El hexagrama 27 de I-Ching
(“Las
comisuras de la boca”) dictamina: “Las
Comisuras de la Boca. Perseverancia trae ventura. Presta atención a la
nutrición, y a aquello con que trata de llenar su boca uno mismo.” La
metáfora de la nutrición incluye aquí no solo o principalmente la comida
con que se llena el cuerpo, sino también al alimento espiritual o
abstracto en sus diversas maneras. En una palabra contemporánea: la
información. En un comentario inicial de este hexagrama, se sugiere:
“Cuando se quiere conocer a alguien, sólo es menester prestar atención a
quién dispensa sus cuidados y cuáles son los aspectos de su propio ser
que cultiva y alimenta.” Y si alguien presta atención a la tercera línea
del hexagrama en su valor oracular, encuentra esta advertencia, que es
inusualmente dura en comparación al tono medio del sibilino libro: “Desviarse
de la nutrición. La perseverancia trae desventura. Durante diez años no
obres de este modo. Nada es propicio.” La canónica versión de
Richard Wilhelm explica así esta cachetada a quien pregunta: “Quien
busca el alimento que no alimenta irá tambaleándose del deseo al goce, y
en el goce se desvivirá por el deseo. Una apasionada embriaguez
destinada a satisfacer los sentidos no conduce jamás a la meta. Jamás
(diez años constituyen un período cabal) se debe obrar así. Nada bueno
saldrá de ello.”
Los ecos moralistas respecto a
los placeres corporales, que podría leer alguien en la interpretación de
Wilhelm pueden dejar hoy paso a otra lectura, más abstracta pero mucho
más atenta al presente. Pues en la ecología mediática tal como nos viene
planteada, el tiempo que uno emplea, diariamente, en alimentarse
espiritual e intelectualmente permitiendo que entren a nuestro sistema
individual pensamientos llenos de falsos problemas (incluyendo algunos o
muchos cuya sustancia es el resentimiento, el odio o la envidia),
¿cuánto afecta el estado general mental, espiritual y aun físico de una
persona? ¿No es ese correr continuamente en la rueda de hámster de una
información irrelevante un símil existencial terriblemente más intenso,
con respecto a los (ya antiguos y rudimentarios en comparación)
“placeres de la carne”?
***
El profesor Donald E. Knuth,
del Computer Science Department de la Universidad de Stanford asegura
que en 1990 (cuando el correo electrónico era algo solamente a
disposición de la comunidad académica, y no de toda ella), decidió que,
después de usar correo electrónico durante 15 años, tenía que
abandonarlo por completo. Y lo hizo. En una
frase imposible de traducir literalmente, define muchas cosas:
“Email is a wonderful thing for people whose role in life is to be on
top of things. But not for me; my role is to be on the bottom of things.
What I do takes long hours of studying and uninterruptible
concentration. I try to learn certain areas of computer science
exhaustively; then I try to digest that knowledge into a form that is
accessible to people who don't have time for such study.”
Lo difícil de traducir es la metáfora inicial, que
se puede hacer con naturalidad en inglés pero no, que yo vea, en
castellano. Se podría reescribir así: “el correo electrónico es bueno
para aquellos cuyo rol es estarle encima a las cosas. Pero no para mi;
mi rol es ocuparme de los fundamentos de las cosas. Lo que yo hago
insume largas horas de estudio y concentración ininterrumpida. Intento
aprender exhaustivamente sobre ciertas áreas de la ciencia de la
computación; luego, trato de digerir ese conocimiento para ponerlo en
una forma que sea accesible a la gente que no tiene tiempo para esa
clase de estudios”.
