Náufragos
En 1980,
una muchacha inglesa
llamada Lucy Irvine contestó el siguiente aviso publicado
por la revista Time Out:
"Un año en una isla desierta tropical. Se necesita "esposa" de entre 20
y 30 para acompañar hombre de más de 35".
El autor del aviso, Gerald
Kingsland, era un inglés de 49 años que escribía cuentos de ciencia
ficción con el aire cosmogónico (o delirante) de un Olaf Stapledon. Había
sido editor de Mayfair, una revista inglesa parecida a una cruza
entre las Playboy y Penthouse estadounidenses, oficio que
abandonó para cultivar vides en Italia.
Lucy había sido algo así como
una rebelde desde los 11 años, edad que tenía cuando escapó de la
escuela por primera vez, aunque en ese entonces era empleada de una
oficina de la entidad recaudadora de impuestos. Fue la elegida de
Kingsland entre casi 60 mujeres que contestaron su aviso.
Uno de los problemas que
debieron enfrentar los futuros isleños fue la dificultad para encontrar
una isla desierta. Kingsland había pasado una temporada en la isla del
Coco, en territorio costarricense del pacífico, con dos de sus hijos, y
también en la isla Robinson Crusoe del archipiélago de Juan Fernández,
en territorio chileno, esta vez con una chica Viernes, pero en ambos
casos las islas, aunque con poca densidad, estaban habitadas.
Alguien les dijo que Australia
tenía un programa de colonización de territorios vacíos. Allá fueron
Gerry y Lucy, y efectivamente, el gobierno les consiguió una isla
desierta: Tuin, una porquería sin agua dulce de dos mil metros de largo
y 500 de ancho, cerca de dos islas grandes (Badu y Moa, cuyos habitantes
aborígenes salvarían sus vidas varias veces), a medio camino de
Papua-Nueva Guinea. Pero para darles el permiso para colonizarla les
exigió que se casaran.
Lucy escribió Castaway,
que se publicó en 1983, y Gerald escribió The Islander, publicado
un par de años más tarde. Ambos cuentan la historia de los 13 meses que
pasaron en Tuin. En 1986 se produjo una linda película, Castaway,
con un extraordinario Oliver Reed (¿cómo un actor puede hacer siempre,
todo, de manera extraordinaria?) como Gerald y una ajustada Amanda
Donohoe como Lucy.
Isla desierta tropical: poca
ropa. Lucy estaba siempre desnuda, pero no le concedía a Gerry el
beneficio del amor. Gerry, un individuo sensual, era al mismo tiempo
respetuoso de los espacios del prójimo: el sexo ocurrió solo cuando Lucy
quiso, casi un año después del desembarco en la isla. La estadía se
convirtió en una tortura erótica para el varón y en una tortura
existencial para Lucy, que esperaba que su compañero fuera un individuo
responsable, que se ocupara del refugio y la comida, y no de escribir
libros sobre viajes interestelares.
Kingsland murió en 2000 y Lucy
vive en una casa rodante en un terreno de Escocia que compró con los
ingresos de su libro sobre esa aventura. Desde entonces ha publicado
otros dos libros de crónicas (Runaway, sobre su adolescencia, y
Faraway, sobre un matrimonio de náufragos voluntarios, como ella,
que la contrataron para que escribiera su historia), además de una
novela y un libro sobe el cultivo de cerezas.
Ni una mujer
Hace notar el crítico John
Mullan que la primera novela inglesa, Robinson Crusoe (el título
original es agotadoramente largo), está escrita en primera persona,
hecho del cual extrae interesantes conclusiones acerca de la historia de
las literaturas nacionales. Resumiendo un poco brutalmente, la idea es
que algo nace cuando un yo decide empezar a hablar. Al mismo tiempo, es
claro que la novela habla de la vida de un personaje (Crusoe pasa 28
años en la isla, es decir, positivamente una vida) y de una peripecia
radical (la construcción de una supervivencia).
La literatura de naufragios
será, desde entonces, la novela evangélica. La salvación es el tema
explícito, y la virginidad del mundo del náufrago da la oportunidad para
que el yo del autor exprese su ideal del mundo. El pastor suizo
Wyss escribió, un siglo después de Defoe, su Robinson suizo,
pieza clave para desentrañar el género. Pues si es plausible que un
inglés, isleño él mismo, súbdito de un imperio global, imagine un héroe
naufragado capaz de esclavizar a un aborigen sin que éste lo perciba,
parece delirante que a un suizo se le ocurra que alguien se pierda en
una entelequia tan extravagante como una isla desierta. Pero a Wyss le
interesaba sobre todo la metáfora del mar, sustancia de cuya realidad no
tenía una idea demasiado clara.
Jules Verne, el más prolífico
inventor de naufragios, admiraba sin límites el libro de Wyss, al punto
que llegó a escribir una continuación de la historia. Varias de sus
novelas tratan de naufragios, y algunas son explícitas parábolas acerca
de la posibilidad de construir una sociedad armónica. Dos años de
vacaciones, Escuela de Robinsones, Los hijos del capitán
Grant, Los náufragos del Jonathan, El faro del fin del
mundo, Naufragio del Cinthia, y especialmente La isla
misteriosa, dialogan con los libros de Defoe y de Wyss.
La isla es el ambiente ideal
para construir un relato filosófico: Thomas More colocó allí su
Utopía, Wyss quiso educar a los jóvenes, y el inglés Ballantyne
multiplicó por tres a Crusoe en su La isla de coral, donde sigue
a Defoe en sus consideraciones edulcoradas sobre la supremacía del
cristiano blanco, asunto que convenció a miles de maestros del imperio
de su valor educativo. Pero en ninguna de esas historias se logra la
sociedad ideal. Falta algo, lo cual es bueno, ya que mantiene andando el
relato. El problema es invariablemente traído de afuera: bandidos,
piratas, caníbales, incluso en el libro que más se acerca a la
construcción de una sociedad ideal, La isla misteriosa, de Verne.