Uno de
los ensayos más inteligentes e iluminadores sobre los
efectos de las redes sociales en la cabeza de la gente que se haya
escrito jamás es el de Georg Simmel, “Metropolis and Mental Life”, que
quedó pronto y fue publicado en 1903.
Claro que el ensayo no habla
de internet ni de redes virtuales en el sentido contemporáneo, pero eso
es menos importante que notar que comienza, por ejemplo, con un párrafo
completamente relevante a la discusión contemporánea sobre cómo nuestras
interacciones con el mundo nos hacen, y en qué sentidos. Cito: “Los
problemas más profundos de la vida moderna vienen de los intentos que
hacen los individuos por mantener su independencia y la individualidad
de su existencia frente a los poderes soberanos de la sociedad, contra
el peso de la herencia histórica, y contra la cultura externalizada y
las tecnologías de la vida”.
El conflicto, para Simmel, es
parte de uno fundacional y viejo como el mundo, que es el que enfrenta
al sujeto con la naturaleza, por su propia supervivencia. En efecto, la
gente antigua y pasada de moda que conocía los peligros naturales, del
frío y el hambre hasta las bacterias y los
osos, tenía una visión de la naturaleza un tanto más escéptica que la
del chico ecologista que programa su experiencia de lo salvaje online
usando su tarjeta de crédito para pertrecharse en REI y se empeña
algunas horas por mes en escribir mensajes acerca de salvar entidades
tan curiosas como llenas de marketing. Me da la impresión que el sujeto
contemporáneo no está del todo bien equipado para entender de qué manera
el entorno natural/tecnológico en el que se lo lanza a vivir lo va
destruyendo, y por ende, no se defiende bien.
Simmel comienza razonando
sobre la relación del para entonces aun relativamente nuevo hombre de la
metrópolis y su entorno —es decir, un
entorno que había multiplicado exponencialmente los estímulos con
respecto a la anterior vida rural, y que había cuantificado la vida al
organizarla en relación al tiempo y el dinero, creando por primera vez
un tipo de gente sobrepasada de estímulos e hiperintelectual, capaz de
considerar a los demás y lo demás “objetivamente”, como cantidades frías
e intercambiables. El conflicto entre personalidad original y consumo
había quedado así formulado, pues la personalidad se fuerza a adaptarse
al confrontar con esas fuerzas exteriores, entre ellas las tecnológicas,
que en cierto modo se han vuelto, por más humanamente construidas que
sean, nuestra “naturaleza”, el entorno en el que debemos sobrevivir.
Ser consciente de lo que nos
hace y lo que le hacemos al entorno debiera ser, me parece,
fundamentalmente ocuparse del entorno inmediato de cada uno (que es
sobre todo paisaje tecnológico), y no entrenarse o empeñarse en una
solidaridad estrafalaria, en la que aparentemente me importa más lo que
no conozco ni tengo por qué conocer, salvo que tenga una cantidad insana
de tiempo y dinero libres. Yo prefiero, a salvar un oso panda en China,
salvar la curiosa especie del estudiante letrado, capaz de escribir una
página en castellano inteligible. Esa especie, en Uruguay, es tan rara
como el panda en china. No me resulta tan urgente el problema del osito
panda que le vendió a mi sensibilidad abstracta y sin consecuencias el
dueño de Animal Planet o de NatGeo (en caso que sean dos personas
distintas, cosa que dudo, pero que no sé ni me interesa).
En otras palabras, si el chico
ecólogo del párrafo anterior vive en un departamento de 30 metros
cuadrados parcialmente hecho con asbestos y pintado con una gruesa capa
de pintura que contiene plomo, en donde come comida (?) precocida que
descongela en un microondas (o abre una lata de atún que contiene una
cantidad medible de mercurio), tiene escasa exposición a la luz solar,
se calienta en invierno con cualquier clase de energía que deja una
sólida huella de depredación de recursos naturales no renovables, y vive
conectado a internet redistribuyendo sus conexiones neuronales en
millones de caminos sin destino mientras las ratas comandan los
deshechos desparramados en la vereda en las inmediaciones del contenedor
que constituye una parte importante del mínimo paisaje que divisa desde
su ventana, que se ocupe de especies exóticas en peligro
—en lugar de intentar entender algo de lo cercano,
aprender a leer y escribir correctamente, o al menos salir a barrer la
basura de su puerta, o mudarse al campo, o sumarse a un grupo radical
con la finalidad de derrocar al responsable de la limpieza—
parece una actividad tan curiosa que solo puedo
interpretarla en términos de un nivel superior de autosacrificio que la
especie está demandando de cada vez más individuos. Con fines de
purificación y renacimiento, con seguridad.
