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Amir Hamed
ISSN 1688-1672

 


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          LEGISLAR PARA EL PASADO

Sade ante la Ley de Medios

Aldo Mazzucchelli

El 12 de febrero de 1993, dos niños de Liverpool, Gran Bretaña, de diez (10) años de edad, secuestraron en un shopping mall, mataron a golpes, y tiraron en una vía férrea (para que pareciese un accidente) a un compatriota de dos (2) años de edad, James Bulger. Bulger fue encontrado dos días después. Los criminales apresados, sometidos a juicio, y recluidos por ocho años, viven hoy con identidades nuevas. En aquel momento, en la búsqueda de explicaciones de lo que en realidad es abundantemente misterioso, los horribles tabloids británicos insistieron mucho en la influencia de cierto videojuego (Child’s Play 3) en la mente de los niños asesinos. La mentalidad de tabloide, que demuestra día a día ser ella misma bastante peor que la de cualquier criminal concreto, es además torpe: por cada cien, mil o diez mil niños que jugaron a ese juego, solo dos cometieron un acto horrendo. La conclusión lógica (o al menos estadística) sería que el juego promueve la paz y la convivencia. Claro que ni una cosa ni otra: semejantes acciones están lejos de guardar cualquier relación trazable con la exposición mediática o a mensajes. No obstante el evidente absurdo del asunto, y no obstante la completa imposibilidad, e incluso la inviabilidad teórica de mostrar que cualquier ser humano es un títere de mensajes (para eso habría que demostrar mecanismos causa-efecto simples entre mensajes recibidos y acciones de valor moral, a la perro de Pavlov, periódicamente reaparece con fuerza alguna iniciativa que, en su fundamento generalmente no expresado, parte de la misma convicción de los tabloids: hay que regular los contenidos de los medios, porque ellos son culpables de cuanta mala cosa algún ser humano haga, o porque así se podrá “democratizar” y “educar a la población”.

Puesto que la educación que incluya comunicación de valores (la que afecta los hechos como el de Liverpool) depende de un lazo afectivo entre los participantes, es muy dudoso que los medios “eduquen” o “dejen de educar” en democracia, o en cualquier otra cosa que incluya valores. Pueden informar, y pueden entretener. Que el Uruguay crea que los medios sobre todo educan es parte de la confusión sobre lo que es educar, que se ve en la actual cualidad abisal del sistema educativo público, pero eso no es el tema de este escrito.

Olvidando estos hechos, el Estado viene (de modo lamentablemente novedoso en Uruguay) a darle gas a la utopía negativa de “regular los contenidos”. Utopía negativa porque el Estado es utópico al creer que sabe lo que es bueno para la sociedad cuando se trata de contenidos. Y negativa porque, al pretender regular tal espacio, lo único que puede saber con certeza es que, como la experiencia histórica lo demuestra cada vez, se equivocará. Se equivocará, porque el Estado está siempre después de los contenidos y, por definición, no entiende nada.

La “Ley de Medios” que no se ocupa del único Medio que importará

Esto nos trae a conversar sobre el proyecto conocido popularmente por “Ley de Medios”, a consideración hace tiempo, y en instancias definitorias ya. Tal proyecto de ley tiene problemas en varias dimensiones. Algunos parecen ser de índole técnico-jurídica y como tales han sido denunciados por los expertos, pero por no ser el tema de mi competencia no me meteré en ellos. Tiene también problemas de tipo ideológico, opinables como tales, vinculados con las visiones de quienes la fueron preparando; entre ellos, problemas ideológicos yo diría peligrosos, vinculados con la creencia en la posibilidad del Estado de intervenir fuertemente en los contenidos de la comunicación, a los que me referiré más abajo; pero tiene, sobre todo, un problema mayor, por el que hay que empezar, y que la condiciona a ser un fracaso en todos sus principios declarados (promover la democracia, la diversidad, limitar los monopolios y oligopolios, etc., etc., incluyendo hasta defender los derechos humanos). Ese problema es que es una llamada Ley de Medios que nació de la confluencia de una voluntad cuasi-romántica de controlar el mercado en nombre de unos supuestos valores superiores encarnados en el “interés público”, por un lado, y por el otro el más crudo pragmatismo político, que vio a tiempo que debía “arreglar” con los actores privados importantes. El resultado se resume en un hecho solo, curioso a primera vista: la Ley de Medios ignora internet. Es decir, en su artículo 1, declara que “no son objeto de la regulación de esta Ley […] los servicios de comunicación que utilicen como plataforma la red de protocolo internet”.

