El escritor Domingo Bordoli solía
hacer entrevistas
a sus colegas uruguayos en su audición radial
“Enfoques culturales del
SODRE”, que en los primeros años de la década de 1960 se difundía
por una de las emisoras del Estado. En estas entrevistas las preguntas
eran siempre las mismas. Una de ellas requería la opinión del escritor
acerca de la recepción crítica de su obra. En la entrevista que Bordoli
le realizó, Carlos Real de Azúa contestó, entre otras cosas, lo
siguiente:
“En la
“Antología” no se discutió más que el método y las inclusiones y las
exclusiones. Ninguna nota, en cambio, analizó lo que verdaderamente me
importaba de ella, esto es la justeza o el acierto de las noticias que
anteceden a cada autor seleccionado y de alguna manera el manifiesto
intelectual que la armonización de todas ellas implica. Ángel Rama vio
este aspecto, pero no entiendo por qué lo señaló con tono ligeramente
denunciante, siendo muy obvio que no me importaba nada escamotear esta
intención”.
Real de Azúa se refería aquí a su selección de
ensayos de autores uruguayos, entre los que figuraba uno de Bordoli.
Este profesor de literatura, cuentista (publicaba sus ficciones con su
segundo nombre y su segundo apellido, Luis Castelli), y, si seguimos las
clasificaciones de los amantes de la heráldica patria, miembro de la
generación del 45, formaba parte del grupo de escritores y críticos que
publicaba la revista literaria
Asir, de la que se
aparecieron 39 números entre 1948 y 1959. El director de la revista era
Washington Lockhart, otro ensayista que mereció la consideración de Real
de Azúa. La cita es útil por la afloración del nombre de Rama, crítico
en aquel entonces en ascenso, editor y juez tonante de las letras
uruguayas, que adquiriría prestigio olímpico a lo largo de la década de
1970.
Como se sabe, el mundo va de mal en peor y el fin
de los tiempos se aproxima, de manera que no es de extrañar que hoy nos
hagan falta ensayistas como Lockhart, Real de Azúa o Bordoli, no tanto
porque uno esté de acuerdo con lo que proponían, sino simplemente por el
temblor que provoca esta pánica llanura. La crítica uruguaya adquirió en
aquellos años fama de seria, aunque en ese sentido quizá lo fue solo por
carecer de aptitudes para la sonrisa. Curiosamente se encuentra hoy más
sustancia en los que no prosperaron en el camino de la gloria que en
quienes fascinaron a sus contemporáneos pero se han vuelto ilegibles
hoy. Probablemente el poder —de promoción, de censura— de algunos
críticos de los sesenta tuvo relación con la posesión de medios de
producción, es decir, editoriales.
El nombre de Bordoli, que fue víctima de la
cartografía crítica de los sesenta, no atravesó los años setenta. Ángel
Rama escribió que la gente que se reunía para editar la revista
Asir tenía “una nutrición intelectual arcaica, conservadora,
propicia a un inefalibilismo confuso”. Los acusaba de “convalidar los
derechos eternos e inalienables de la oligarquía nacional”, y agregaba:
“tal como puede comprobarse en la carrera cumplida por D.L. Bordoli,
quien fungió como uno de los jefes del grupo”. Todo un prontuario.
El problema, quizá, pensando en las limitaciones de
Rama para aceptar gente con creencias distintas a las suyas, es que
Bordoli se declaraba católico. Pero, ¿no habría que leer lo que escribe
un individuo, antes de preguntarle por sus afiliaciones? Antes de esa
mala acción de Rama (es decir, de su crítica de mala calidad,
autoritaria y sin fundamento), que ocurrió en 1972, la editorial Banda
Oriental (1965) había recopilado los ensayos de Bordoli sobre una serie
de asuntos literarios bajo el título de “Los clásicos y nosotros”, un
librito valiosísimo por una serie de motivos que son los mismos que nos
colocan lejos de las cumbres que algunos tuertos insisten en
describirnos como el paisaje uruguayo.