Simmel comienza el segundo
párrafo de su ensayo con otro acierto que sobrevive al siglo: “El
cimiento psicológico sobre el cual se erige la individualidad en las
metrópolis es la intensificación de la vida emocional debido a los
rápidos y continuos cambios de los estímulos externos e internos. El
hombre es criatura cuya existencia depende de diferencias, i.e., su
mente es estimulada por la diferencia entre las impresiones presentes y
aquellas que las han precedido”. Y observando que la organización de la
vida en grandes ciudades acarrea un aumento exponencial de la cantidad
de esas diferencias o impresiones, concluye que en la medida en que las
metrópolis crean estas condiciones psicológicas
—“con cada cruzar la calle, con el tempo y
la multiplicidad de la vida económica, ocupacional y social”—
crean una reacción defensiva ante el exceso y
repetición de estímulos, que da al ciudadano un “aspecto blasé”.
Eso dice Simmel usando el término francés de curso entonces en varias
lenguas para describir la actitud de quien ya lo ha visto todo y a
quien, por eso, nada le parece interesante.
Es obvia la conexión de
aquellas dinámicas a las nuestras hoy, y especialmente interesante el
diagnóstico de Simmel sobre los efectos de un aumento de los estímulos
sobre el sujeto y su autonomía, con el resultado de mortal desinterés
defensivo ante ese exceso. Solo que lo que para Simmel en 1903 era
abrumador, para un ciudadano de hoy es nada, es pacífico y aburrido. Una
hora en YouTube o en “Resident Evil” es infinitamente más impactante
sobre el sistema nervioso que una semana en la Berlín de 1903. Habiendo
aumentado exponencialmente la estimulación del sistema nervioso, algunas
de las intuiciones de Simmel dan pistas para conjeturar sobre el
presente y futuro, no tanto de nuestro sistema nervioso, que es muy
plástico, sino de nuestra autonomía y capacidad de encontrar sentido a
la existencia. Porque si hay algo característico de la etapa en la que
estamos, eso es desplazar la pregunta por el sentido de la acción, en
favor de la siguiente acción (mental y/o física) en un sentido
cualquiera.
***
En la agenda de discusión
pública de nuestra ciudad y país, un aumento en la conectividad parece
ser unánimemente considerado, en sí, una cosa buena. Observar problemas
de cualquier tipo en los que uno incluya preguntas sobre el avance
digital es considerado una posición “conservadora”. Sospecho que dos
premisas, ocultas en un razonamiento automático que raramente se hace
explícito o consciente, son las que alimentan semejante conclusión. Una
es que hay que estar lo más posible al día en términos tecnológicos y de
consumo; otra, que más es mejor. Las dos premisas son discutibles,
porque dependen de otras anteriores que están aun más hondas en el tren
de sentido que mantiene la vida, que se hunden en la historia de la
modernidad y que no se pueden considerar aquí. “Tu, ciudadano, deberías
estar agradecido de la conectividad, de la fibra óptica, de la
subsunción de la escuela en pantallas y espacios virtuales celebrando el
ingreso automático de todo escolar a las rutinas del mundo global con
independencia de sus ingresos familiares —y
de su trasfondo cultural y educativo previo”. Antes de sumarme a la
celebración, prefiero observar si hay o no algo que comentar acerca de
todo ello.
Tomemos por caso la cuestión
de la mente y un experimento relativamente viejo que aun sigue
provocando comentarios. Allá por los lejanísimos tiempos de 2007 un
profesor de la Universidad de California en Los Ángeles (UCLA) llamado
Gary Small comparó la actividad mental de seis voluntarios. Tres de
ellos expertos surfeadores de la web, y tres novatos, examinando su
actividad cerebral al navegar en la red a través de un equipo de
resonancia magnética. Se los expuso a buscar en Google varios tópicos
preseleccionados. Al principio la actividad cerebral de los que tenían
experiencia online demostró ser mucho más abundante y compleja (no se
trata de una noción cualitativa, sino cuantitativa: más actividad
eléctrica y mayor nivel de sinapsis involucrada) que la de los novatos,
especialmente en la zona del cerebro (córtex prefrontal) asociada con la
toma de decisiones y resolución de problemas. Cuando a los mismos
participantes se los puso a leer textos comunes no se verificó ninguna
diferencia de actividad entre ambos grupos. Hasta ahí no hay mucho para
anotar, salvo que Small repitió el experimento con los mismos seis
individuos seis días más tarde, habiéndole pedido a los tres inexpertos
que dedicasen al menos una hora, cada uno de los cinco días entre un
experimento y otro, a surfear en la web. El resultado del segundo
experimento mostró que con esas cinco horas en la internet “los sujetos
naïve habían ya recableado sus cerebros”, y los escaneos esta vez
mostraron que los ex-novatos habían aumentado muy significativamente su
nivel de actividad en la misma zona del córtex prefrontal activada en
los veteranos digitales. El experimento fue repetido con dieciocho
voluntarios más y confirmó las mismas observaciones. Así es que lo único
que se descubrió o confirmó en 2007 es lo rápido que una actividad (en
este caso la navegación por pantalla) modificaba y re-conectaba las
redes neuronales de una persona. En palabras de Small, “La actual
explosión de tecnología digital no solo está cambiando el modo en que
vivimos y nos comunicamos, sino que está rápida y profundamente
alterando nuestros cerebros”.