Así nomás, en dos líneas bien al comienzo, el resultado es que el presente y futuro real de las comunicaciones queda fuera del espacio jurídico, y en cambio tenemos una abrumadora y bizantina iniciativa que pretende legislar hasta el último detalle de un universo en obsolescencia acelerada, que es el de la radiotelevisión digital y la televisión para abonados. ¿Cómo pudo pasar esto? ¿Es acaso un error de los legisladores? No: podría ser la forma en que la alianza poder político-medios logra expresar en público los resultados de su negociación, la que, una vez más, dejará en un relativo segundo plano los servicios y los derechos reales de los ciudadanos. La Ley en proyecto no contribuirá a que los ciudadanos podamos acceder más rápido a mejor y más eficiente comunicación a internet; y tampoco a que veamos por ahora un país en donde opciones de comunicación de prestigio en el mundo entero puedan ofrecer sus transmisiones, sus canales, o sus servicios de datos y banda ancha a los uruguayos. Ninguna de esas dos cosas ocurrirá, porque al Estado no le parece bien que Antel pierda terreno en el cuasi-monopolio que detenta respecto de la propiedad y administración de la red física de conexión a internet, y a cambio, y para que los grandes medios locales no insistan en entrar en ese terreno, el Estado debe conceder algo, ayudando a los grandes medios locales a hacer de Uruguay casi un coto de caza cerrado, en donde todavía exista un sistema de pequeños operadores locales en un pequeño rincón que se defiende de los efectos de la convergencia tecnológica.

En resumen, un primer objetivo declarativo de la Ley (ir contra los oligopolios y por la democratización y la transparencia) ha sido derrotado por los hechos aun antes que ley alguna se apruebe. En cuanto a los monopolios, la ley mira, como el cíclope estatal que la creó, por un ojo solo, y censura solo los “monopolios privados”. Olvida que lo único que, sin serlo del todo, se parece a un monopolio real en estos terrenos, en el Uruguay se llama Antel. Uruguay legisla pues para el pasado, a cambio de apretar en una negociación, que no pasa sino velada a la Ley de Medios, parte de la calidad del futuro de las telecomunicaciones. La movida pasa por ignorar completamente, en el texto de la Ley, la llamada “convergencia tecnológica”. Mientras que, antes, un propietario de un medio de comunicación tenía que ser de alguna manera propietario del medio físico por el que se transmitían las señales, desde hace ya años, todos los sistemas de comunicación van migrando e integrándose en redes que usan el protocolo de comunicación IP, o en términos más simples, internet. Este fenómeno viene disolviendo el viejo esquema por el cual el propietario de un sistema físico de telecomunicación era igual a operador del medio, (y eventualmente) igual a creador de los mensajes. Se va articulando, en cambio, el universo de las comunicaciones en empresas creadoras de contenidos que no son propietarias de un medio físico, y viceversa.

Si la Ley se ocupase meramente de crear un esquema regulatorio simple e inteligente (y que no se metiese con los contenidos), con la capacidad instalada (física) de Uruguay hoy (en la que Antel ha hecho avances muy importantes en los últimos tiempos), ya se podría abrir un abanico inmenso de opciones al consumidor. En cambio, el consumidor obtendrá, detrás y por debajo de esta Ley, un contubernio entre los agentes privados hoy ya poderosos e instalados a los que se les limitará la competencia, y Antel, que se queda con la parte del león en internet. Mientras tanto, seguimos conectados al mundo por el cable (o acaso hilito) llamado “Bicentenario”, que pese a los aumentos de tránsito que ha ido contratando el país, sigue operando como cuello de botella que causa marcados problemas en la velocidad de conexión que hoy tenemos. Si alguien aun duda es porque no midió comparativamente su velocidad de conexión de fibra óptica en su casa con los estándares mundiales, y aun regionales. Aquí se puede ver, para un papelón ilustrativo, lo que pasó en la última reunión del Mercosur en Montevideo.