La nota del profesor Knuth
sigue y su lógica, que es impecable, se hace más sorprendente a medida
que avanza, no debido a que sea sorprendente en sí misma, sino debido a
que hemos naturalizado una cantidad de cosas que no creo que nadie, de
pensarlo un poco, esté seguro que hagan mucho sentido. Por ejemplo,
hemos naturalizado que debemos ocuparnos de cualquier input que
nos llegue, por idiota que sea, por el mero hecho de que hemos aceptado
que la continua apertura y estado abierto comunicativo nos ha vuelto
completamente desprotegidos ante cualquier input, por más idiota
que sea. Suena recursivo y tautológico, porque lo es. Knuth, en cambio,
suena a último héroe de la individualidad: “Por otro lado, yo necesito
comunicarme con miles de personas en todo el mundo mientras escribo mis
libros. Quiero, asimismo, corresponder a la gente que lee esos libros y
tiene preguntas o comentarios que hacer. Mi objetivo es cumplir con esta
comunicación de modo eficiente, pero en bloque
—digamos, un día cada tres meses. De modo que si
usted quiere escribirme sobre cualquier tema, por favor, use el viejo
correo normal (“good ol’snail mail”, algo así en criollo como
decir “el correo normal, viejo y peludo” —y
que en inglés incluye la expresión “correo caracol”, una metáfora de su
proverbial lentitud, aunque comparado con el nuestro, el correo normal
estadounidense viaja a la velocidad de la
luz), y envíe una carta a la siguiente dirección: [aquí la dirección de
la oficina del profesor Knuth]”.
“Tengo una secretaria
maravillosa”, advierte Knuth, “que mira el correo que llega y separa lo
que ella sabe que voy a querer despachar urgentemente. Todo el resto va
a un depósito, que yo vacío periódicamente. Mi secretaria imprime todos
los mensajes de modo que yo pueda contestarlos escribiendo comentarios
en ese mismo papel, cuando pueda ocuparme de eso”.
Esto aun no es nada para
aquellos de corazón tierno que sienten que tienen derecho a que el
profesor Knuth los tome democrática e igualitariamente en cuenta
enseguida, porque el profesor sigue advirtiendo, no sin sorna: “Si me
encuentro con uno de esos mensajes que fueron mandados a la dirección
equivocada, es decir, si el mensaje pregunta algo en lugar de avisarme
de un error que cometí, lo que hacía antes era simplemente tirar el
papel a la basura. Pero ahora lo guardo para usar el lado de atrás para
imprimir borradores de El arte de la programación de computadoras”.
[el libro en el que estaba trabajando Knuth cuando escribió esta pequeña
pieza de sabiduría].
El profesor Knuth podrá llevar
las cosas a un extremo que a mucha gente, y en especial
a los nativos digitales completos, podrá parecer extravagante. Sin
embargo, lo que dice no tiene nada de tonto. Es, al contrario, decisivo
para conocer una cuestión que a cualquiera de nosotros debería, acaso,
preocuparnos una vez en al día: “¿quién está a cargo de mi vida
interior?” Cuando uno escribe “vida interior” (seguramente hay un
término mejor, pero no se me ocurre ahora) es posible que alguien piense
en términos de vaga espiritualidad new age.
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No me refiero a eso. Me refiero a la olvidada noción de que si alguien
pretende ser un sujeto (es decir, en lugar de un mero agente de
reproducción de información, un agente tanto de reproducción altamente
selectiva como de transformación consciente), tiene que preguntarse (si
es posible, cada mañana o cada noche) quién está a cargo de ese sujeto.
Si está a cargo esa zona, difícil de definir pero bien nítida de
experimentar, que es el espacio más puro y recóndito de uno mismo (el
“sí mismo”, según alguna tradición), o si es esa zona de hábitos,
respuestas condicionadas y basura exterior que a veces se llama “ego”,
pero que puede llamarse también conciencia media o estado de vigilia
normal.
El segundo de estos espacios
“internos”, aunque se experimente como interno, está compuesto casi en
su totalidad por cosas que vienen “de afuera”. Estas cosas han pasado la
aduana y se instalan en la conciencia media, peligrosamente cerca del sí
mismo. El correo electrónico y, mucho más aun que el correo electrónico,
la mensajería instantánea y el estado de estar disponible online
día y noche, son mecanismos generalizados de violación de la aduana del
sí mismo. Cada uno hará lo que quiera, desde luego. Pero que nos manden
avisos sobre esto, como hace Knuth, me parece interesante. Simplemente
porque no todos los días va a ser el sistema mismo de apertura
comunicacional completa el que nos pase mensajes para recordarnos que
podemos evitar recibir mensajes.
