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Amir Hamed
ISSN 1688-1672

 


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          LA BÚSQUEDA DE LO CIERTO

Lecturas inútiles

Carlos Rehermann

Formación de lectores

Hay acuerdo acerca de las dificultades que supone la lectura para una parte importante de la población estudiantil. Los profesores de liceo y de la universidad se encuentran con que sus alumnos no entienden los libros. A veces no entienden lo que dice el profesor en la clase. Desconozco la gravedad del asunto. Sospecho que más o menos siempre ocurrió lo mismo: solo un número reducido de personas se interesó por desentrañar el sentido de las cosas. Quizá la diferencia deba buscarse en que las personas sienten que tienen derecho a dar su parecer incluso si no entienden acerca de qué están hablando, porque después de todo en eso consiste la democracia.

Como sea, hay quienes sostienen que para cambiar la situación hay que hacer cosas como estimular la lectura. Hace poco más de una década el irritable Harold Bloom, quizá después de leer el informe más reciente de sus cifras de triglicéridos, despotricaba contra el premio que los libreros y editores estadounidenses (la National Book Foundation) le habían dado a Stephen King, diciendo que tradicionalmente esa organización había premiado a escritores cuyos libros exhiben un mínimo de calidades literarias, y que el premio a King suponía una baja de nivel. La expresión que usó Bloom en su artículo es dumbingdown, que tiene su origen en la industria cinematográfica. En las etapas de revisión del guión se trataba de cambiar palabras, explicitar alusiones, redundar en general en todos los casos dudosos, para llegar a audiencias de menor nivel educativo. El newspeak de Orwell en 1984, o el nadsat de Burgess en La naranja mecánica suponen tematizaciones del temor que provoca esta práctica en los letrados, que se manifiesta también en el artículo de Bloom.

Aunque el artículo era una protesta contra el premio a King, lo que lo hizo trascender fue su afirmación de que los libros de Joanne Rowling (la serie de Harry Potter) no formarían lectores de Kipling o de Carroll, sino de King, que Bloom considera espantoso. Un lector como Bloom dice preferir que un niño no lea nada antes que un libro de Rowling. Esto despertó las protestas de numerosos comerciantes de libros, como es natural, que acusaron a Bloom de arrogante, amargo y agresivo, todo lo cual es cierto aunque no dice nada acerca de si lo que había dicho tenía sentido.

Esa discusión sobre el sentido de leer y si da igual leer buenos libros que malos libros, parece ser cada día más pertinente, ya que la industria editorial es cada día más prolífica, de manera que se producen millones de títulos de mala calidad que son ampliamente consumidos. Uno se pregunta si la lectura de esos libros horribles —es decir, horriblemente mal escritos—no será malo para el futuro de los buenos libros. Quizá se trata de una pregunta que no se puede contestar. En todo caso, antes de empezar a elaborar una respuesta convendría saber para qué sirve leer.

Amor por los libros

Se cree que Adolf Hitler tenía unos 16.000 libros repartidos en dos grandes bibliotecas y algunas menores. En la actualidad se conserva cerca de un 10% de los volúmenes, aunque hay datos que permiten hacerse una idea de la composición del acervo. Parece que unos 7.000 títulos se referían a la guerra, incluyendo tratados como el de von Clausewitz, memorias de combatientes y una gran cantidad de libros técnicos y almanaques con información sobre armamento, vehículos, barcos y aviones de guerra. Otras secciones bien pobladas contenían libros referidos a la Iglesia (unos 400; no hay que olvidar que en su tierna juventud Hitler se imaginaba a sí mismo como abad de un monasterio) y a la cocina (cerca de 1.000, incluyendo varios centenares sobre vegetarianismo). Novela, poesía y teatro estaban mal representados, si se exceptúa a Cervantes y Shakespeare, a quienes Hitler decía admirar. Los libros de Karl May, autor alemán de novelas de aventuras de vaqueros e indios norteamericanos, que jamás se aventuró fuera de los límites de su tierra natal, dominaban ampliamente la sección ficción. Además de libros sobre magia y ocultismo, que siempre llevaba consigo a todas sus sedes de comando, Hitler leía constantemente las novelas de May, a quien consideraba un estratega imaginativo, dado que sus cowboys siempre lograban vencer a los indios. En ciertos momentos de la guerra, arrebatado por un entusiasmo irreprimible, envió miles de ejemplares de las novelas de May al frente de batalla, para solaz e instrucción de los esforzados soldados alemanes.

En el libro que Timothy Ryback dedicó a la biblioteca del führer (Hitler’s Private Library: The Books that Shaped His Life) se informa que Hitler poseía numerosos libros de difícil clasificación, cuyo tema rondaba un misticismo patriótico, en el que el paganismo, el panteísmo y toda clase de chocarrería espiritista tenía lugar. Atinadamente y con pruebas textuales sostiene Ryback que la insistencia en la voluntad y el súper hombre se relaciona más con esta clase de libros que con la obra de Schopenhauer (tan superficialmente leído por Hitler que escribía “Schoppenhauer”) y Nietzsche.

¿Hitler se convirtió en lo que terminó siendo porque leyó algunos de sus 16.000 libros, o sin libros todo habría sido lo mismo? ¿Es igualmente respetable el amor que Hitler tenía por los libros, su costumbre de lectura cotidiana durante horas cada noche —leía por lo menos un libro entero por noche—, que el que tenía un sabio como Walter Benjamin, por mencionar un contemporáneo suyo que también fue su víctima?

