Una tragedia y una fe
Los adeptos
a cultos satánicos creen
en Dios. Pero para muchos creyentes no hay diferencia entre un ateo y un
practicante de otra religión; cualquiera que no ame a su Dios (para
quien reserva la mayúscula) es un hereje peligroso que merece el
infierno y cosas aun peores. El ateísmo suele ser interpretado, por los
creyentes, como una estrategia del Diablo para combatir a Dios. Es así
que algunos ateos, que no creen en ninguna de ambas entidades, crean
cultos satánicos o se afilian a una iglesia del Diablo sólo para
combatir mejor la superstición. Claro que siempre hay hipersticiosos
dispuestos a creer cualquier cosa que se les ponga delante: Yahvé,
Satanás, flores de Bach, Reiki, Feng Shui, Wicca, Elfos, Iemanjá o los
Reyes Magos.
O José Artigas.
(Grandes cantidades de
adrenalina circulan torrentosamente en este instante por las arterias de
numerosos lectores, preparando el cuerpo para la lucha contra quien ha
proferido semejante atrocidad, y los ojos van para arriba, para
identificar el nombre del autor, mientras la mano corre hacia el
bolsillo en busca del zippo que encenderá la primera antorcha,
sospechando que tal afrenta sin duda debe de haber sido proferida por un
ser incapaz de dar su nombre, una alimaña que más valdría… Sí, ahí lo
pone, pero seguramente ese no es un nombre verdadero, sino un seudónimo
cobarde tras el cual se oculta, probablemente, un argentino tuerto, o
una vieja, o algo peor, si cabe).
Un primer logro es la unanimidad
de aceptación, pues o bien se aprueba a Artigas de manera radical y
absoluta, o bien es preciso hacer silencio, de modo que resulta
imposible saber si hay alguien que no está de acuerdo con algo
relacionado con el prócer. Esto obedece al modo como desde niños
aprendemos todo lo relacionado con el llamado “ciclo artiguista”, que
responde a una lógica religiosa que divide al mundo entre fieles y
herejes. No existe el juicio ni hay noticia de una alternativa: sólo es
admitida la loa. En segundo lugar, la narración tiene la forma de una
tragedia, lo cual empuja a los lectores a una empatía absoluta, parecida
a la que produce la historia de Jesús de Nazaret; en ambos casos el
fracaso personal es, a través de un proceso sacrificial, convertido en
éxito comunitario, y por eso, una vez decretados sus descendientes (por
algo es el Padre Artigas), le debemos todo. La comparación con una
figura religiosa no es vana ni apresurada: el lugar que ocupó el
campamento de Purificación, sede del gobierno de Artigas, ha sido
calificado como “lugar sagrado” por el intendente de Paysandú, y la
retirada de los partidarios de Artigas hacia el norte recibió el bíblico
apelativo de “éxodo del pueblo oriental”.
Piedra negra
Dentro de una mezquita en la
ciudad de Meca hay una construcción de piedra, muy antigua, llamada Cubo
o Kaaba (en árabe, al-ka’ba), en cuya esquina sudeste, por el
lado exterior, a un metro y medio del suelo, hay una piedra negra, de
textura brillante, que mide alrededor de 30 centímetros de diámetro. Un
marco de plata, de curiosa forma (parece una vulva), mantiene los trozos
de la piedra unidos. A lo largo del último milenio y medio, el
calentamiento producido por el fuerte sol de Arabia, un incendio y
ataques de vándalos y ladrones produjeron estallidos y roturas de la
piedra en más de una ocasión. Al parecer, en un principio era un sillar
más del muro de piedra, aunque su posición angular indica un carácter
especial.
Mahoma mandató el peregrinaje de
los fieles a Meca, al menos en una ocasión en la vida; la costumbre es
llegarse hasta el patio de la mezquita donde está la Kaaba, girar en
sentido antihorario, empezando por la esquina de la piedra negra, tocar
la esquina sudoeste con la mano y finalmente besar la piedra negra.
Según ha informado Mahoma, la
Kaaba data de tiempos de Abraham. Otros informan que se trata de un
lugar de culto muy anterior a la fundación del Islam, y que dentro de la
habitación cúbica se guardaban cientos de ídolos. La costumbre musulmana
de llegarse hasta allí no significa que los creyentes adoren la piedra
negra o el cubo de piedra, que simplemente son reliquias y símbolos de
la religión. Tal cosa sería idolatría, horrendo pecado. El buen musulmán
adora sólo a Dios. Lo mismo, hay que decir, pasa con los cristianos que
se arrodillan ante reliquias como uno de los sesenta dedos de san Juan
el Bautista, o alguno de los tres prepucios de Jesús, conservados en
iglesias cristianas: se reverencia el significado de la cosa, y no la
cosa misma (apenas un significante), dicen los entendidos.
