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Amir Hamed
ISSN 1688-1672

 


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          VEJESTORIOS Y CHÁCHARA INCLUSIVA

Carrera con obstáculos

Carlos Rehermann

Pero qué ordinaria la negra

Una muchacha negra fue obligada a pedir disculpas a un viejo blanco. Ninguno de los numerosos guardianes de las formas que nos supervisan a diario, que organizan concursos para mujeres poetas afrodescendientes, que premian a quienes tratan en sus obras los temas de la agenda de derechos, y que trabajan con denuedo, a diario, para clavar pictogramas hermafroditas en las puertas de los baños, ninguno de esos policías de la lengua y las formas ha roto el silencio.

La muchacha negra pidió disculpas sin que fuera necesario, porque un viejo blanco se molestó.

La muchacha es una atleta uruguaya, de nombre Déborah. Durante las olimpíadas de Río de Janeiro, Déborah fue entrevistada para un diario de Montevideo. Algunas personas se sintieron molestas por la manera de expresarse de la atleta. En la nota Deborah dice que ella es “una elegida”, que son pocos los que llegan a las olimpíadas y que es “una pendeja”, es decir, muy joven, lo que le asegura aun varios años de carrera.

En las páginas de internet donde se puede leer sus declaraciones, los comentarios de unos cuantos lectores  son elocuentes. Una usuaria que firma “Rubia Rubia” escribe: “que ordinaria y que poca humildad”; otro la renombra: “devorah ñery rodriguez”.

“Ñeri” es un apelativo que se hizo popular hace unos pocos años para significar “cómplice”. Se empleaba en un principio en ambientes del hampa, aunque ahora se usa ampliamente, con acepciones parecidas a “amigo” dentro de clases sociales marginales o simplemente pobres. “Ordinaria” y “ñeri” son señalamientos de clase, despreciativos, paradójicamente usados por personas que ni siquiera son conscientes de que no saben escribir correctamente las pocas palabras insultantes que emplean (qué sin tilde, el nombre de la insultada con minúscula y con error de ortografía, y griega para ñeri, ausencia de signos de puntuación). 

La referencia a la humildad tiene que ver con lo de “elegida”, porque se interpretó que la muchacha se considera especial. Bueno, no solo ella se considera elegida; también yo, entre muchos miles, así como el Comité Olímpico Internacional y la Asociación Internacional de Federaciones de Atletismo la consideramos elegida.

Pero la manera más uruguaya de pensar acusa al mejor de ser mejor, y defiende con dientes apretados la idea de que es mejor ser todos igualmente lentos, antes que reconocer que algunos son más veloces. Déborah es una elegida, ya que fue elegida por su desempeño en la pista de atletismo. Para minimizar el logro, se dijo que pudo participar en los juegos por las descalificaciones de atletas rusas por el uso de sustancias prohibidas. ¿Está mal que descalifiquen a unas tramposas? Si las descalificadas no hubieran consumido sustancias ilegales muy probablemente habrían perdido las pruebas que ganaron cometiendo fraude.

Es bueno que no se olvide que efectivamente Déborah fue elegida por sus méritos, y no por ser amiga, pariente o acreedora de alguien, motivo frecuente de los galardones nacionales que se apretujan en los ministerios. Pero se emplea una marca de clase, a la que se asocia el hecho de ser afrodescendiente, para descalificarla. La argucia se apoya en el hecho de que la muchacha empleó palabras y expresiones generalmente no publicadas (especialmente en el diario usualmente pacato en el que se publicó la entrevista: “pendeja” y “romper las bolas”). Por usar esas palabras, es “ordinaria”; por recordar que es “elegida”, le “falta humildad”. Lo dice gente incapaz de escribir correctamente tres palabras, que seguramente se cree mejor que Déborah, pero que considera que “humildad” es no decirlo.

Déborah trató de explicar que pedirle una medalla está bien, pero condenarla por no obtenerla es un poco exagerado. Cuando habló del por qué de su pobre desempeño en la carrera, explicó que ella no puede dedicar todo su tiempo al atletismo, que tiene que pensar en su futuro, y por lo tanto debe destinar algunas horas diarias a estudiar, porque en pocos años, cuando termine su carrera por razones naturales de edad, no tendrá ninguna clase de sostén económico. No reclamó un apoyo como el que sí se da en otros países a los atletas que obtienen medallas, sino que simplemente dejó constancia de un hecho verdadero.

Esto fue demasiado, pero no para el común de la gente, sino para las autoridades del Comité Olímpico Uruguayo, que aseguraron que la atleta es la más apoyada de todos y que recibe becas y dinero de empresas.

Las autoridades evitaron decir los montos que recibe la atleta, así como el dinero que esas autoridades reciben por su trabajo autoritario o autoritativo (a veces no resulta claro su carácter). Rápidamente la atleta pidió disculpas por sus dichos, una respuesta obligada y penosa, por injusta e innecesaria.

Si Déborah no hubiera pronunciado la palabra “pendeja”, probablemente la nota no habría merecido demasiada atención pública ni la reprimenda de las autoridades del Comité Olímpico Uruguayo. El periodista, al publicar esa palabra, sabía perfectamente que iba a caer mal entre buena parte de los lectores del diario. Quizá lo hizo para promover las ventas —¡un héroe de la empresa!—, o quizá, por motivos ideológicos o de clase, para poner a la pendeja en su lugar, cosa que consiguió, lamentablemente.

