Difícil uno
Nicolás es
un
barbero que con su
amigo, el cura Pero, se pasa un capítulo entero revisando la
biblioteca de don Quijote en busca de la causa de su locura. En cierto
momento el cura menciona un libro que allí no se encuentra: Orlando
furioso, de Ludovico Ariosto, del que elogia el original italiano y
condena a la hoguera su traducción castellana. Nicolás, entonces, dice
algo extraordinario: “Lo tengo en italiano, pero no lo entiendo”.
¿Por qué querría alguien
conservar algo que no entiende?
Para Nicolás está claro que él
no entiende porque no sabe. Si lograra acceder a cierto conocimiento (en
ese caso, el idioma italiano), la dificultad desaparecería.
Cervantes leía en italiano,
entre otros motivos porque había vivido en Italia, pero probablemente se
las habría arreglado de todos modos para conocer el idioma que había
dado tanto a la poesía. El escritor tenía un interés profesional. El
comentario de Nicolás es una recomendación de Cervantes: hay que esperar
a estar listo para cada libro.
A los quince años yo quería leer
Orlando furioso aunque nadie me había hablado del libro. Mi
interés había empezado por una pintura de Tiziano bastante simple e
impresionante, que se conoce como “Retrato de Ariosto”, aunque se sabe
casi con certeza que el modelo no fue el poeta. Es una pintura que
innova el arte del retrato en varios aspectos, tanto compositivos
(mediante una puesta en abismo del encuadre) como de la proxémica del
modelo (una torsión que relaciona el plano de la tela con el eje
transversal de las miradas, tanto de la figura como del espectador).
Busqué en alguna enciclopedia aquel nombre, para saber a quién podía
pertenecer un gesto tan airado. Resultó que no era un príncipe ni nadie
poderoso, sino un poeta que había escrito un libro con un título
notable. Mi ánimo adolescente, en los tiempos en que nuestros ceñudos
gorilas se empeñaban en meter fierros entre los engranajes del tiempo,
entendía perfectamente que un poeta escribiera acerca de la furia de un
individuo. Claro, mi mala lectura había empezado aun antes de acceder al
texto: furioso, me parecía, era alguien enojado y gritón, pero, si bien
el pobre Orlando ciertamente se enoja y grita, su furia es locura de
amor por Angélica. Olvidé el libro hasta que su lomo de diez centímetros
se me echó encima una tarde, en una librería. Caramba, bastante bueno
era que alguien escribiera sobre la furia del tal Orlando, pero que
escribiera mil páginas significaba que se trataba de un furia digna de
ser leída.
Lo compré. Traté de avanzar a
través del primero de sus cuarenta y seis cantos. Imposible: las frases
parecían construidas por un disléxico, aunque era bastante probable que
el problema fuera responsabilidad del traductor, el tal Jiménez de Urrea
que Cervantes habría mandado quemar. Una vez que desentrañaba el sentido
de los versos, la abundancia de nombres y de referencias históricas y
mitológicas me obligaba a ir a las notas por lo menos una vez por
página. Para aumentar la incomodidad, las notas no estaban al pie de las
páginas, sino al final del libro.
Mis tenebrosos profesores de
literatura no sirvieron de mucha ayuda. Uno de ellos, que solía ser
convocado por los curas para pronunciar discursos en las festividades
cívicas, tenía una oscura obsesión por La leyenda patria y una
incapacidad radical para expresarse mediante los instrumentos que la
naturaleza ha provisto al ser humano para emitir la voz; él ladraba. De
manera que no hizo comentarios a mi insinuación de una orientación para
la lectura del Furioso; apenas mostró los dientes. Quizá el móvil
principal de los personajes (el deseo unánime, desenfrenado,
ininterrumpido, ubicuo, por Angélica) lo dejaba mudo. Al año siguiente,
una simpática profesora, mucho más parecida a un ser humano, me
recomendó lecturas más actuales y —dijo— cercanas, pero en ese
momento no fui capaz de entender la expresión de su mirada. Sospeché que
ella no había leído la obra de Ariosto —habría aprovechado aquellos
desbordes—, y en todo caso no era en absoluto una Angélica que me
hiciera abandonar la intención de leer para dedicar mis energías
juveniles a otros menesteres.
El libro permaneció en mi
biblioteca. Cada invierno me asaltaba un amor súbito por Ariosto, corría
al anaquel, abría el libro y descubría que seguía siendo más o menos
ilegible. La situación me inquietaba, porque lo que yo había ido
aprendiendo acerca de la ilegibilidad era que con los libros las cosas
funcionan al revés: empiezan siendo legibles y se vuelven
ilegibles con el paso del tiempo.
Por ejemplo: yo había leído
Han de Islandia, de Victor Hugo, cuando tenía doce años, y ya a los
dieciséis me había resultado intransitable. En ese tiempo, en cambio,
leía Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez, que a los
veinte se convirtió en tan impenetrable para mi entendimiento como una
piedra de magnetita para un rulo de manteca. Sí: a los veinte estaba
sumergido en Hacedor de estrellas, de Olaf Stapledon, devenido
chatarra a los treinta. Es que a los treinta leía los Diarios de
Anaïs Nin, vuelta insoportable a los cuarenta.