Una de las columnas de Bordoli se titula “De la
admiración”, y parece perfectamente aplicable a lo que ocurre hoy,
50 años después de haber sido publicada, en nuestro medio
cultural. Quizá porque el mundo no cambió, o quizá porque se trata
justamente de una observación típica de un clásico: algo que define una
esencia que no cambia con facilidad, y por lo tanto puede ser
aprovechado a lo largo de mucho tiempo. Cuando uno compara los textos de Bordoli y de Rama, ve que este último se ha vuelto completamente
insustancial, y el primero mantiene el vigor original. Se podrá discutir
si ese vigor era mucho o poco, o si está equivocado o no. Es decir: se
puede discutir con Bordoli, cosa difícil de decir de quienes lo
defenestraron. Su artículo comienza así:
“Cuando en 1949 la revista Asir organizó un
concurso de cuentos para escritores nacionales no
mayores de 25 años [uno de los jurados dijo:]
"No se ve en estos escritores jóvenes ninguna influencia —sea en el tema
o en el estilo—, ninguna imitación de escritores nacionales o
extranjeros, ni de antiguos o modernos. Es que no han leído nada. Nada
de nada". En efecto, esta primera sospecha ha sido acompañada en
concursos posteriores por una insistente confirmación.
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En plena juventud, cuando el sentimiento de la
admiración debe ser más vivo; y cuando no solo es habitual sino fatal la
imitación, se asistía al espectáculo extraño de la formación de un
escritor que busca imponerse sin haber leído profundamente a ninguno.
¿Se trataba de preservar la originalidad? No era ese el caso. Pues salvo
una docena de trabajos destacables, el resto que llegaba a más de un
centenar se mostraba notablemente uniforme. Todos escribían de la misma
manera. La ley imperante acerca del estilo era no poseer ninguno”.
No conviene apurarse a condenar a Bordoli por esa
visión que parece defender el adocenamiento o la afiliación a corrientes
predefinidas. Hay que recordar que está refiriéndose a escritores
jóvenes. Lo que le llama la atención es que los jóvenes no imiten a
nadie. La conclusión del jurado citado y del propio Bordoli es que esos
jóvenes no estaban influidos por
nadie porque no leían a nadie. Simplemente reclamaba una mayor
formación de los jóvenes. Más adelante en la nota cita al héroe del
grupo Asir, Líber Falco: “Esta
es una generación que no sabe admirar”. Esta nostalgia por la admiración
es un recurso retórico que Bordoli emplea para criticar lo que veía como
el mal de ese tiempo: la
fascinación, que define como “una forma degradada del sentimiento de
admiración”:
“El fascinado es, propiamente, un alienado. Vive en
otro, por otro, para otro, abolido como conciencia libre”. No admirar,
dice, es negar “la primera ley fundamental del progreso de la
inteligencia: la de indagar afuera, la de asombrarse; la ley que permite
relaciones atractivas, inesperadas, acerca de los hechos y las
personas”.
Parece que este hombre afectado, al decir de Rama,
por su nutrición intelectual arcaica y conservadora veía, hace medio
siglo, lo que hoy parece ser el panorama dominante no solo en las letras
sino en todas las áreas de la cultura.
El tono admonitorio, drástico, sentencioso y de
vuelta de todo, característico de la crítica uruguaya, parece certificar
la verdad de la observación de Bordoli. Si uno examina la producción de
Rama (para seguir con quien tan duro fue con nuestro autor), encontrará
indefectiblemente un tono de seca sapiencia de vuelta de todo, y un
inocultable temor cerval por el asombro.
Al contrario que el asombrado, dice Bordoli, “el
fascinado siente su imposibilidad de ser”. La religiosidad de Bordoli,
claramente inadmisible para la intelectualidad en ascenso de los
sesenta, aporta elementos que una inteligencia menos dogmática puede
aprovechar. Al final de su artículo Bordoli deja la palabra a Gabriel
Marcel: “La admiración está ligada al hecho de que algo se revela en
nosotros. Las ideas de admiración y revelación son en realidad
correlativas. Mediante ellas yo reconozco un cierto absoluto”. Claro que
para aquella crítica deíctica de los sesenta y los setenta, el Absoluto
(aunque se tratara de “un cierto absoluto”) era inaceptable, porque el
arte y la cultura eran meras superestructuras. Hoy pasa otro tanto: si
en aquellos años el objetivo era la liberación de América Latina (que
nunca ocurrió, incluso después de que en todos los países del continente
se instalaron gobiernos de izquierda), hoy es una agenda de derechos de
género y un paquete de identidades y mañana será lo que sea que una
armada de apparatchiks reblandecidos decrete que acatemos.
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