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Amir Hamed
ISSN 1688-1672

 


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          NACIÓN Y FELICIDAD

Por qué Los modernos es imprescindible

Carlos Rehermann

El cine y la mentira

El cine (en general las imágenes fotográficas en movimiento, con sonido, que coloco bajo el rótulo de cine por comodidad), plantea algunos problemas estéticos que comenzaron a atisbarse hacia mediados del siglo XIX, cuando la fotografía era ya un medio técnicamente viable y eficaz. Esos problemas se vinculan a la mimesis, asunto central en las artes de la imagen. Fue a los pocos años de las primeras exhibiciones de cine que Kandinsky presentó el primer cuadro no figurativo de la historia. Los pintores se dieron cuenta de inmediato de que con el nacimiento del nuevo arte acababa de producirse un trastorno grave para los procesos de significación de la imagen. La intensa sensación de realidad que produce la visión de una película en la que una persona gesticula y se mueve no depende del ilusionismo de la textura de la fotografía, de si es monocromática o en color, o de si puede percibirse la profundidad espacial. El cine, al mostrar el movimiento y la continuidad de acciones, establece un mecanismo conceptual, no meramente figurativo, que convence acerca de la verdad.

Esta verdad está relacionada casi invariablemente con el hecho de que el cine, se pretenda o no, tiende, fatalmente, a narrar. Basta hacer mover algo delante de una cámara para que comience a establecerse un proceso narrativo, como explicó incesantemente Norman McLaren con sus animaciones. Lo que vino a acentuar el problema estético que se inició con la fotografía en el siglo XIX y empezaba a plantear el cine de los comienzos del siglo XX fue el desarrollo notable que introdujo Georges Mélies a través de la manipulación de la exposición durante el rodaje, ya en los primerísimos años del medio. Apariciones y desapariciones de personajes y objetos, cambios bruscos de escenario, y otros efectos, mostraron a las claras que había una contradicción entre la intensa sensación de realidad que trasmitía la imagen en movimiento y la ficción del relato trasmitido. Hasta entonces, la verdad extra artística de las obras de arte era un problema ético que se manifestaba en la literatura y en la pintura: Los fusilamientos del 3 de mayo, de Goya, es un cuadro que denuncia solo si confiamos en el individuo Goya. La verdad de la obra radica en el arte; la verdad de la información que trasmite, en la integridad del autor. Con el cine y la fotografía se abre un espacio para el engaño que era imposible antes del operador de la cámara, es decir, en tiempos de la pluma y el pincel.

Quizá por eso rápidamente se abrieron dos espacios claramente diferenciados en el mundo del cine: ficción y documental. El documental se apoyaba en una ética de artista tradicional, aunque ya la primera producción documental fue tramposa: Flaherty mantuvo cuidadosamente en reserva las manipulaciones que hizo para mostrar la vida de Nanuk —es decir, la vida que Flaherty suponía o quería creer que habría sido la de Nanuk de no haber sido por las invasiones del hombre blanco al territorio inuit. Su convicción lo llevó a manipular lo que ponía delante de su cámara. Su concepción de la verdad era la misma que la de un literato o pintor de la era pre-fotográfica: “digo esto porque estoy convencido de su verdad, y no porque lo esté viendo; pero lo registro como si lo estuviera viendo”.

Ficción y nación

Aceptemos la hipótesis de que la ficción es un espacio modélico. No representa una existencia, sino una posibilidad. La modernidad (o mejor, el capitalismo) es un ambiente obsesionado por el futuro, concentrado en lo que está adelante, ansioso acerca de lo que vendrá, de manera que lo que vale, en cualquier espacio cultural, será lo que hable del porvenir, de las posibilidades de ser. Ese es uno de los sentidos centrales de la ficción; si se tratara apenas de enseñanzas, moralejas o mentiras divertidas, no valdría la pena dedicarle atención (que es lo que ocurre la mayor parte de las veces). Cuando Raskolnikov mata a la vieja prestamista, todos los lectores matamos a una vieja sin los inconvenientes (especialmente para la víctima) de matar verdaderamente a una vieja.

Cuando hablamos de Estado-Nación, cuadriculamos la mente para definir asuntos tales como “estilo” (“música renacentista francesa”), “género” (“poesía pastoril helenística”) o ambos (“pintura china”). El uso del arte como organizador geopolítico sigue siendo uno de los puntos fijos sobre los que se basa el pivote de la política y la economía. Países alegremente subordinados a quien quisiera subordinarlos, como el Uruguay, siempre se han empeñado en defender con pundonor de pacotilla un espacio propio, a menudo reducido a una heráldica pueril. Pero como el país es territorialmente chico (aunque es 89 en la lista de países por superficie, de un total de 195, y tiene mayor superficie que la tierra da Platón, el país de Wilde o la patria de Kafka ), nos hemos convencido de que lo que podemos hacer debe ser conceptualmente limitado o estéticamente poco, es decir, algo en proporción a los metros cuadrados de planeta que nos corresponden; si bueno, será en todo caso extraño, peculiar, excepcional, como para dar razón a que de aquí, si sale algo valioso, es por error, casualidad o perversión.

