El 12 de
febrero de 1993, dos niños de Liverpool,
Gran Bretaña, de diez (10) años de edad,
secuestraron en un shopping mall, mataron a golpes, y tiraron en
una vía férrea (para que pareciese un accidente) a un compatriota de dos
(2) años de edad, James Bulger. Bulger fue encontrado dos días después.
Los criminales apresados, sometidos a juicio, y recluidos por ocho años,
viven hoy con identidades nuevas. En aquel momento, en la búsqueda de
explicaciones de lo que en realidad es abundantemente misterioso, los
horribles tabloids británicos insistieron mucho en la influencia
de cierto videojuego (Child’s Play 3) en la mente de los niños
asesinos. La mentalidad de tabloide, que demuestra día a día ser ella
misma bastante peor que la de cualquier criminal concreto, es además
torpe: por cada cien, mil o diez mil niños que jugaron a ese juego, solo
dos cometieron un acto horrendo. La conclusión lógica (o al menos
estadística) sería que el juego promueve la paz y la convivencia. Claro
que ni una cosa ni otra: semejantes acciones están lejos de guardar
cualquier relación trazable con la exposición mediática o a mensajes. No
obstante el evidente absurdo del asunto, y no obstante la completa
imposibilidad, e incluso la inviabilidad teórica de mostrar que
cualquier ser humano es un títere de mensajes (para eso habría que
demostrar mecanismos causa-efecto simples entre mensajes recibidos y
acciones de valor moral, a la perro de Pavlov, periódicamente reaparece
con fuerza alguna iniciativa que, en su fundamento generalmente no
expresado, parte de la misma convicción de los tabloids: hay que
regular los contenidos de los medios, porque ellos son culpables de
cuanta mala cosa algún ser humano haga, o porque así se podrá
“democratizar” y “educar a la población”.
Puesto que la educación que
incluya comunicación de valores (la que afecta los hechos como el de
Liverpool) depende de un lazo afectivo entre los participantes, es muy
dudoso que los medios “eduquen” o “dejen de educar” en democracia, o en
cualquier otra cosa que incluya valores. Pueden informar, y pueden
entretener. Que el Uruguay crea que los medios sobre todo educan es
parte de la confusión sobre lo que es educar, que se ve en la actual
cualidad abisal del sistema educativo público, pero eso no es el tema de
este escrito.
Olvidando estos hechos, el
Estado viene (de modo lamentablemente novedoso en Uruguay) a darle gas a
la utopía negativa de “regular los contenidos”. Utopía negativa porque
el Estado es utópico al creer que sabe lo que es bueno para la sociedad
cuando se trata de contenidos. Y negativa porque, al pretender regular
tal espacio, lo único que puede saber con certeza es que, como la
experiencia histórica lo demuestra cada vez, se equivocará. Se
equivocará, porque el Estado está siempre después de los
contenidos y, por definición, no entiende nada.
La “Ley de Medios” que no
se ocupa del único Medio que importará
Esto nos trae a conversar
sobre el proyecto conocido popularmente por “Ley de Medios”, a
consideración hace tiempo, y en instancias definitorias ya. Tal proyecto
de ley tiene problemas en varias dimensiones. Algunos parecen ser de
índole técnico-jurídica y como tales han sido denunciados por los
expertos, pero por no ser el tema de mi competencia no me meteré en
ellos. Tiene también problemas de tipo ideológico, opinables como tales,
vinculados con las visiones de quienes la fueron preparando; entre
ellos, problemas ideológicos yo diría peligrosos, vinculados con la
creencia en la posibilidad del Estado de intervenir fuertemente en los
contenidos de la comunicación, a los que me referiré más abajo; pero
tiene, sobre todo, un problema mayor, por el que hay que empezar, y que
la condiciona a ser un fracaso en todos sus principios declarados
(promover la democracia, la diversidad, limitar los monopolios y
oligopolios, etc., etc., incluyendo hasta defender los derechos
humanos). Ese problema es que es una llamada Ley de Medios que nació de
la confluencia de una voluntad cuasi-romántica de controlar el mercado
en nombre de unos supuestos valores superiores encarnados en el “interés
público”, por un lado, y por el otro el más crudo pragmatismo político,
que vio a tiempo que debía “arreglar” con los actores privados
importantes. El resultado se resume en un hecho solo, curioso a primera
vista: la Ley de Medios ignora internet. Es decir, en su artículo 1,
declara que “no son objeto de la regulación de esta Ley […] los
servicios de comunicación que utilicen como plataforma la red de
protocolo internet”.