“Defender la identidad nacional”

Así limitada a un aspecto sin mayor importancia relativa en el futuro próximo dentro del universo de las telecomunicaciones, la ley de Medios podrá ser intrincada por los múltiples aspectos técnicos y de ingeniería jurídica a los que debería atender, pero en su impulso es de una simplicidad que conmueve. En efecto, está toda ella motivada por la creencia, completamente falaz, de que los agentes privados son egoístas, malos, y buscan el bien propio y nada más, mientras que el Estado (progresista) es bueno y busca el defender el bien común. Sus autores parecen haberse convencido de que es el Estado (y no la sociedad civil, creadores, actores, empresarios, técnicos) el que sabe lo que es la democracia y la diversidad, y cómo cuidarlas. Los autores de la Ley creen que el Uruguay no es una sociedad democrática porque existe la triplicada entidad de los canales privados, y que si se impusiera una serie de bodrios más o menos oficiales o “representativos” (de corporaciones o grupos de representatividad a menudo autoasignada) que agoten las posibilidades combinatorias de la “producción nacional”, las cosas serían mejores.



Es tan curiosa la discusión pública contemporánea que una ley puede usar en serio la expresión “identidad nacional”, una porquería mental que solo los militares golpistas deben haber tenido la suficiente ignorancia intelectual como para usar, sin que a mucha gente se le mueva un pelo. “Señor, vamos a observarle que usted emita eso porque eso no promueve la identidad nacional”… ¿Cómo pudo ocurrir que semejante conversación pudiera ser una posibilidad siquiera pensable como consecuencia del ordenamiento jurídico del Uruguay? Con la creación del CHASCA y las potestades que se da al CCA (el lector puede buscar por sí mismo el tedioso significado de estas siglas), la presión objetiva, aunque implícita, sobre los medios, queda instalada. Por ejemplo, en el artículo 61 inciso h dice que una de las competencias del CCA es “Fiscalizar y verificar […] las obligaciones previstas en la presente Ley y los compromisos asumidos por los prestadores de los servicios de comunicación audiovisual en los aspectos legales, administrativos, de contenidos y en el Proyecto Comunicacional”. Este consejo tiene tres miembros designados por el Poder Ejecutivo con venia de dos tercios del Senado, lo que pareciera darle cierta legitimidad multipartidaria, pero los restantes dos miembros son directamente oficiales, con lo que basta que uno de los otros tres responda al Poder Ejecutivo para que haya una mayoría automática de tres a dos que convierte a la tal Comisión en brazo ejecutorio de cualquier política oficial sobre medios. También el CHASCA, aunque sin poder de ejecución y solo con voz, podrá entre otras competencias “emitir opinión en todos los procedimientos de contralor” sobre “si el servicio brindado cumple con las condiciones y compromisos dispuestos en la presente ley”.

Eso junto a todas las declaraciones en contrario respecto a la libertad de los operadores, da una Ley que, de aprobarse, sería el festival del oxímoron.

Acaso un problema filosófico en juego aquí es qué significa, para un gobierno, enfrentarse realmente al poder fáctico (en este caso, el de los canales privados). Tal parece que, en su concepción ideológica, para el gobierno actual enfrentarse a los canales es discutirles ideas y contenidos. No cabe concepción más románticamente infantil. A los canales, como buenas empresas que son, lo que menos les interesa son las ideas políticas o sociales —pueden adoptar cualquiera que les convenga, y lo vienen haciendo desde siempre. A los canales se los enfrenta realmente si se los limita y regulariza, con transparencia, en su capacidad empresarial y económica, a efectos de permitir la libre competencia que redundará en beneficios para el ciudadano. Y sobre todo, si se los limita en su capacidad de incidir, con su poder económico, en la democracia electoral. Eso es lo que no está haciendo este gobierno, que en lugar de protegernos a nosotros, mientras dice que nos protege para que no perdamos, supuestamente, nuestra propia “diversidad”, vuelve a darle a los mismos agentes privados una mayoría notable del espacio de telecomunicación local.

Pero acaso el síntoma más grave de los que muestra la Ley es la creencia de que los contenidos, aun si fuese de un modo tenue o vago, deben ser intervenidos y regulables por el Estado.