De mi parte, todo OK con ello.
El cerebro humano es una cosa adaptable y así ha sido siempre y así debe
ser. Pero Small hizo enseguida una acotación importante (especialmente
para nuestros optimistas fanáticos del “más es mejor”): más actividad
cerebral no significa mejor actividad cerebral. Hay que preguntarse
seriamente entonces: ¿En qué sentido estará la navegación cambiando
nuestros cerebros? Obviamente en muchos distintos, pero hay una cantidad
creciente de estudios que apuntan a algunas direcciones que parecen
estar claras: cuando estamos online, muchos de nosotros
—no todos— estamos en
un entorno que promueve la lectura veloz y superficial, el pensamiento
apurado y distraído por estímulos secundarios y ruidos de toda clase, y
el aprendizaje superficial de datos que se usan y se olvidan muy
velozmente, en la seguridad de que, en tanto datos, estarán disponibles
de nuevo si los precisásemos.
Convengamos que la metáfora de
lo “superficial” es algo molesta, especialmente porque no veo qué cosa
hay de menos interesante o aun de distinto en la superficie respecto al
interior, y considerando que las superficies suelen ser mucho más
atractivas y remunerativas que los interiores, que suelen ser un poco
asquerosos si es que no muy complicados y a la vez olvidables. Pero es
claro que cuando se la emplea, lo que la metáfora quiere decir es algo
que tiene que ver con la existencia de al menos dos órdenes, uno
transitorio y otro no, uno del que se podría prescindir parcialmente al
menos, y otro, al prescindir del cual estamos perdiendo lo que no
podemos, en ningún caso, perder.
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Perder, por ejemplo, la posibilidad de pensar en abstracto, “pensar
profundo”, conectar cosas distantes no según un golpe de inspiración que
se confirma como autoevidente (porque en realidad no des-cubre nada),
sino por el trabajo de acumular y revisar conexiones hasta comprobar que
éstas son reales y van en el sentido en que pensamos que iban
—lo cual,
esto es lo importante, redunda en un cambio que nos hace más auténticos
y más nosotros mismos, y menos lo abstracto de todos en mí. Nosotros
mismos, esto es, en lugar de meramente existir por repetición, iterando
automáticamente una creencia general, una de las consignas de la tribu a
la que nos consideramos pertenecientes, consigna que por sobrenadar facilongamente en la sopa cotidiana de mensajes del entorno al que nos
hemos limitado, ha venido a ser considerado cierto.
La investigación mientras tanto sigue mostrando una
y otra vez que la gente acostumbrada a interactuar con textos
lineales (estilo hitita, griego, hebreo, latino, el de la escuela
pública del siglo pasado, en fin, lengua escrita versión 1.0) entiende
más, recuerda más, y aprende más que aquellos que suelen leer unas
líneas y saltar a otra cosa, vivir mentalmente encima de un
hipervínculo, entre objetos e iconos, no atentos a propósitos mediatos,
direcciones y sentidos de un poco mayor aliento. La cantidad de
investigación sobre esto ya es abrumadora, y cualquiera que la busque la
encontrará. Un buen lugar para empezar a leer es
este artículo de Patricia Greenfield en Nature, de 2009, que
revisa unos cuarenta estudios sobre los efectos de diversos tipos de
medios sobre la inteligencia y la capacidad de aprender. Todo medio
desarrolla, como dice Greenfield, alguna habilidad cognitiva e expensas
de otras. Un artículo de Wired que comentaba las conclusiones de
Greenfield resume que “Nuestro uso creciente de la Red y otras
tecnologías basadas en pantallas ha llevado a “un difundido y
sofisticado desarrollo de nuestras habilidades visuales-espaciales”.