Así nomás, en dos líneas bien
al comienzo, el resultado es que el presente y futuro real de las
comunicaciones queda fuera del espacio jurídico, y en cambio tenemos una
abrumadora y bizantina iniciativa que pretende legislar hasta el último
detalle de un universo en obsolescencia acelerada, que es el de la
radiotelevisión digital y la televisión para abonados. ¿Cómo pudo pasar
esto? ¿Es acaso un error de los legisladores? No: podría ser la forma en
que la alianza poder político-medios logra expresar en público los
resultados de su negociación, la que, una vez más, dejará en un relativo
segundo plano los servicios y los derechos reales de los ciudadanos. La
Ley en proyecto no contribuirá a que los ciudadanos podamos acceder más
rápido a mejor y más eficiente comunicación a internet; y tampoco a que
veamos por ahora un país en donde opciones de comunicación de prestigio
en el mundo entero puedan ofrecer sus transmisiones, sus canales, o sus
servicios de datos y banda ancha a los uruguayos. Ninguna de esas dos
cosas ocurrirá, porque al Estado no le parece bien que Antel pierda
terreno en el cuasi-monopolio que detenta respecto de la propiedad y
administración de la red física de conexión a internet, y a cambio, y
para que los grandes medios locales no insistan en entrar en ese
terreno, el Estado debe conceder algo, ayudando a los grandes medios
locales a hacer de Uruguay casi un coto de caza cerrado, en donde
todavía exista un sistema de pequeños operadores locales en un pequeño
rincón que se defiende de los efectos de la convergencia tecnológica.
En resumen, un primer objetivo
declarativo de la Ley (ir contra los oligopolios y por la
democratización y la transparencia) ha sido derrotado por los hechos aun
antes que ley alguna se apruebe. En cuanto a los monopolios, la ley
mira, como el cíclope estatal que la creó, por un ojo solo, y censura
solo los “monopolios privados”. Olvida que lo único que, sin serlo del
todo, se parece a un monopolio real en estos terrenos, en el Uruguay se
llama Antel. Uruguay legisla pues para el pasado, a cambio de apretar en
una negociación, que no pasa sino velada a la Ley de Medios, parte de la
calidad del futuro de las telecomunicaciones. La movida pasa por ignorar
completamente, en el texto de la Ley, la llamada “convergencia
tecnológica”. Mientras que, antes, un propietario de un medio de
comunicación tenía que ser de alguna manera propietario del medio físico
por el que se transmitían las señales, desde hace ya años, todos los
sistemas de comunicación van migrando e integrándose en redes que usan
el protocolo de comunicación IP, o en términos más simples, internet.
Este fenómeno viene disolviendo el viejo esquema por el cual el
propietario de un sistema físico de telecomunicación era igual a
operador del medio, (y eventualmente) igual a creador de los mensajes.
Se va articulando, en cambio, el universo de las comunicaciones en
empresas creadoras de contenidos que no son propietarias de un medio
físico, y viceversa.
Si la Ley se ocupase meramente
de crear un esquema regulatorio simple e inteligente (y que no se
metiese con los contenidos), con la capacidad instalada (física) de
Uruguay hoy (en la que Antel ha hecho avances muy importantes en los
últimos tiempos), ya se podría abrir un abanico inmenso de opciones al
consumidor. En cambio, el consumidor obtendrá, detrás y por debajo de
esta Ley, un contubernio entre los agentes privados hoy ya poderosos e
instalados a los que se les limitará la competencia, y Antel, que se
queda con la parte del león en internet. Mientras tanto, seguimos
conectados al mundo por el cable (o acaso hilito) llamado
“Bicentenario”, que pese a los aumentos de tránsito que ha ido
contratando el país, sigue operando como cuello de botella que causa
marcados problemas en la velocidad de conexión que hoy tenemos. Si
alguien aun duda es porque no midió comparativamente su velocidad de
conexión de fibra óptica en su casa con los estándares mundiales, y aun
regionales.
Aquí se
puede ver, para un papelón ilustrativo, lo que pasó en la última reunión
del Mercosur en Montevideo.