Entonces, una comunidad autodefinida como escasa, pobre, limitada, parece tender a celebrar la escasez, la pobreza y la limitación. Hay una especie de vergüenza que impide imaginar algo grande, como si el tamaño importara. Sí, claro que el tamaño importa, pero el tamaño es mental.

Cuando pensamos en cine, específicamente en el jovencísimo cine uruguayo, no se trata de por fin reconocer las calles de la ciudad de siempre en una pantalla, sino de dejar de verlas como calles reconocidas de una ciudad y comenzar a verlas como escenario. En la medida que el espacio sale de la realidad y entra en la fantasía, se vuelve campo de posibilidades. Con esto podemos hacer algo nuevo, podemos inventarnos a nosotros mismos. No es apenas una cuestión de  identidad. ¿Qué significa “reconocernos” en una imagen? Una calle que hemos transitado puede volverse espacio de experimentación, apertura a nuevos usos de nuestros posibles pasos por esa calle. Si la ficción es, entre otras cosas, un espacio modélico, un ensayo de lo que puede llegar a existir, el lugar de la mente donde ponemos a prueba lo que a veces no nos atrevemos a hacer en nuestras vidas, o lo que puede ser muy peligroso o inconveniente, innecesario o mortal, entonces el valor de lo que nos atrevemos a imaginar en una película o en un libro adquiere una dimensión distinta.


  

Mostrar calles no es difícil; hacer lo mismo con las mentalidades y con el uso de los cuerpos de una Nación (de un grupo humano más o menos cohesionado) es bastante más complicado. Porque la calle, por su propia naturaleza preexistente y parte de nuestra experiencia, nunca podrá convertirse en modelo. Pero, ¿por qué convertir también a los personajes en figuras embalsamadas, en preexistencias?

Una terrible felicidad

La película Los modernos vino a romper la momia minúscula de las historias a las que nos hemos acostumbrado en el cine uruguayo.“¿Qué escribís?”, le pregunta el protagonista Fausto a una dramaturga, en la película, “¿Historias de gente a la que no le pasa nada?”. Esa línea denuncia todo el pasado del cine nacional, la mayor parte de su literatura, todo el teatro y una porción enorme de su pintura.

Ese personaje, que parece tener poco empuje, que insiste en descansarse en la energía inaudita de Clara, la protagonista (que encuentra en una amante algo más que un liso complemento), estar despistado constantemente y no lograr hacerse cargo de las cosas que provoca, podría haber sido uno de los protagonistas de una de esas películas de la estremecedora plaga planetaria de “historias mínimas”. Pero la diferencia es que en las historias en las que a los personajes no les pasa nada las cosas quedan como son, y aquí los personajes cambian, aspiran siempre a más, nunca están conformes con lo que les ha sido dado, por más que lo manifiesten a veces a través de engañosas inacciones en realidad muy proactivas.

Que a un personaje no le pase nada, que todo sea circular, que el mundo sea una tierra quieta, que el movimiento sea solo apariencia de cambio, es un indicio acerca de lo que está viviendo el creador, que quizá sea reflejo de lo que está viviendo su comunidad.  Es cierto que una trama de cambio y crecimiento, un Bildungsroman clásico,  puede no ser otra cosa que un dispositivo consolador, un paliativo que muestra cambios ficticios para enmascarar quietudes esenciales de una colectividad. Pero también las ficciones, en tanto modelos, indican voluntades de los creadores y los grupos a los que representan. Y ahí es donde Los modernos parece  mostrar un espacio inusual en la cultura uruguaya: hay algo que se mueve, algo vital, algo que Fausto muestra de manera precisa: detrás de lo que parece indecisión hay profundos procesos de cuestionamiento, una enorme delicadeza —a veces áspera, siempre franca— y respeto por los demás.

Los personajes de esta película tienen cuerpo y lo ejercen, asunto rarísimo en un país que en su arte parece haber abolido el sexo. Es raro ver (o leer) personajes uruguayos teniendo sexo. Mostrar el sexo de los uruguayos es casi un documental de historia natural: ¡era así como se perpetuaban estos especímenes, qué curioso! Hasta ahora, el sexo en el cine nacional apareció casi exclusivamente (hay alguna excepción poco convincente) como fotocopias, felaciones de mocosos, afición a la pornografía y ejercicio de la prostitución.  En Los modernos la gente tiene sexo bien mostrado, fluido, bien actuado, sin poses.

Se trata de una ficción fundadora, y si siempre se ha usado el arte como articulador geopolítico, aquí la película debería ser considerada como fundadora de una nación —un grupo humano autoconsciente y orgulloso— que no se avergüenza de imaginarse grande. Diálogos claros, acciones certeras, motivos plausibles, problemas terribles, aspiraciones gloriosas, pieles calientes, intereses profundos, desprecio por la estupidez, compromiso consigo mismo, rechazo radical de la falsedad, y una terrible, enorme felicidad.

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