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Amir Hamed
ISSN 1688-1672

 


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         EL SOLIPSISMO DEL TERROR

Abolición de la realidad

Carlos Rehermann

Realidad

La idea de verdad no tiene sentido
fuera del ámbito del lenguaje. Solo los enunciados pueden ser clasificados según las categorías “verdadero” y “falso”. No hay elefantes verdaderos y elefantes falsos. Las cosas son apenas cosas. Entre los enunciados que creemos verdaderos está el que dice: “Existe la realidad”. También existen los solipsistas, que consideran que la realidad es una excrecencia de sí mismos, pero en todo caso, también el más ríspido de los solipsistas admite que al menos esa entidad que lo piensa a él es algo real, de manera que incluso para un solipsista radical como Arno Schmidt la realidad existe.

Lo real puede ser entendido como ese espacio mental al que nos referimos cuando contamos lo que llamamos una historia verdadera. Como definición no es gran cosa, porque una historia verdadera se define, justamente, como aquella que se refiere a la realidad. Lo que hace interesante la tarea de escribir es la tensión que hay entre alguna clase de realidad y alguna clase de verdad que se manifiestan enlazadas en el texto.

Puestos a tomar partido sea por la realidad, sea por las historias verdaderas, hay una responsabilidad grande de las palabras, porque lo que no se puede decir tiende a tener una existencia efímera: si algo no se pronuncia se desvanece y pierde energía vital, y los tiranos abrigan la esperanza de que deje de existir; de ahí su insistencia en la censura. Claro, aquí intervienen asuntos como el tiempo y la memoria, que tienen que ver con nuestras ideas acerca de la realidad, o con la continuidad de la realidad, que involucra la identidad, es decir, la calidad de idéntico a sí mismo a lo largo del tiempo que hace de las personas entidades autoconscientes.

Cuando decidí mirar el video que la entidad denominada “Estado Islámico” propaló a través de internet, en el que se muestra el asesinato por cremación de Moaz al-Kasasbeh, un aviador de combate jordano, todas esas consideraciones estuvieron presentes de alguna forma, puesto que lo que me empujó a cometer esa imprudencia fue la sensación de que el hecho que se mostraba formaba parte de la realidad, y me parecía que para tener una opinión sobre el caso me convenía estar al tanto.

Una estupidez, por supuesto, especialmente para un individuo que, como yo, se interesa en el sentido de la ficción, en el solipsismo de los escritores alemanes y en la esencia del referente de un signo, pero bueno: quizá la verdad es que me apremiaba la morbosidad de ver morir a un semejante. Lo cierto es que vi el video, y ahora soy otro. Se rompió mi identidad. No sigo igual que antes. Hay una discontinuidad entre yo y yo. Y no me lo perdono.

Muerte

Sea que uno parte al otro mundo, a encontrarse con el destino que ha marcado su conducta en esta tierra, juzgado por uno o más dioses, sea que la cosa es el final definitivo, el momento de morir suele tomarse muy en serio. Los testimonios de quienes se han visto obligados, por su oficio o por su vocación, a estar cerca de condenados a muerte, dan cuenta de que con mucha frecuencia aceptan serenamente su destino con tal de poder transitar en paz por ese umbral. La propia muerte es el evento más íntimo que se puede vivir.

Por eso es atroz cuando una muerte es convertida en espectáculo. Las pinturas y grabados de las ejecuciones durante el Terror de la revolución francesa hacen hincapié en ese teatro, ese mirar: los ayudantes del verdugo extienden las cabezas de los ejecutados en dirección a la masa. Las ejecuciones de hoy (esta semana, la semana pasada, siempre) en Arabia Saudita, llevadas a cabo mediante el procedimiento de decapitación con sable, se hacen en espacios públicos (muchas veces estacionamientos de centros comerciales), donde se reúnen centenares de curiosos. (Igual que yo ante el video del Estado Islámico). En Estados Unidos las ejecuciones no son públicas desde los años 1930, pero se permite la presencia de testigos, y en ocasiones las solicitudes son demasiadas para el espacio disponible.

En la actualidad Estados Unidos tiene un cuidado especial cuando se trata de mostrar cómo mata. La prensa mostraba, en los años 1960 y primeros 1970, las imágenes horrendas de los crímenes que cometía el ejército estadounidense en Vietnam. Cuando algunos años después atacó Irak, su principal desvelo fue que nada se colara a la prensa. Fue una guerra que nadie vio, y de la que nadie escuchó un relato de testigos presenciales. No hubo signos de la guerra, y por lo tanto la cadena significante se cortó; desapareció el referente, que en ese caso es la realidad de la guerra. La política de censura del gobierno fue muy exitosa.