Pero para los desgraciados
agnósticos de este mundo (¡Dios se apiade de ellos!) no resulta fácil
entender que el acto físico de besar una piedra no es un acto de
fetichismo. Una duda, no hay por qué decirlo, completamente atea. Sin
embargo, la indignación, el dolor y la reacción violenta que suele
provocar en los fieles la destrucción o falta de respeto a un símbolo
permiten dudar de que su carácter sea meramente simbólico.
En el año 2003, un equipo de la
Facultad de Humanidades de la Universidad de la República, integrado por
una historiadora y dos antropólogos, elaboró un informe de localización
del campamento de Artigas conocido como Villa Purificación. Hasta
entonces, salvo una consulta que los dictadores hicieron en 1975 a dos
profesores de historia, no se habían hecho exploraciones en busca de
restos materiales en la zona que, según la tradición local, había estado
el asentamiento. Se sabe que allí funcionó un campo de prisioneros,
donde los enemigos de Artigas eran sometidos a un proceso de
“purificación”, y de ahí su nombre, debido a un secretario de Artigas.
Para algunos, sin embargo, la cuestión de los presos es un asunto
marginal, cuya mención parece de mal gusto, ya que allí funcionó desde
1815 el centro del liderazgo artiguista de la llamada Unión de los
Pueblos Libres.
La única descripción del lugar
por parte de un testigo presencial es la de un escocés que fue a
visitarlo para reclamarle 1200 libras que, según decía, algunos
partidarios de Artigas le habían robado. Una persona sensible a las
reglas de la ficción huele el palimpsesto en su cuento del asalto. Por
cómo lo trató Artigas, con benevolencia pero sin hacerle el menor caso,
según cuenta el propio reclamante, el general tampoco se tragó el
cuento. Pero no hay por qué dudar de su descripción del rancho de
gobierno de Purificación: un fogón en el piso de tierra, un catre y un
cráneo de vaca como sillón de mando para el protector de los Pueblos
Libres.
En la zona estudiada por los
investigadores no queda sobre el nivel del terreno ningún rastro
material de aquel asentamiento. Ni siquiera las fosas y terraplenes que,
de la altura de un hombre, rodeaban la zona de prisión, permanecen en el
lugar. Los arqueólogos encontraron que la actual casa, en la que vive el
propietario de los campos, está parcialmente construida sobre antiguos
cimientos cuyos materiales concuerdan con los que eran de uso común en
tiempos de Artigas, unos ladrillos grandes. Pero los investigadores
evitan ser concluyentes y recomiendan realizar estudios más profundos.
El que ellos realizaron tuvo un costo de 10.000 dólares, que parece
escasísimo para la extensión y profundidad de trabajo que se requiere.
Sin embargo, es convincente el hecho de que el mejor lugar de la zona
es el que eligió el estanciero para construir su casa el siglo pasado;
del mismo modo, seguramente, procedió Artigas, que sabía elegir bien los
lugares donde ubicarse en el territorio, de manera que es probable que
haya estado, también, en el mejor lugar de la zona.
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Basado en el informe de los
investigadores, y de textos y aportes de numerosos entusiastas de la
“gesta artiguista” (otra denominación de uso común que hace pensar en
una estructura mítica, lo mismo que el título debido a Zorrilla de San
Martín, “La Epopeya de Artigas”) el parlamento votó una ley que declara
patrimonio de la nación las tierras que rodean la actual casa de la
estancia, y recientemente se decretó la expropiación. Los uruguayos
hemos encontrado nuestra Meca, en forma de casa patricia de 32
habitaciones. No hay rastros de piedras negras, pero en eso estamos.
Monomito
Las bestialidades horrorosas que
nos fueron conformando como nación encontraron en el Artigas narrado por
la historia un freno notable: la nobleza de miras de su discurso y su
existencia previa a los partidos políticos lo colocaron en el rol de
figura civilizadora, paradojalmente después de que sus enemigos lo
habían acusado de bárbaro y salvaje. Como héroe, Artigas cumple con
todos los requisitos que establece la estructura de lo que Joseph
Campbell llama, en un préstamo de Joyce, monomito. El modelo
puede leerse en su libro El héroe de las mil caras, muy apreciado
por los guionistas de Hollywood desde que George Lucas aseguró que el
libreto de La guerra de las galaxias se basa en el monomito.