Benjamin fue quizá el crítico más lúcido del siglo pasado. Cualquiera de sus escritos, incluyendo las ficciones, impacta por la inmediatez con que nos golpea la verdad. Su artículo “Desembalo mi biblioteca” (no por casualidad también traído a colación por Ryback al respecto de los libros de Hitler, con un agradable sabor a venganza) aúna el juicio acerca del valor de los textos en la vida de un hombre y la dependencia afectiva que el bibliófilo establece con sus libros. Tiempo después de escribir el artículo, que relata una primera mudanza de su biblioteca, Benjamin fue despojado de ella por los nazis, y hay quien dice que su suicidio tuvo que ver directamente con la irreparable sensación de pérdida que le provocó ese despojamiento.

  
Coleccionar intimidades

El artículo es una reflexión sobre el coleccionismo, y si bien sería posible extender sus conclusiones al coleccionismo de objetos que no fueran libros, da la impresión de que sencillamente Benjamin no concibe que exista otra clase de objetos significativos dignos de ser coleccionados. Si
uno es de veras lector, parece decir Benjamin, entonces necesariamente es coleccionista: “los coleccionistas son fisonomistas de las cosas”. Un coleccionista de libros es capaz de comprar por catálogo, apenas atendiendo a la sonoridad del nombre del autor y el título de la obra. Uno ve, por ejemplo, la encuadernación en tela color mostaza, los grabados de símbolos alquímicos en bajorrelieve, la etiqueta bordó con letras doradas con el título LE MYSTÈRE DES CATHÉDRALES y el nombre del autor: FULCANELLI, y sabe que allí hay un libro para su biblioteca, sin importar que uno no crea una palabra de alquimia y no sepa nada de Fulcanelli ni de su leyenda. Descubrirá en la primera lectura la sarta de errores y equivocaciones básicas del autor, lo cual no tiene ninguna importancia, porque si uno es un coleccionista, es un lector que se relaciona con los libros de una manera inesperada —por los maestros, por los libreros, por los editores—. Incluso en un libro tan lleno de dislates fácilmente contestables, como el de Fulcanelli, hay una verdad que radica en el contacto íntimo que se logra con el autor.

Sobre cómo se adquieren los libros de una colección, Benjamin informa: “De todas las formas de adquirir libros se considera la más gloriosa el escribirlos uno mismo”. Una colección cien por cien gloriosa, entonces, puede estar compuesta por unos pocos ejemplares, siempre que los textos hayan sido escritos por el coleccionista. Los escritores no escriben libros porque no puedan comprarlos —abunda  Benjamin, pensando en un personaje que hacía eso mismo debido a su pobreza— sino que escriben libros porque los que pueden comprar no los satisfacen. Esta afirmación esconde una lógica económica estricta: ¿Para qué escribir algo que me lleva un trabajo enorme si puedo encontrarlo ya escrito? He aquí un misterio inexplicable: miles de escritores se esfuerzan cada día en escribir libros idénticos a otros libros escritos antes por otros escritores, y todo eso a sabiendas.

El coleccionista no puede leer todos sus libros; no le da el tiempo. Pero incluso si sabe que no ha de llegar nunca el momento de leerlos, sigue comprando, y si puede, escribiendo libros. “Para el coleccionista, la libertad de todo libro se encuentra en algún lugar de sus estantes” (Benjamin).

Descubrir un libro nuevo, de un asunto ajeno a los conocimientos y los intereses cotidianos del coleccionista —es decir, inútil—, puede llevar a la gloria. Entrar en contacto con la voz de un autor puede ser una experiencia íntima muy intensa, que tiene una contrapartida nefasta para el negocio editorial: una vez que se experimenta, el lector se vuelve extraordinariamente selectivo. 

No como un coleccionista compraba sus libros Adolf Hitler. Él tenía un plan, un programa estricto, ajeno a los libros. Un coleccionista, es cierto, tiene afinidades, y es posible que tenga un trabajo para el que debe formarse y estudiar, y para eso también compra libros; pero la mayor parte de lo que adquiere es porque un punctum —diría Barthes—lo punza desde el propio libro. El libro lo llama. Por eso, dice Benjamin, en el fondo no es el coleccionista quien posee los libros, sino su colección la que lo contiene a él. El término que emplea es “habita”. El coleccionista habita su colección. No se trata apenas de una clínica (“por sus libros lo conocerás”), sino que el coleccionista tiene la oportunidad de encontrarse en su colección, si dedica tiempo a buscarse. Esa es, quizá, el principal sentido de la lectura, y requiere necesariamente una colección, una nube de libros de los cuales se leerá una 10%, digamos, pero cuya presencia establece un mapa del que no se conocen los contornos, aunque sí los nombres de algunas regiones que prometen aventuras.

Hitler compraba libros que sirvieran para mejorar sus habilidades en ciertos campos (quería saber todo lo que se sabía sobre tanques de guerra, por ejemplo), pero no le interesaban los libros como a un coleccionista. Necesitaba manuales para dirigir una guerra y enciclopedias para redactar discursos. Sabía lo que buscaba. Era alguien con avidez por aprender una técnica que lo ayudara a obtener lo que quería. Pero, dirá el director de un politécnico, o de una academia de dactilografía, ¿no está bien querer aprender algo? ¿No es bueno acercarse a los libros para tratar de saber más?

No es que esté mal acercarse a los libros para aprender algo; no es que sea malo acercarse a los libros para tratar de saber más. Pero tener esa actitud con los libros es como hacer el amor para estudiar fisiología. No es que uno no aprenda, pero en el camino se pierde la verdad.

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