El profesor de Secundaria hace su
vida
nadando en un estrecho espacio bastante específico dentro de las
corrientes imaginarias de la sociedad: el turbulento estrecho en el que
se negocia entre la creencia general y el convencimiento individual.
Entre lo que la sociedad proclama y recomienda, y lo que un estudiante
cualquiera, como ser dotado de su dosis natural de razón, es capaz de
tragarse. Es por esa razón, me parece, que cuando los profesores se
convierten en síntomas, lo que su malestar revela es importante. Un
profesor puede definirse como el sujeto que, por su profesión, se ve
obligado a ser una especie de indicador del nivel
de cinismo ambiente.
Los perros, aparte de sus muchos otros servicios a la humanidad, han
dado el modelo para una de las mejores filosofías de que hemos dispuesto. Se trata del cinicismo, y lo escribo así
para distinguirlo del vulgar
cinismo, la actitud secamente calculadora y
puramente negativa característica de la presente after-posmodernidad,
época que guarda con el cinicismo y con los perros una relación secreta
e interesante, probablemente también encarnada por los profesores.
El término “cínico” viene del griego
κυνικός,
Kynikos:
“estilo perro”, o “al modo del perro”. Un simbólico perro de prístino
mármol de la isla de Paros corona el monumento funerario de
Diógenes el
Perro, estrella del cinicismo filosófico, uno de los individualistas más
antiguos y el primer bohemio urbano digno de nota. Un dandy de la
pobreza, además —esto es, un sujeto capaz de aplicarse a sí mismo una
férrea disciplina, con el fin de producir una imagen social consciente
de tipo crítico y modélico a la vez.
El monumento funerario de Diógenes,
con su purísimo perro de mármol coronándolo, parece haber sido una
venganza de la sociedad de Corinto al pedido explícito de Diógenes de
que, apenas morir, su cadáver fuese arrojado fuera de las murallas de la
ciudad para que se lo comieran los perros, con lo cual probablemente
estaba diciendo que la excesiva formalidad en el manejo de los cadáveres
de la que hacía gala la ciudad era un rasgo más de la pompa y el sinsentido
de la “civilización”.
Es bien sabido que Diógenes el Perro se domiciliaba en un tonel, primero
en Atenas, luego en Corinto. Otros dicen que en Corinto vivía en una
mansión como esclavo primero y como amigo enseguida del ciudadano
cretense Xeniades, no obstante lo cual —pese a haber sido, digamos,
sacado de su situación de calle como diría la espesa jerigonza del
Ministerio de Desarrollo Social (Mides) en nuestro país— su sabiduría era tal que aun cuando ya se había
convertido a cierta “normalidad” todavía se le reconocía en toda Grecia.
¿Cómo se relaciona el trío de los profesores de secundaria, Diógenes el
Perro, y la sociedad que echa incesantemente a los profesores la culpa
de la famosa y cacofónica “crisis de la Educación”? Al menos de la
siguiente manera: cuando una sociedad se vuelve completamente cínica los
profesores siguen, de modo probablemente inconsciente, el modelo de
Diógenes el Perro, y para compensar, se convierten al cinicismo:
rechazan las jerarquías de la cultura que supuestamente tienen que
enseñar, pues, como ha sido dicho al principio, ellos están en la línea
de fuego de ese entrevero teleológico. Una sociedad es hipócrita cuando
hace como que cree en determinados valores, pero, aunque avergonzada de
sí misma, no los practica. Pero es cínica cuando todo el mundo sabe ya
que no se los practica y que son falsos, y sigue como si nada.
En tal sociedad, los profesores tienen el problema, relativamente
personal, de que son ellos quienes tienen que poner la cara, por así
decir, e intentar que una nueva generación crea en lo que ni los
políticos, ni los padres, ni nadie, cree ya.
Es por eso que la crisis de los profesores dice tanto acerca de la
crisis cínica de la sociedad en general: es completamente imposible que
la sociedad eduque a su gente en aquello en lo que ella misma no cree. Y
es imposible que quiera seguir creyendo que puede tener un ejército de
enseñantes apuntando con el índice al desajuste obvio entre acciones y
supuestas creencias generales (o “valores”), diciendo: he ahí —en ese
evidente cinismo y falsedad— lo que se me ha encomendado enseñarte, he
ahí lo que esperamos todos que admires, quieras, aprendas.
