Relato, pasión
Mi desconocimiento del fútbol no es
nuevo: nació hace décadas en alguna de las cuatro canchas de fútbol del
colegio Maturana, donde aprendieron a jugar Morena y Francescoli (con
este último probablemente me medí en la infancia más tierna, seguro con
desventaja, y quizá esa fue una causa temprana de mi desinterés por ese
noble juego). No sé nada de fútbol y no me importa no saber. En el
fondo creo que acerca del fútbol no se puede saber más que jugar. Todo
lo demás es una sarta de idioteces aburridísimas, indefectiblemente
proferidas por individuos que enronquecen la voz.
Me llena de desánimo que alguien se refiera a Maradona, a Messi o a Pelé
como genios. Es parecido a decretar genial el zarpazo de la leona
que rompe el cuello de la cebra. A la leona no puede salirle mal el
zarpazo, puesto que ese acto es esencial a su ser, del mismo modo que
Maradona o Messi no pueden perder una pelota cuando atraviesan un campo
minado de piernas rivales. Mirar un partido de fútbol donde hay
jugadores como esos se parece a mirar un documental sobre depredadores
de la sabana.
Me sorprende que haya personas inteligentes que creen, con una fe más
inconmovible que la de Santa Ágata, que hay algo universal en ese juego
específico, haciendo oídos sordos y ojos ciegos a las realidades del
béisbol cubano, el fútbol estadounidense y el cricket de la India. Los
juegos son juegos y son agradables y hasta esenciales para el ser
humano, pero son arbitrarios. Da perfectamente igual el fútbol, el
cricket o el softball, especialmente a la hora de explotar a quienes se
les disuelve el cerebro ante su contemplación. Los juegos dejan de ser
juegos cuando hay más gente que mira jugar que gente que juega. Entonces
aparece el relato.
Como se sabe, la esencia del relato (no el relato de un partido de
fútbol, sino el relato en general, la relación de unos hechos, el
cuento) es que hay uno que quiere algo (el protagonista, es decir, mi
equipo, o los Nuestros) y hay otro que se lo impide (el antagonista, es
decir, el otro equipo, o los Otros). El juego deja de ser juego y se
convierte en relato cuando mi rol se limita al de espectador. En este
punto suele aparecer una palabra clave: pasión. Cuando se
despierta una emoción tan intensa que puede designarse con esa palabra,
entonces debe haber algo terrible acechando al costado del sofá o detrás
del televisor. Las fuerzas que ponen en movimiento esa pasión futbolera
son las mismas que mueve Corín Tellado, pero no se crea que hago
distinciones: también son las que pone en marcha Homero.
Pasión, personajes
En primer lugar, para que haya pasión los 22 personajes que intervienen
deben ser millonarios, o estar en el proceso agónico de convertirse en
millonarios. Ser rico es la única posibilidad de ser alguien,
especialmente en un grupo tan numeroso de personajes. Rico o famoso, lo
cual es lo mismo (por cierto, si usted es famoso y no es rico, usted es
un imbécil, porque alguien debe de estar quedándose con la plusvalía que
genera). El proceso de ascenso a la riqueza es equivalente al de
convertirse en un gran jugador de fútbol. No se trata de un asunto
banal: es la esencia misma del negocio. Ser millonario permite reafirmar
el rol tradicional del varón, y no es casual sino esencial que se dé
noticia de dónde y cómo viven las esposas y los hijos de los
futbolistas. Un adepto al fútbol no puede no saber cómo actúa, en
términos de jefe de familia, una estrella.
El universo macho del fútbol es por momentos patético. Desde las
eyaculaciones simbólicas de los jugadores antes de entrar en la cancha
(escupidas de inexplicable origen al entrar a la cancha o cuando
fracasan en una jugada de gol; ¿o son todos fumadores, sufren de
bronquitis crónica o sinusitis?), hasta el registro de voz forzado a la
baja de los comentaristas (en general hablan una octava más abajo de lo
que dictan sus naturalezas anatómicas) o las conmovedoras voces que
parecen mezcladoras de cemento, como las de Solé o Kesman, en este
último caso con una profusión de flemas que convierten sus relatos en un
contrapunto entre las cuerdas vocales y las oscuras cavidades de sus
tormentosas vías aéreas. Esta obsesión por un mundo varonil se agota en
la mera certificación de su virilidad. El fútbol es un juego homofílico
que aborrece de todo lo femenino. Como al mismo tiempo es un espacio
homofóbico, da toda la impresión de ser un espacio de exaltación de los
peores terrores del varón que se siente amedrentado por las mujeres.