Yo aceptaría la versión de que puso esa palabra en la página siempre notablemente modosa del diario porque de esa manera refleja le verdad de la entrevista, si el periodista me asegurara que no cambió ninguna otra cosa de la conversación. Pero sí cambió algunas cosas. Por ejemplo, minimizó un aspecto importante de la nota, que define la ética de Déborah. Los periodistas vieron que durante la carrera la atleta sufrió un percance, que no quedó claro en las pantallas de televisión. Preguntada por algunos qué fue lo que le ocasionó un cierto enlentecimiento de su paso, dijo que una competidora le dio un codazo.

Los periodistas preguntaron: ¿eso fue lo que te perjudicó en la carrera? Con trasparencia y lealtad a la verdad, Déborah contestó que no. Se hizo plenamente responsable por su derrota, lo cual, me parece, es un rasgo destacable, que en la versión del diario desapareció.

Débora es mujer, joven y negra, y para peor, en lugar de pasarse el día entero en la pista de atletismo, estudia una carrera universitaria. ¿Pero qué se cree esta negrita?, diría la señora Rubia Rubia. Serios problemas que no resolverán las políticas inclusivas de los ministerios uruguayos mientras viejos varones blancos dirijan comités olímpicos y diarios.

Atrabiliario y deslenguado: ¡genial!

El fallecido tupamaro Eleuterio Fernández, asaltante social, senador, periodista y ministro, tuvo mejor desempeño en la literatura que en cualquiera de las otras disciplinas que practicó.

No es el caso analizar aquí su obra de ensayo, de memorias, proselitista o de ficción. En todos los registros dio muestras de maestría retórica y perspicacia narrativa. Es cierto que le gustaban los golpes de efecto un poco baratos, como cuando puso una granada sobre la mesa de un estudio de televisión, en plena trasmisión de un programa de entrevistas, para explicar que si los tupamaros habían abandonado la lucha armada no era porque no tuvieran los medios requeridos —a la vista estaba—, sino porque habían decidido cambiar de estrategia.

Su actitud permanente de agresividad, y con frecuencia menosprecio, por las ideas de sus oponentes, sumado a esos actos sorpresivos y extremos, lo definían como alguien de cuidado. Si uno se cruzaba con Fernández por la calle probablemente imaginara que en sus bolsillos cargaba algunos explosivos y sin duda varias armas de fuego, píldoras de cianuro y cuchillos de guerra. Un individuo peligroso que con frecuencia incitaba, desde sus cargos de gobierno, a que los ciudadanos se armaran.

Quizá porque era peligroso nadie protestó cuando salió a la venta su libro La fuga de Punta Carretas, que comienza así:

—¡¡QUIERO PIJAAA!!... ¡¡¡QUIERO PIJAAAA!!!

El libro es entretenido, pinta  a sus protagonistas como héroes sin que el lector sienta que es víctima de una operación de propaganda (y lo es), y quizá tiene en sus páginas algo de verdad, en medio de una descomunal acumulación de fantasía. Pero sus 200 páginas valen porque con ese comienzo el lector sabe que quien habla no tiene pelos en la lengua. Al mismo tiempo, establece el ambiente físico y humano con una economía y una precisión admirables. Es, probablemente, el mejor comienzo de libro de la historia de la literatura uruguaya.

El procedimiento se presta al fraude. Cuando alguien pronuncia algo impronunciable, su metadiscurso es: “estoy diciendo algo que no se puede decir”. Si uno sospecha que el fondo de su discurso contiene una verdad que nadie dice, el metadiscurso afecta a ese aspecto de lo que dice: como dice algo que no se puede decir, entonces está diciendo la verdad. Es obvio que se puede decir una serie de palabras prohibidas en determinados ambientes sin por eso decir la verdad, pero la fuerza de las formas enmascara el fondo.

Ese gusto por los efectos es además un recurso espectacular, característico de las acciones de los tupamaros, que hizo que todos quienes éramos niños en aquellos tiempos los consideráramos tan admirables como los héroes de la pantalla. De hecho, los tupamaros llegaron al gobierno solo para asegurar que los mismos de siempre —esos burgueses hijos de puta (yo también me animo a escribir algunas cosas)— se mantuvieran en el poder hasta hoy. Los que gobiernan han cambiado, pero los que mandan son los mismos.

Si uno observa las consecuencias de lo que dijeron una muchacha negra y un hombre blanco maduro, armado con granadas, se ve que si ella pronuncia “pendeja” tiene que pedir perdón; pero si él escribe “quiero pija”, lo nombran ministro.

La diferencia es que el resto de lo que dijo ella es verdad.

Déborah, atleta elegida, hija y hermana de atletas, será olvidada en pocos años, o quizá recompensada con algún mísero empleo público, por ser mujer, joven y negra. Toda la cháchara ridícula de los ministerios que obligan a pronunciar “todos y todas”, a las órdenes de viejos y viejas atrabiliarios y atrabiliarias, no empañan el fondo de la explotación más crasa y descarada, cínica traición a una lucha de décadas.

Ne deberíamos aceptar las disculpas de Déborah. Déborah no tiene que pedir disculpas: al contrario, debería levantar su dedo acusador —si el medio, mejor— contra los vejestorios inauditos que siguen poniendo en su camino las únicas vallas que ella no puede sortear.

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