Es claro que la educación tiene muchos problemas, de muchos de los
cuales los profesores son parte —no ayudan a crear comunidades educativas
creadoras de una sensación de propósito, no se dan una buena formación
permanente, y no aceptan la evaluación externa, entre otros. Pero ese no
es el asunto de este escrito, por lo que basta por ahora con dejarlo
mencionado. Ante esos problemas, los políticos y
algunos editorialistas establecidos insisten en soluciones simples. Un
día, sería cambiando “planes y programas”—para mí, uno de los factores
absolutamente menos importantes en el conjunto de los factores
educativos. Con casi cualquier configuración que preserve un mínimo de
sentido común, y buenos profesores, se puede obtener maravillosos
resultados. Los programas tienen, relativamente, menos importancia.
Otro día es mostrar que ellos ponen plata en el sistema y el sistema no
les devuelve resultados. Como si construir más liceos, más baños,
contratar más adscriptos y más policías, fuera a tener algún impacto en
los aprendizajes. Otro día explican que es el corporativismo y la mala
educación de los que enseñan. Bastaría con educar bien a los
profesores dicen —mordiéndole la cola al propio problema con el que
lidian— y doblarles la mano impidiéndoles que sigan protestando y
molestando, para que mejore “la educación”.
Esas soluciones tienen la virtud evidente de que, al postularlas, la
culpa es de otros —los profesores. No darse cuenta de que habría primero
que tener algún conjunto de creencias no erosionadas por el más calloso
de los cinismos a fin de dar armas aunque sea mínimas al ejército de
profesores para que se empleen en discutir y convencer en esas creencias
y esos saberes, es sin embargo el colmo de la ceguera colectiva. La
educación tiene a la vez una función renovadora y una función
conservadora, pero una sociedad que se ha vuelto cínica no cree que haya
nada que valga la pena conservar, ni cree que haya nada que valga la
pena transformar. ¿Qué va a enseñar, y cómo?
Hay más conexiones. Diógenes el Perro, siendo normalmente rico de
origen, eligió la pobreza completa, renunció a todo para dar ejemplo de
que su virtud no podía mancharse con las convenciones y el dinero. Los
profesores se ven normalmente obligados a renunciar a casi todo debido a
los sueldos que reciben, adoptando así el principio de los antiguos
filósofos cínicos de que el más feliz no es el hombre que tiene más,
sino aquel que se crea a sí mismo menos necesidades.
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En eso la sociedad y la política parece estarles
sugiriendo cuál es el rumbo filosófico que les va mejor. En fin, cuando
la sociedad es cínica, los profesores actúan en clave de cinicismo. Y
cuando uno se convierte al cinicismo, su tono fundamental es el rechazo
a la sociedad tal como es. La denuncia, el no, y a la vez la prédica —con
el ejemplo— de una actitud más auténtica. Lo que más nos puede interesar
aun hoy de Diógenes el Perro es que, aunque se reía ácidamente del tipo
de saber abstracto y oficializante recién inventado por
Platón, al menos
supo ladrarle a lo que estaba corrupto. Un perro, observó Diógenes,
“sabe instintivamente quién es su amigo y quién no. A diferencia de los
seres humanos, que engañan y son engañados al respecto, los perros dan
un honesto ladrido en presencia de la verdad”.