Pero esos avances van de la mano con un debilitamiento de nuestra
capacidad por la clase de “procesamiento profundo” que está bajo “la
adquisición pensada de conocimientos, el análisis inductivo, el
pensamiento crítico, la imaginación y la reflexión”.
No puede sorprender mucho que
leer textos lineales se asocie con habilidades muy diferentes (y
esenciales para entender el significado de lo que pasa más allá de la
superficie) a las de ser ducho en la capacidad de manejar espacios y
cuerpos. Leer y escribir siempre han sido actividades que se desarrollan
a la vez en varias dimensiones, algunas no espaciales sino invisibles.
Si quiero, por ejemplo, conocer los rasgos del lenguaje hitita según se
lo ha registrado en caracteres cuneiformes, no solamente tengo que pasar
mis ojos por textos que contengan y desplieguen esa información, sino
que tengo que querer conocer los rasgos del lenguaje hitita según se
lo ha registrado en caracteres cuneiformes. Tengo que querer
eso por encima de todo, elegirlo muchas veces ante la posibilidad de
interrumpir a mitad del primer párrafo para ir a verificar si tengo un
correo (según otro estudio, en 2009 los oficinistas promedio yanquis
chequeaban su correo 30 a
40 veces por hora en horario de trabajo, acaso
ansiosos de súbitamente perder todo estatus social al convertirse en
parias desconectados por más de dos minutos), o si alguien que me
interesa está de puntito verde en Facebook, o cualquier otra cosa. Lo
cual es bastante difícil, porque semejante motivación (la de conocer una
lengua muerta, digamos) raramente está disponible online. Es algo que a
menudo viene de la interacción del sujeto que tiene que sobrevivir con
un cuerpo en un mundo completo. Es decir, al menos parcialmente de fuera
del mundo virtual.
Nicholas Carr, quien daba en
2010
un adelanto de un trabajo sobre estos temas, concluía así: “No hay
nada malo con absorber información rápido y en pedacitos. Siempre hemos
hojeado los diarios más que leerlos, y hacemos correr nuestros ojos
rutinariamente sobre libros y revistas para captar algo de una pieza de
escritura y decidir si vale la pena leerla más a fondo. La capacidad de
correr sobre textos es tan importante como la capacidad de leer
profundamente y pensar con atención. El problema es que ese pasar por
encima de todo rápido se está volviendo nuestro modo dominante de
pensar. Mientras que antes era medio para un fin, una forma de
identificar información para estudiarla después, ahora se está volviendo
un fin en si mismo —nuestro método preferido
tanto de aprender como de analizar. Mareados con los tesoros de la red,
estamos ciegos al daño que podemos estarle haciendo a nuestras vidas
intelectuales y aun a nuestra cultura. Lo que estamos experimentando es,
metafóricamente, un retroceso de la vieja trayectoria de la
civilización: estamos evolucionando de ser cultivadores de conocimiento
personal, a convertirnos en cazadores y recolectores en la selva de
datos electrónicos. En el proceso, parece que estamos condenados a
sacrificar mucho de lo que hace a nuestras mentes tan interesantes”.
***
Así es que llegamos a nuestra
situación escolar, maravillada tan intensamente con la conectividad, y
tan poco efectiva para todo lo demás. Darle a un niño la posibilidad de
conectarse con datos pero no prestar suficiente atención a solucionar la
cuestión del para qué, de sentido y direccionalidad, jerarquizaciones,
límites, deberes, propósitos (al principio copiados, para que luego sepa
cómo definir los propios), verificaciones y tests, es un problema
evidente de las realidades educativas contemporáneas, no porque nadie lo
haga adrede, sino simplemente porque el sistema
—dentro y fuera de la escuela—
ni siquiera alcanza a ver el asunto: el progreso
tecnológico y el discurso global de consumo incesante no incluye en su
agenda el asunto del sentido. Y los maestros también son gente,
ciudadanos sujetos a ese discurso, que lo están introduciendo en la
escuela. Así, aquellos niños que tengan por otro lado, como se
dice —en su casa o su entorno—
estímulos para desarrollar esas dimensiones
metaoperativas, serán felices navegadores capaces de crecer con y en lo
virtual al igual que fuera de ello, porque para ellos hay distintas
dimensiones que interactúan y permiten contrastarse unas con otras
apoyando el crecimiento. Lo mismo aquellos de cualquier edad lo
suficientemente avisados como para zafar de la dictadura del consumo y
explorar otras vidas. Los demás, que en Uruguay vienen siendo mayoría,
serán dejados atrás, porque no se les enseña a pensar por sí mismos. Ya
están siendo dejados atrás. Eso, que están haciendo
—sin querer hacerlo pero sin saber cómo no hacerlo—
los organismos de gobierno y asistencia social al
no controlar realmente lo que pasa en las aulas y no enfrentarse con las
malas prácticas y exigir resultados, no es de “izquierda” ni de
“derecha”: es una forma sorda de generar una nueva sociedad exclusiva.
