revolución industrial, tuvo una responsabilidad importante en el desarrollo de la alfabetización entre las masas de trabajadores. Así como se necesitaban más ingenieros para hacer puentes y carreteras, máquinas para la industria, el comercio y el hogar, también se necesitaban más obreros que supieran leer.

Que supieran leer manuales, no manifiestos.

Que supieran usar la lectura como instrucción, como secuencia de órdenes. Era imperioso que la lectura dejara de ser crítica. La mala lectura es imprescindible para continuar con la dominación, al mismo tiempo que permite cumplir con ciertos procesos de producción.

Una de las industrias que se aprovechó de la masificación de una educación pobre, limitada a cierta alfabetización e instrucción ideológica suministrada por las escuelas, fue la editorial. Si bien siempre hubo malos libros, el abaratamiento de los costos y la posibilidad de engatusar a los compradores con mayor facilidad que antes hizo posible una clase de producción masiva de bajo riesgo, que requería necesariamente una mala lectura.

Lo que hizo Williams (entre otros) fue leer malos libros con la finalidad de identificar cómo elaboraba la crítica una buena reseña de un mal libro, de modo de poder desentrañar cómo se construye socialmente la mala lectura. Cuando los gobiernos de hoy se alarman, porque el éxito de la política de enseñar a leer mal fue demasiado grande, no se dan cuenta de que continúan reproduciendo el mismo modelo educativo que enseña a leer manuales de instrucciones. Un modelo que rechaza, naturalmente, la lectura crítica, porque incluso los textos que promueve como cuestionadores —cosas como Las venas abiertas de América Latina, por ejemplo, para citar un título que su propio autor ha defenestrado— exigen una mala lectura para poder ser transitados.

La situación es penosa y no tiene solución. La única salida que se avizora, y que se manifiesta, por ejemplo, en elecciones presidenciales que sorprenden a los expertos en la interpretación de la realidad, es reaccionaria y consiste, en términos generales, en un abandono de la inteligencia en favor del garrotazo y la digestión. La interpretación, esa “venganza del intelecto contra el arte”, como dijo Susan Sontag, es la herramienta perversa para la construcción de la mala lectura: enseña a hacer caso omiso de lo que hay, para hurgar obscenamente en busca de lo que debería haber, cosa de no afectar la integridad del orden reinante.

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