Crear contenidos tiene que ser un descontrol

Tomemos por elocuente caso al Marqués de Sade, un conocido “maldito”, un ultraliberal hiperracionalista, sucesiva o simultáneamente aristócrata y ultraizquierdista, a quien se ha asociado a un avance de las ideas y las utopías de la Razón. El Marqués, en su furia copulativa (tanto genital como semántica) quiso que el Deber Ser racional de la experimentación venciese a la cálida y simple Naturaleza. Traducido a términos menos mayúsculos, priorizaba cualquier gimnasia sexual que violentase lo considerado “natural”. Una de sus citas más elocuentes, tomadas de la obra que le costaría su última reclusión bajo el régimen napoleónico, es una declaración programática de alcoba, y es como sigue: “destruirla (a la Naturaleza) en sus planes, revertir su marcha, detener el curso de las estrellas… insultarla —para decirlo brevemente— en cada uno de sus trabajos y procedimientos” (Justine et Juliette, 1797)

Así, gracias a un uso relativamente intenso de la Razón exploratoria y de un método modélico de violencia verbobucoanogenital absolutamente descontrolado (aun dentro de su geométrica racionalidad), y nunca igualado —pese a los ingentes esfuerzos de talentos locales como el escritor Ércole Lissardi— Sade hizo entrar en el mapa de Francia y del mundo entero, a golpes de peney pluma, numerosos lados hasta entonces a menudo no representables, y por ende inconcebibles, de la sexualidad y de sus barrios periféricos. Hizo escribir la combinatoria geométricamente calculada del sexo, divorciándolo a golpes de razón del instinto y de cualquier visión esencialista que sugiriese los derechos de lo Natural. Sade, entre otras cosas un creador literario a quien el Estado de dos improntas diversas censuró y encerró durante décadas en la cárcel, o el manicomio, o en su propio castillo de Lacoste, creó contenidos y capital simbólico que, a la vuelta del tiempo, pusieron su granito de arena en el arenal de las sociedades contemporáneas, desde el surrealismo y la psicología profunda a la legislación sobre lo que es aceptable o inaceptable, normal o anormal, y desde la literatura al cine y muchos más elementos de la cultura moderna.

Habrá quien piense que todo lo que aportó Sade es horrible, pero hay que recordar que, después de todo, lo horrible no es más que una mitad de lo excelente. El Estado no lo entendió, porque el Estado no es una cosa que entienda; pero con el tiempo hasta el Estado aprendió de él algunas cosas, que Kafka entre otros apuntaría con letras inolvidables. Lo único que habría pues que agradecerle al Estado es que, sea cual sea el carácter aparentemente desafiante, equivocado, insoportable, agresivo o “moralmente inconveniente” de los contenidos, se abstenga. Que sepa que de contenidos no sabe, porque no conecta con esa zona del quehacer humano que es, por definición, refractaria y anterior a cualquier regulación. Nuestro Estado de hoy, en cambio, piensa que puede controlar, y piensa que debe controlar. Tiene, en consecuencia, dos problemas, y esos dos problemas son que, debido a la existencia de internet, no puede (en la práctica) controlar nada, salvo que se convierta en un estado policíaco como China o Corea del Norte —cosa que en el Uruguay acaso tenga escaso futuro político; y que no debe controlar, porque no sabe cómo controlar.

***

Por suerte, y aunque sea lento por aquí, existe internet. La Ley de Medios, si se aprueba tal como viene, no podrá hacer al menos demasiado mal, porque todo ciudadano informado e inteligente consumirá cada vez más televisión, cine, música, radio y demás por internet, como ya pasa, y los avisadores locales invertirán cada vez más dinero en publicidad allí en donde esté el público (es decir, en internet), mientras que la Ley de Medios se irá convirtiendo en un mero documento histórico de lo que pasa cuando una ideología que se cree moralmente superior a sus adversarios políticos (y aun a sus ciudadanos) toma el poder. El Estado no es sabio en relación a los contenidos de la comunicación pública. A lo sumo puede detectar a los Marquis de Sade del presente e intentar encarcelarlos o desestimularlos, y siempre, una y otra vez, se equivocará, porque el bien común va en el sentido de la expansión de libertad y diversidad, va en el sentido de Sade y en contra de los Rousseau de cada época, que sienten que el mundo libérrimo de los demás está todo prefigurado en su sensible y confuso corazón.
 

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