“Defender la identidad
nacional”
Así limitada a un aspecto sin
mayor importancia relativa en el futuro próximo dentro del universo de
las telecomunicaciones, la ley de Medios podrá ser intrincada por los
múltiples aspectos técnicos y de ingeniería jurídica a los que debería
atender, pero en su impulso es de una simplicidad que conmueve. En
efecto, está toda ella motivada por la creencia, completamente falaz, de
que los agentes privados son egoístas, malos, y buscan el bien propio y
nada más, mientras que el Estado (progresista) es bueno y busca el
defender el bien común. Sus autores parecen haberse convencido de que es
el Estado (y no la sociedad civil, creadores, actores, empresarios,
técnicos) el que sabe lo que es la democracia y la diversidad, y cómo
cuidarlas. Los autores de la Ley creen que el Uruguay no es una sociedad
democrática porque existe la triplicada entidad de los canales privados,
y que si se impusiera una serie de bodrios más o menos oficiales o
“representativos” (de corporaciones o grupos de representatividad a
menudo autoasignada) que agoten las posibilidades combinatorias de la
“producción nacional”, las cosas serían mejores.
|
Es tan curiosa la discusión pública contemporánea
que una ley puede usar en serio la expresión “identidad nacional”, una
porquería mental que solo los militares golpistas deben haber tenido la
suficiente ignorancia intelectual como para usar, sin que a mucha gente
se le mueva un pelo. “Señor, vamos a observarle que usted emita eso
porque eso no promueve la identidad nacional”… ¿Cómo pudo ocurrir que
semejante conversación pudiera ser una posibilidad siquiera pensable
como consecuencia del ordenamiento jurídico del Uruguay? Con la creación
del CHASCA y las potestades que se da al CCA (el lector puede buscar por
sí mismo el tedioso significado de estas siglas), la presión objetiva,
aunque implícita, sobre los medios, queda instalada. Por ejemplo, en el
artículo 61 inciso h dice que una de las competencias del CCA es
“Fiscalizar y verificar […] las obligaciones previstas en la presente
Ley y los compromisos asumidos por los prestadores de los servicios de
comunicación audiovisual en los aspectos legales, administrativos, de
contenidos y en el Proyecto Comunicacional”. Este consejo tiene tres
miembros designados por el Poder Ejecutivo con venia de dos tercios del
Senado, lo que pareciera darle cierta legitimidad multipartidaria, pero
los restantes dos miembros son directamente oficiales, con lo que basta
que uno de los otros tres responda al Poder Ejecutivo para que haya una
mayoría automática de tres a dos que convierte a la tal Comisión en
brazo ejecutorio de cualquier política oficial sobre medios. También el
CHASCA, aunque sin poder de ejecución y solo con voz, podrá entre otras
competencias “emitir opinión en todos los procedimientos de contralor”
sobre “si el servicio brindado cumple con las condiciones y compromisos
dispuestos en la presente ley”.
Eso junto a todas las declaraciones en contrario
respecto a la libertad de los operadores, da una Ley que, de aprobarse,
sería el festival del oxímoron.
Acaso un problema filosófico
en juego aquí es qué significa, para un gobierno, enfrentarse realmente
al poder fáctico (en este caso, el de los canales privados). Tal parece
que, en su concepción ideológica, para el gobierno actual enfrentarse a
los canales es discutirles ideas y contenidos. No cabe concepción más
románticamente infantil. A los canales, como buenas empresas que son, lo
que menos les interesa son las ideas políticas o sociales —pueden adoptar
cualquiera que les convenga, y lo vienen haciendo desde siempre. A los
canales se los enfrenta realmente si se los limita y regulariza, con
transparencia, en su capacidad empresarial y económica, a efectos de
permitir la libre competencia que redundará en beneficios para el
ciudadano. Y sobre todo, si se los limita en su capacidad de incidir,
con su poder económico, en la democracia electoral. Eso es lo que no
está haciendo este gobierno, que en lugar de protegernos a nosotros,
mientras dice que nos protege para que no perdamos, supuestamente,
nuestra propia “diversidad”, vuelve a darle a los mismos agentes
privados una mayoría notable del espacio de telecomunicación local.
Pero acaso el síntoma más
grave de los que muestra la Ley es la creencia de que los contenidos,
aun si fuese de un modo tenue o vago, deben ser intervenidos y
regulables por el Estado.