Aquí aparece de nuevo la relación entre la verdad y la realidad. Como no hay mensajes sobre la realidad, es imposible establecer una verdad. Y como la verdad es la que define la falsedad, tampoco hay nada falso. El referente es fantasmal, y por lo tanto la guerra no existió.

Decoro

La foto de Huynh Cong Ut en la que aparece Phan Thị Kim Phúc, la niña que corre desnuda huyendo de la aldea bombardeada con napalm, fue generalmente recortada cuando se presentó públicamente: en la foto difundida no se ve al fotógrafo uniformado que está cambiando el rollo de su cámara. Es correcto haber recortado la foto, del mismo modo que es más correcto haber difundido la foto y no la película en la que la niña está en calma y no parece sufrir, mientras algunos soldados le vierten agua de sus cantimploras sobre la piel quemada.

  

La razón es el decoro: una coherencia entre lo que se dice y cómo se dice. ¿Importa que un fotógrafo esté cambiando el rollo mientras unos niños están huyendo de la muerte,  aterrorizados? Claro que importa: con el fotógrafo dentro del encuadre podría haber disminuido la impresión de horror, y lo que importa es ser fiel a lo que ocurre. Podrá decirse que no podemos saber qué era lo que ocurría en realidad, y entonces estaríamos de acuerdo, y volveríamos a pensar un poco en la realidad y la verdad. Solemos creer que la imagen nos habla con más verdad que un relato de los hechos, pero si uno mira la secuencia de fotos y la filmación del hecho, las sensaciones de verdad y realidad comienzan a cambiar con respecto a las que inicialmente despierta la fotografía.

Lo que ha ocurrido con la difusión del video en el que se  ve el asesinato de un prisionero por parte del Estado Islámico es una violación del decoro. El video del asesinato de Moaz al-Kasasbeh va más allá mostrar algo indebido.

Los realizadores del video hacen caminar a la víctima, lo hacen mirar hacia el cielo, toman su rostro apenado y taciturno, opaco de agotamiento y dolor, los definen convertido en víctima sacrificial resignada a ser el protagonista de un acto sublime. El realizador coloca a unos figurantes uniformados con ropas recién salidas de la lavandería, todas idénticas y recién planchadas, distribuidos coreográficamente en las pendientes de unas ruinas urbanas quizá bombardeadas por los malos, o tal vez por los buenos, da igual. Los figurantes son soldados, asesinos en el sentido del mito del Viejo de la Montaña, ansiosos por ir al encuentro con las huríes. A lo largo de interminables minutos de sabia construcción del suspense se establece con claridad la planta del rodaje, entendemos el espacio, vemos una pala mecánica, por algo será, que está detrás de la jaula donde está ahora encerrado Moaz al-Kasasbeh. Escuchamos la música y el sonido ambiente, vemos enlentecer la acción porque usaron cámara lenta, y vemos al actor que enciende una gran antorcha, solo que no es apenas un actor: es un verdugo, un asesino feroz, de verdad, temible, y tiene nombre, nos dicen su nombre y que está actuando en venganza de crímenes cometidos contra él, y con la antorcha enciende un reguero de combustible que termina en el cuerpo empapado de Moaz al-Kasasbeh, vemos las llamaradas tocar su cuerpo y abrazarlo y abrasarlo, y lo escuchamos gritar, caer de rodillas, aferrarse a las rejas y tratar de sacudirlas, y lo vemos morir en primer plano, vemos caer fluidos oscuros de sus narices carbonizadas, y entonces la pala mecánica vuelca sobre la jaula una tonelada de escombros, que deja a la vista sóoo la garra reseca de lo que fue la mano del muerto.

Y aun espantado por el horror de haber presenciado esto, arrepentido por haberse convertido en cómplice de esta violación del decoro, uno puede darse cuenta de que el video está bien hecho, de que parece realizado por un profesional que hasta ayer, quizá, hacía cortos publicitarios para una agencia de viajes o un comercial de una marca de shampú. Pero el video es completamente falso, y por eso es una violación del decoro: lo que se muestra y cómo se muestra son incompatibles. No es falso porque no muestre la realidad: es falso porque la realidad fue construida para hacer el video. La categoría “realidad” queda violentamente abolida.

Moaz al-Kasasbeh actuó su muerte, que se diseñó para hacer un video. Esta puesta del revés de la realidad le hace el juego al escamoteo de la realidad que resulta de la censura de los estadounidenses. Unos y otros parecen empeñados en convertirnos en solipsistas idiotas, congelados de terror, atentos al próximo guión o al próximo silencio que nos suministrarán para seguir repitiendo nuestros gestos ante la línea de montaje. Y lo están logrando.

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