Además de esta obsesión por la virilidad, las competencias
internacionales logran despertar otro horrible aspecto de las personas:
el odio a otros pueblos. El rechazo al diferente es natural, tal como lo
atestiguan numerosas investigaciones antropológicas, y las competencias
internacionales lo refuerzan. Todo este asunto de reafirmar roles
tradicionales, mantener latentes los terrores de los machos humanos, y
reforzar diferencias pasionales no puede sino favorecer las ventas de
cosas tan extraordinariamente inservibles como banderines, pelotas,
uniformes y juegos de computadora, además de espacios en los medios
masivos.
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Personajes, machos
Como aclaré desde la primera línea que no sé nada de fútbol, todo cuanto
diga puede ser archivado sin necesidad de introspecciones dolorosas. Lo
cierto es que justamente cuando Luis Suárez mordió a un italiano yo
estaba en la ciudad de Nueva York, que es la ciudad más adecuada para
prestarle atención al fútbol masculino de Estados Unidos. Mexicanos,
puertorriqueños, hondureños, ecuatorianos, argentinos y uruguayos
mantienen vivo el juego que para el resto del país es una especie de
delirio de las niñas de los suburbios.
El New York Post, diario no carente de oportunismo, tituló en
grandes caracteres en su contraportada: "EATALY!", con fotos de Luis
Suárez y del italiano del menú. Buen titular: el astro muerde y su
equipo se come a Italia. El titulador seguramente es puertorriqueño. A
un yanqui no se le ocurre que "comer" pueda tener alguna relación con
ganar un juego. En ese entonces nadie sospechaba que la sanción iba a
ser tan terrible.
En esos días calurosos del norte yo desayunaba diariamente en una café
atendido por mexicanos. Mi camarero me recibía con un bagel
tostado, un café y las noticias sobre Suárez. Yo no sé nada de fútbol,
pero hay cosas fáciles: ante un mexicano de Nueva York ser uruguayo es
equivalente a tener un posgrado en fútbol. Cualquier dislate que yo
dijera iba a influir en sus loterías deportivas, de manera que por las
dudas seguí los consejos de Dale Carnegie: el mejor conversador es el
que no dice nada y se limita a escuchar. Pues bien, mi camarero me
informaba puntualmente de los asuntos concernientes a Suárez, que a mí
me disgustaban (no sé nada de fútbol pero no soy un imbécil), mientras
yo alentaba sus esperanzas mexicanas.
Pero lo cierto es que la mordida no tiene ningún efecto en el juego, tal
como quedó demostrado en el episodio de Suárez. En cambio, las
fracturas, los esguinces, los desgarros, todas las horribles lesiones
que se originan tanto en la carga del propio cuerpo del jugador como en
los encuentros accidentales o deliberados con otros, sí tienen una
importancia radical. Pero morder produce pánico; es un miedo viril. La
leyenda de la vagina dentata, difundida en varias comunidades,
pone de relieve el temor a tener relaciones sexuales con mujeres
desconocidas, extranjeras, o, digamos, de otros equipos.
Parece claro que morder es intentar castrar, especialmente en ese
ambiente hipervirilizado, lleno de escupidas rituales y voces en
sensurround. En ese momento, el jugador italiano no estaba impidiendo
nada ni estaba obstaculizando nada, salvo la afirmación de virilidad de
los uruguayos. La mordedura fue el intento de des-virilizar al oponente,
de castrarlo para eliminar la resistencia. Y tuvo éxito.
El gesto de Chiellini fue notablemente afeminado: despojarse de sus
vestiduras y mostrar su herida. Italia, con la mordida, quedó castrada,
y por eso perdió. Y por eso mismo, por castrar a un macho, por obligarlo
a mostrarse feminizado, Suárez fue castigado.
O para facilitar la negociación entre el Barcelona y el Liverpool.
Además de ser una actividad regida por el terror a las mujeres, el
fútbol es un negocio.
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