Crear contenidos tiene que
ser un descontrol
Tomemos por elocuente caso al
Marqués de Sade, un conocido “maldito”, un ultraliberal
hiperracionalista, sucesiva o simultáneamente aristócrata y
ultraizquierdista, a quien se ha asociado a un avance de las ideas y las
utopías de la Razón. El Marqués, en su furia copulativa (tanto genital
como semántica) quiso que el Deber Ser racional de la experimentación
venciese a la cálida y simple Naturaleza. Traducido a términos menos
mayúsculos, priorizaba cualquier gimnasia sexual que violentase lo
considerado “natural”. Una de sus citas más elocuentes, tomadas de la
obra que le costaría su última reclusión bajo el régimen napoleónico, es
una declaración programática de alcoba, y es como sigue: “destruirla (a
la Naturaleza) en sus planes, revertir su marcha, detener el curso de
las estrellas… insultarla
—para decirlo brevemente— en cada uno de sus
trabajos y procedimientos” (Justine et Juliette, 1797)
Así, gracias a un uso
relativamente intenso de la Razón exploratoria y de un método modélico
de violencia verbobucoanogenital absolutamente descontrolado (aun dentro
de su geométrica racionalidad), y nunca igualado —pese a los ingentes
esfuerzos de talentos locales como el escritor Ércole Lissardi— Sade hizo
entrar en el mapa de Francia y del mundo entero, a golpes de peney
pluma, numerosos lados hasta entonces a menudo no representables, y por
ende inconcebibles, de la sexualidad y de sus barrios periféricos. Hizo
escribir la combinatoria geométricamente calculada del sexo,
divorciándolo a golpes de razón del instinto y de cualquier visión
esencialista que sugiriese los derechos de lo Natural. Sade, entre otras
cosas un creador literario a quien el Estado de dos improntas diversas
censuró y encerró durante décadas en la cárcel, o el manicomio, o en su
propio castillo de Lacoste, creó contenidos y capital simbólico que, a
la vuelta del tiempo, pusieron su granito de arena en el arenal de las
sociedades contemporáneas, desde el surrealismo y la psicología profunda
a la legislación sobre lo que es aceptable o inaceptable, normal o
anormal, y desde la literatura al cine y muchos más elementos de la
cultura moderna.
Habrá quien piense que todo lo
que aportó Sade es horrible, pero hay que recordar que, después de todo,
lo horrible no es más que una mitad de lo excelente. El Estado no lo
entendió, porque el Estado no es una cosa que entienda; pero con el
tiempo hasta el Estado aprendió de él algunas cosas, que Kafka entre
otros apuntaría con letras inolvidables. Lo único que habría pues que
agradecerle al Estado es que, sea cual sea el carácter aparentemente
desafiante, equivocado, insoportable, agresivo o “moralmente
inconveniente” de los contenidos, se abstenga. Que sepa que de
contenidos no sabe, porque no conecta con esa zona del quehacer humano
que es, por definición, refractaria y anterior a cualquier regulación.
Nuestro Estado de hoy, en cambio, piensa que puede controlar, y piensa
que debe controlar. Tiene, en consecuencia, dos problemas, y esos dos
problemas son que, debido a la existencia de internet, no puede (en la
práctica) controlar nada, salvo que se convierta en un estado policíaco
como China o Corea del Norte —cosa que en el Uruguay acaso tenga escaso
futuro político; y que no debe controlar, porque no sabe cómo controlar.
***
Por suerte, y aunque sea lento
por aquí, existe internet. La Ley de Medios, si se aprueba tal como
viene, no podrá hacer al menos demasiado mal, porque todo ciudadano
informado e inteligente consumirá cada vez más televisión, cine, música,
radio y demás por internet, como ya pasa, y los avisadores locales
invertirán cada vez más dinero en publicidad allí en donde esté el
público (es decir, en internet), mientras que la Ley de Medios se irá
convirtiendo en un mero documento histórico de lo que pasa cuando una
ideología que se cree moralmente superior a sus adversarios políticos (y
aun a sus ciudadanos) toma el poder. El Estado no es sabio en relación a
los contenidos de la comunicación pública. A lo sumo puede detectar a
los Marquis de Sade del presente e intentar encarcelarlos o
desestimularlos, y siempre, una y otra vez, se equivocará, porque el
bien común va en el sentido de la expansión de libertad y diversidad, va
en el sentido de Sade y en contra de los Rousseau de cada época, que
sienten que el mundo libérrimo de los demás está todo prefigurado en su
sensible y confuso corazón.
|