Pocos días
después de la muerte de
Gabriel García Márquez,
un escritor uruguayo
hizo un comentario en su columna radial semanal, acerca del valor de la
obra del fallecido. Un resumen de lo que dijo podría razonablemente ser
el que sigue:
García Márquez escribió algunos buenos libros a partir de Cien años
de soledad, pero luego de El amor en los tiempos del cólera
ya no produjo ningún libro a la altura de aquellas novelas. Comenzó su
carrera siendo un mal escritor, y la terminó siendo pésimo. [Al final de
su espacio, recomendó la lectura de tres novelas, para quienes no
conocen la obra del escritor: las dos mencionadas y Crónica de una
muerte anunciada. Acerca de la misteriosa decadencia de la calidad
literaria de su trabajo de los últimos 30 años, el especialista
aventuró la hipótesis de que el escritor había dicho todo lo que tenía
para decir antes de 1990. (La grabación de la columna está
disponible aquí).]
La columna, de una duración de
30 minutos, abunda en otras consideraciones que tienen que ver con
el contexto histórico y cultural del escritor. Al día siguiente de la
emisión del programa, una oyente publicó un comentario en Facebook. El
comentario tenía un error, pero el contenido es lo menos importante. De
inmediato varios de los amigos de esta usuaria de Facebook expresaron su
solidaridad propinando en grupo la siguiente golpiza al conductor del
programa de radio y al columnista (se consigna solo la lista de
epítetos):
mediocre, frustrado, disfrazado de intelectual, narcisista, pedante,
pobre tipo envidioso, se cree superior, no lo conoce ni la madre, hijo
de canalla, escritorcito, pigmeo, tipo de temer, peligroso, tonto,
boludo, enano, canalla,
Eróstrato.
¿Qué irritó tanto a esas
personas, que necesitaron insultar y agredir al columnista y al
conductor del programa? Si se examina con cuidado la lista de diatribas
y las frases en las que se insertan (que ahorramos al lector), parece
claro que lo que molestó a algunas personas fue que se dijera que García
Márquez no produjo una obra sublime, perfecta y absoluta, sino que tuvo
momentos buenos y momentos malos. Parece que lo más importante no es la
obra sino la figura del autor.
Uno podría (o querría) creer que un espacio como
Facebook, donde las personas pueden expresarse libremente a través de
innumerables formatos, permitiría esa "situación ideal de habla" que
definió Jürgen Habermas: una comunidad de intercambio de ideas, de
confrontación racional, de argumentación fundada, en la cual la
situación sociocultural de los hablantes carece de importancia. Pero
como se ve, el mecanismo que comenzó a funcionar en esa discusión de
Facebook fue típico del accionar de una horda.
Mientras Atila no se paró a conversar con nadie, le fue bien: acercarse,
arrasar, alejarse.
El día que aceptó hablar
tuvo que retirarse para siempre sin pelear.
La acción de la horda de Facebook consistió justamente en impedir que
llegara a configurarse una situación ideal de habla. Algunos de los
insultos que se profirieron durante la discusión, como "disfrazado de
intelectual", "escritorcito", "no lo conoce ni la madre", "Eróstrato",
manifiestan gran maestría para la síntesis imprecatoria. Colocan al
oponente en cierto lugar social desde el que se supone que opera con
frustración personal y profesional. Mientras tanto se impide escuchar
razones a quienes son testigos de la discusión.
En determinado momento del intercambio en Facebook uno de los agresores
pregunta por los motivos para sostener determinado punto de vista, y
cuando se explica que justamente la profesión del columnista es la de
crítico literario, con estudios de posgrado en la materia, uno ya cayó
en la trampa, porque el otro se defiende diciendo que él es apenas un
lector común, y la discusión se empantana en cuestiones como la
legitimidad que puede tener un doctor en letras para hablar de
literatura y el derecho de los lectores sin formación académica a dar
sus puntos de vista. Es decir, se insiste en atender las circunstancias
socioeconómicas del interlocutor, y no su discurso.
Toda racionalidad queda alegremente perdida, y vuelve, por milenios
incansable, el argumentum ad hominem.
El problema de no existir
No existir es un asunto preocupante, aunque en ocasiones puede llegar a
ser un alivio, como sostienen algunos suicidas. En términos generales
pensar en demasía acerca de la propia inexistencia no tiene
consecuencias muy edificantes.
Algunos pueblos desarrollaron una estereo-angustia acerca de la
inexistencia: metidos entre dos nadas, les preocupaba no solo a dónde
vamos sino de dónde venimos. La reencarnación y la ley del Karma
resuelven el asunto, del mismo modo que el infierno y el empíreo
solucionan las angustias cristianas. Los paganos tenían una versión del
más allá bastante horripilante: para ellos, estar muerto era francamente
un desastre lamentable, y para explicarlo convertían la inexistencia que
se produce con la muerte en algo más sutil: una existencia vaga, una
brumosa sombra semiconsciente, constituida por el dolor perenne de
saberse casi nada hasta el fin de los tiempos. En realidad la
inexistencia es inimaginable; lo horrible es constatar que nuestra
existencia es desleída.