El tiempo que el profesor
Knuth ha despejado de la obsesiva lectura de mensajes irrelevantes lo
usa en parte tocando un
órgano de tubos que ha instalado en su residencia en California. A
juicio del lector quede lo que se gana o se pierde en tales
negociaciones consigo mismo.
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El budismo es tan vasto y difícil de sintetizar
como Asia. Incesantemente ha ido goteando fuera de Asia, y en Occidente
una suerte de baraje vago de sus múltiples capas se ha adaptado y vuelto
una parte más o menos obvia del imaginario corriente en todas partes. A
comienzos del siglo pasado, un alemán llamado Georg Grimm publicaba en
Munich una síntesis en esqueléticas 50 páginas de la doctrina budista,
que llamó la atención de varios, incluyendo a Borges, que lo usa en uno
de sus ensayos más espectacularmente olvidados, “La nadería de la
personalidad”. Grimm explora qué cosa podrá ser el sujeto (o mejor, el
Sí Mismo). Sus capítulos son como mojones de su razonamiento: “El mundo
externo, tal como se me da a través de los cinco sentidos exteriores, no
es mi Sí Mismo”; “Los objetos mentales (dhamma) no son mi Sí
Mismo”; “Mi organismo corporal no es mi Sí Mismo”; “La cognición no es
mi Sí Mismo”; “Yo no soy lo que se dice un alma”; “El deseo o voluntad
no es mi Sí Mismo”.
Esta desesperante retahíla negativa, tal proceso casi científico de
eliminación de identificaciones posibles para el Sí Mismo (yo no puedo
ser los colores que veo, porque cuando esos colores desaparecen mi Sí
Mismo no desaparece; yo no puedo ser las emociones que tengo, ni las
memorias, ni las sensaciones, ni un estado particular de mi cuerpo, pues
todas y cada una de esas cosas son pasajeras, y con su pasaje no cesa lo
que sé mi Sí Mismo), termina concluyendo que hay una suerte de mecanismo
o punto completamente abstracto y vacío, capaz de tomar todo y hacerlo
propio, pero carente de cualquier contenido propio. Esa especie de punto
infinitamente negativo, es lo más estable que hay: el sí mismo.
Si las cosas son así, asegurada la existencia del sí mismo en virtud de
su propia vaciedad, ni los cuidados acerca de lo que uno deja entrar, ni
las cautelas del profesor Knuth, tienen ningún sentido: cualquier
contenido, por corrosivamente idiota que sea (según los criterios
provistos por un conjunto de otros contenidos que llamamos “valores”),
le hará ningún mal al sí mismo, porque el sí mismo soporta todo, bien
atrás de todo acaecer, todo contenido, toda identificación. Cuando
ningún contenido importa y el Sí Mismo está siempre a salvo en su
desnudez de significados particulares, todo da igual. Es lo mismo
cultivarse que no hacerlo, pues toda información es igualmente
irrelevante. Tal posición es tan extrema como la del Sr. Knuth, y es
prima facie respetable. Sería decirse: “mire, según todas las
opiniones respetables, las preocupaciones cotidianas de la vida como tal
no tienen sentido; es decir, no tiene sentido ni dispersarse ni
concentrarse. Todas esas cosas supuestamente “serias” de las que hay que
ocuparse en lugar de simplemente estar en contacto livianamente con todo
a la vez, no son particularmente significativas. Por tanto, seguiré
rebotando de un contacto y una conversación sin sentido a otra”.
Yo respeto esa posición, si quien la pone en práctica es el Buda mismo,
o alguien que ha alcanzado una rotunda e inconmovible iluminación (aun
en este caso, me resultaría rarísimo que un iluminado en serio dedicase
su tiempo a leer anuncios sobre extensiones ortopédicas para sus
genitales). En caso de que quien diga eso no sea el Buda, entonces es
probablemente un atolondrado que no tiene idea de lo que está haciendo
con su existencia.
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