Nacido en el correcto mundo de
los criollos prolijos, recibe un llamado superior que lo impulsa a
atravesar una frontera iniciática hacia otro mundo: pasa sus años de
juventud en tierras salvajes, llenas de magia, de bandidos, de
comunidades ancestrales, de variadas poblaciones. Como en el caso de
Jesús, no conocemos realmente los detalles de su educación, en esa
primera etapa luego de haber pasado al otro mundo; desde allí comenzará
un ciclo de superación de pruebas sucesivas y contactos con deidades y
tentaciones, para liderar un gran movimiento de imposición de la
justicia. En viaje termina cuando se aposenta en Paraguay. Allí, sereno,
se manifiesta, tal como enseña Campbell, como maestro de ambos mundos,
perdida toda ambición por este mundo, pero al mismo tiempo fuente de
sabiduría paternal. El fracaso es, como en Jesús, un arma mortal para
sus enemigos, porque resulta ser esencial para mantener vivo el impulso
de construir el proyecto que vino a anunciar.
Como buen héroe de monomito,
Artigas es un contenedor notable, apto para cualquier sustancia.
¿Hay que pintarlo fiero y
desalmado, delincuente y montaraz? Allá van Sarmiento y otros ilustrados
a darle con la pluma sin piedad, de aquel lado del río y de este otro.
¿El país todo roto y lleno de
bestias asesinas tuvo que encontrar un fundador ni blanco ni colorado?
Dale y dale los funcionarios letrados a afilar las plumas ahora
benévolas.
¿Que a nadie se le ocurrió
sacarle una foto? No hay problema, para eso tenemos a Blanes y a
Zorrilla dispuestos a reconstruir científicamente la imponente figura
de un héroe que no condescendía a la sonrisa.
¿La izquierda necesita una
figura a la que adherir sin lastimaduras mutuas? Artigas estaba ahí,
hablando de los pobres y de las emanaciones de la autoridad.
¿El milicaje goriloide necesita
un general que nadie se atreva a dejar de aplaudir? Ahí le llenan el
uniforme de guirnaldas al viejo Artigas, y le ponen nenes a los lados de
la avenida para recibir sus huesos en la plaza de lucrativos mármoles.
¿Los descendientes de los
charrúas andan medio desorientados y hay que buscarles amparo? El padre
Artigas se cepilló a incontables indias en el humilde catre, así que ahí
tiene. Y así, sin parar.
Algo parece incuestionable: el
tipo era un seductor. Sea Larrañaga, sea el reclamante escocés, sea
quien sea, los testimonios hablan de alguien a quien es preciso
escuchar, a quien es fácil y agradable atender, que se ocupa del
bienestar y la comodidad de sus invitados sin hacer caso de las
jerarquías. El cuento del británico acerca del modo de atender a los
numerosos mensajeros que entran y salen del rancho es elocuente. El
propio narrador lo equipara, por la calma y la atención que presta a
cada asunto, a Napoleón Bonaparte, su contemporáneo, de quien cita su
conocida máxima “vísteme despacio que voy con prisa”, que al parecer le
venía al pelo a Artigas.
Que la narración de Artigas sea
el típico monomito de Campbell no necesariamente le quita verdad a los
hechos. Pero refuerza el sentido religioso, o en todo caso mítico, con
que se insiste en mirar a Artigas. Los decretos del gobierno que buscan
identificar porciones del territorio holladas por Artigas se parecen más
a ceremonias de fetichismo primitivo que a una recuperación de la
memoria colectiva. Con argumentos débiles, como los de los musulmanes
acerca de la piedra negra o los cristianos en torno al prepucio de
Jesús, se dice que la recuperación del lugar es una excusa para el
recuerdo y no un culto a la figura heroica. El problema no está en que tengamos una religión uruguaya, el artiguismo, sino que Artigas no fue ni un dios ni un profeta, y por eso
no se hace ningún bien ni a su memoria ni a sus ideas ni a nuestro
presente si se lo coloca en un panteón.
Combinar la investigación con la
creación mítica es peligroso; puede pasarnos como al niño curioso que no
durmió una noche de enero, y descubrió la identidad de los Reyes Magos.
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