Pero Orlando furioso
había empezado siendo ilegible, y pasado el tiempo había seguido más o
menos en el mismo estado, aunque misteriosamente cada visita permitía la
chispa de una octava clara como un cielo de marzo (el libro se organiza
en estrofas de ocho versos). Como sea, yo lo conservaba en un estante,
como el barbero Nicolás. Empecé a creer que, si tuviera algo de tiempo
—quince días, a razón de tres cantos por día, en una pousada con
pensión completa y habitación con terraza sobre la Playa 3 del Morro de
Sao Paulo, por decir algo—, podría aprovechar su lectura.
Un invierno, por fin, se me
ocurrió que si supiera italiano tal vez podría seguir el consejo de
Cervantes. Después de todo, se dice que Schliemann aprendió griego
leyendo La Ilíada. ¿No podría yo —pensé, veinticinco años después
de haber comprado el libro— aprender italiano leyendo el Orlando
furioso?
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No, no aprendí italiano leyendo
el Furioso, pero aprendí a leer el Furioso leyéndolo en
italiano. Más de treinta años después de haberlo intentado por primera
vez, pude entenderlo. Ahora retengo la lectura, demoro en terminarlo,
porque descubro en cada ocasión que el mundo está todo el tiempo en
génesis.
Pasó demasiado tiempo como para
que recuerde dónde estaba la dificultad de Orlando furioso. Lo
que sé es que la dificultad era mía. Era un escollo que no estaba en la
cosa.
Difícil dos
Una alumna de liceo lloraba en
una habitación vecina. Me acerqué, conmovido por la angustia que
expresaba. Como en una escena de folletín del siglo XIX, se encorvaba en
una silla, con unos papeles arrugados en la falda, la tinta de las
cuartillas acuarelada por sus lágrimas. “¿Qué pasa?”, pregunté. “No
entiendo, no entiendo, no entiendo”, lloró, extendiéndome las hojas
maltratadas.
Eran apuntes que el profesor
de literatura había repartido a sus alumnos. Este es el párrafo que
hacía llorar de impotencia a la adolescente:
Por lo tanto parece harto trabajoso y tal vez
estéril el esfuerzo orientado a deslindar un criterio absoluto que sirva
de punto de referencia supuestamente objetivo con respecto al cual
resulte factible evaluar con precisión indiscutida el desplazamiento
sufrido por la novela contemporánea.
La imposibilidad de leer esa
fantástica frase la convierte en una explicación bastante clara de
algunos problemas de la educación actual. Una
persona normal, sometida a semejante maltrato, luego de un proceso de
angustia, impotencia, rabia y asco, opta por abstenerse de cualquier
tarea académica. Es decir, se convierte en “mal alumno”.
La dificultad, en ese caso, ha
sido creada por el profesor. Donde muy probablemente no había escollos,
el profesor vino a colocar uno en el camino de la alumna. Quizá un
contacto más directo con la materia de estudio no habría planteado
ninguna dificultad. Si se trata de mostrar algo con respecto al cambio
entre novelas de dos períodos históricos, ¿por qué no dar a leer las
novelas, y que los estudiantes saquen sus conclusiones, en vez de
intentar cocinar sus neuronas con frases desquiciadas?
En un
ensayo sobre la dificultad, George Steiner hace una clasificación en
tres (o cuatro) categorías. Un tipo común de dificultades es el que
llama “contingente”. Las experimentaba Nicolás, que no sabía italiano;
llegado el momento, si aprende el idioma, esas dificultades
desaparecerán. Las dificultades contingentes son las que trata de
atacar la educación escolar: ortografía, gramática, aritmética, datos de
historia, geografía, biología. En suma, correspondencias entre hechos y
signos. Noticias, asunto para Wikipedia.
Una segunda clase de dificultad
(que Steiner llama “táctica”) tiene que ver con la voluntad del autor de
oscurecer su obra. En general esa intención tiene motivaciones
políticas: por ejemplo, en tiempos de tiranía algunos artistas
construyen unos universos de difícil interpretación. El cine de Carlos
Saura durante la dictadura franquista, por ejemplo, era deliberadamente
difícil. Al no hablar directamente de algunos asuntos, la densidad
metafórica de esas obras es anormalmente alta, lo cual multiplica la
riqueza de significados. Cuando el artista no necesitó ya oscurecer su
obra porque había terminado el peligro, sus películas cambiaron
radicalmente y en buena medida dejaron de tener el mismo interés. Es un
asunto interesante, porque uno sospecha que buena parte del sentido que
los espectadores identificaban en aquellas películas en realidad no
estaba en las películas sino en los espectadores.
La dificultad táctica también es
política cuando se trata del trabajo de un falsario que introduce
dificultades para colocar su obra en un lugar de difícil acceso. Esta
clase de dificultad, programada para impresionar al público, es la que
empleó el profesor de literatura cuando redactó su frase delirante. Se
trata de una actitud éticamente reprobable; aplicada para atacar a unos
alumnos es ya un caso criminal.
Las dificultades más
interesantes son las que Steiner llama “modales”: ante la lectura, no
logramos estar seguros de qué nos está diciendo realmente el texto.
Dudamos entre varios sentidos que nos sugiere la obra. Es el caso de
obras que fueron muy populares en el pasado (como la de Ariosto) pero
que ahora nos cuesta años apenas entender racionalmente, y nos resulta
imposible acceder a una comprensión inmediata. Cuando se despejan las
otras dificultades (después que uno aprende el idioma, conoce los
personajes y las costumbres, se adecua al estilo) las auténticas, puras,
gozosas dificultades aparecen en todo su esplendor. Atacar estas
dificultades debería ser el objeto de la educación, pero probablemente
los diseñadores de políticas educativas están acosados por graves
dificultades contingentes.
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