Pero no es la exclusividad del que posee objetos (reales o simbólicos)
frente al que no los posee, sino la mucho más terrible exclusividad de
los que poseen algún sentido y propósito frente a una creciente mayoría
que solo puede protestar lo que ya no importa ni es de recibo, o navegar
sin rumbo.
Sé de sobra que hay un
optimismo digital que es aparentemente muy contemporáneo, muy oriental y
muy autosatisfecho. Sin embargo es viejo
—las sociedades o microsociedades con más años de inmersión en lo
digital hace rato que lo cuestionan y buscan caminos que incluyan una
buena dosis de offline. Tal optimismo descuida lo importante al celebrar
sus supuestos logros (generalmente tales logros se expresan
cuantitativamente, en estadísticas que suben, y no se comentan, sino que
la exhibición entusiasta de las estadísticas es seguida con el siniestro
silencio de lo que se supone autoevidente), al tiempo que ve con
relativa indiferencia bien de facto (más allá de las
declaraciones) cómo media población o más se hunde en una descerebración
de propósito que hace que cuando “terminan el liceo” estén peor que
cuando lo empezaron y sin nada que hacer. Naturalmente, más y más no lo
terminan en absoluto, y tienen razón, porque terminarlo a esta altura no
les enseña casi nada. “Terminar el liceo” (o la escuela)… La expresión
es, en el Uruguay como está ahora, un chiste: hace dos años una
profesora amiga de iniciales MJC recibió en el liceo público de Colonia
Nicolich, en primero de liceo, a un estudiante completa y
perfectamente analfabeto, que había recibido el cruel y criminal
“pase social” que acostumbra hace unos años aplicar Primaria. No hay
concepción de la escuela, excusa práctica, o logro tecnológico, ni los
habrá, que justifique esa basura del “pase social”. Escribir y leer son
cosas esencial y radicalmente distintas que navegar y moverse en un
nivel u otro tecnológico, y la escuela tiene obligación de garantir que
hasta el último de sus egresados es, al menos, no analfabeto. Simmel
observó hace ciento diez años que la autonomía del sujeto se promueve en
general contra el medio social. Pero la tendencia contemporánea
es a vaciar aquello que podría defender al sujeto en su espacio crítico
y al menos ponerle en la agenda buscar sentido y propósito, y ofrece a
cambio una miríada de posibilidades de satisfacer instantáneamente su
nada con un vacío subsiguiente. Y la escuela uruguaya, en parte, está en
esa. Y el liceo uruguayo, en parte, está en esa. La alternativa es
clara: o le das a alguien seis horas diarias de internet libre y
caótico, por más “búsqueda de datos” que sea, o lo desconectás un
poquito y dedicás parte de esas horas a enseñarle a leer y escribir por
métodos comprobadamente efectivos que van, además, en contra de
los deseos y los “derechos” al surfeo liviano o al entretenimiento ad
nauseam. Y cuando llega a casa, o le das a alguien seis horas de
FIFA World Soccer, o le das alguna sociabilidad corpórea, y algunas
dificultades duras
—y si fuera posible,
lineales— para que se mida contra ellas y
aprenda algo más que entrenar sus reflejos y su furia de competencia en
un universo plano y simplificado en unas cuantas reglas, colores y
posibilidades. Hasta que la escuela pública y la secundaria pública no
entiendan que ese es su problema principal, y que no lo es celebrar la
conectividad, ni ser guardería dedicada a la pseudo-legitimación del
“pase social”, ni lograr siempre diluirse un poco más en su exigencia de
modo que el estudiante no se sienta agredido en sus infinitos derechos
al entretenimiento, seguiremos destruyendo el tejido social y el tejido
cerebral, que como es notorio son prácticamente una sola cosa.
Quiero observar finalmente que
el progreso tecnológico no siempre da la razón. Lo que pasa es que a
menudo elimina las condiciones que habrían hecho posible reconocer que
el que tenía razón era el otro.
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