Los profesores secundarios uruguayos no son los
mejores formados sobre la tierra, ni los más actualizados o complejos
cuando llega el momento de entender y discutir los detalles de su propia
situación. Están dominados, no hay duda alguna, por un corporativismo
miope, feo y atrabiliario, que va en contra de una mejor presentación de
las intuiciones que abundan entre los miembros individuales de la
profesión docente. Pero al menos tienen claro —por estar en la primera
línea de fuego del cinismo ambiente— que los supuestos valores de los
distintos sectores de “la sociedad” para la que supuestamente deben
educar están llenos de agujeros. Igual que Diógenes el Perro, tienen un
profundo desdén ante la torpeza del poder. La moderna
institucionalización de la enseñanza, que se modelizó y se realizó en el
siglo XIX, les asignó la importantísima tarea de ser la cinta de
conducción y comunicación de valores y saberes entre lo que es y lo que
debe ser. Pero con experiencia han aprendido que cuando tienen que
aplicarse a esa noble tarea, se les paga horrible, y se les asigna
condiciones de trabajo epistemológicamente imposibles: discutir
Shakespeare con estudiantes de 15 años que vienen de n
generaciones de familias sin libros ni lectura, que viven en un entorno
de cultura inmediata, oral, televisiva y virtual, en la que la escritura
como tecnología no juega ningún papel salvo el utilitario de escribir
mensajes de 180 caracteres máximo en un
celular sin tildes. Todo lo cual no sería un problema tan grande
si no fuese porque los demás “referentes” de la sociedad no creen que
sea fundamental aprender a escribir claramente, ni que valga la pena
perder ni cinco minutos conversando en serio con Shakespeare. Antes,
cuando
Sarmiento pensaba que alfabetizar y darle una cultura letrada
aunque sea general a las sociedades rioplatenses valía la pena, los
estudiantes tenían aun menos tradición letrada que los de ahora, pero la
sociedad pasaba el mensaje de que valía la pena, y la gente se lanzaba a
aprender, y lo lograba enseguida. Ahora no se pasa ese mensaje.
De ninguna manera pasa por mi mente la
simplificación de que deberíamos educar hoy a la Sarmiento y para una
sociedad exclusiva o mayormente letrada como la de los dos siglos
pasados, porque esa sociedad no existe más ni volverá a existir en el
futuro. Pero sí que tenemos pendiente la discusión de cuál es el lugar
de lo escrito en el conjunto de la comunicación y el poder
contemporáneo, y cuánto libera a cualquier ciudadano ser educado en esos
dominios. Por el momento, mi posición es simple: cuanto menos crítico es
un ciudadano en términos de la cultura escrita y su manejo del saber por
escrito, más fácil es engañarlo. Los resultados de esta evidente tesis
están a la vista en la distancia cada vez mayor entre el saber
científico o humanístico de primera categoría, y el conocimiento social
general. También, y es más preocupante, entre el saber que informa las
decisiones políticas de alto nivel —que es siempre en alguna medida saber
escrito— y el conocimiento de los motivos de esas decisiones por parte
del ciudadano.
Finalmente, decir que no puede ser poco y
pobre, pero todavía mejor que decir amén. Los profesores —aunque a menudo
parezcan no tener ni idea de por qué siguen diciendo que no— son
en eso también como era Diógenes el Perro. Son de los tantos síntomas en
esta sociedad cínica acerca de cuál es el problema que existe
cuando una sociedad no quiere tener valores comunes ni jerarquía
alguna —salvo la del dinero y el dominio— pero todavía quiere “educar a
sus jóvenes”. Tienen la actitud correcta ante la paradójica impotencia
esencial que parece ser consustancial al poder, incluso si el poderoso
es un virtuoso.
Alejandro Magno, el hombre más poderoso de su tiempo en
Grecia, se cruzó dos veces, según los reportes de
Diógenes Laercio y de
Plutarco, con Diógenes el Perro. La primera vez el famoso filósofo se
estiraba al sol en una vereda de Corinto.
Alejandro, con la humildad de
su grandeza, se arrimó y, confiado en el poder que ostentaba, lo
interpeló: “¿Hay algo que pueda hacer por ti?” –“Cómo no. No me tapes el
sol” fue la respuesta del filósofo. Aparentemente hubo una segunda
conversación, que habría transcurrido entre ambos. Diógenes observaba
una pila de huesos. Alejandro se acercó. Diógenes explicó lacónicamente:
“estaba buscando los huesos de tu padre en esta pila, pero realmente no
puedo distinguirlos de los huesos de los esclavos que tuvo”.
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