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Amir Hamed
ISSN 1688-1672

 


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          EDUCAR EN UNA SOCIEDAD CÍNICA

Perros y profesores

Aldo Mazzucchelli

El profesor de Secundaria hace su
vida nadando en un estrecho espacio bastante específico dentro de las corrientes imaginarias de la sociedad: el turbulento estrecho en el que se negocia entre la creencia general y el convencimiento individual. Entre lo que la sociedad proclama y recomienda, y lo que un estudiante cualquiera, como ser dotado de su dosis natural de razón, es capaz de tragarse. Es por esa razón, me parece, que cuando los profesores se convierten en síntomas, lo que su malestar revela es importante. Un profesor puede definirse como el sujeto que, por su profesión, se ve obligado a ser una especie de indicador del nivel de cinismo ambiente.  

Los perros, aparte de sus muchos otros servicios a la humanidad, han dado el modelo para una de las mejores filosofías de que hemos dispuesto. Se trata del cinicismo, y lo escribo así para distinguirlo del vulgar cinismo, la actitud secamente calculadora y puramente negativa característica de la presente after-posmodernidad, época que guarda con el cinicismo y con los perros una relación secreta e interesante, probablemente también encarnada por los profesores.

El término “cínico” viene del griego κυνικός, Kynikos: “estilo perro”, o “al modo del perro”. Un simbólico perro de prístino mármol de la isla de Paros corona el monumento funerario de Diógenes el Perro, estrella del cinicismo filosófico, uno de los individualistas más antiguos y el primer bohemio urbano digno de nota. Un dandy de la pobreza, además —esto es, un sujeto capaz de aplicarse a sí mismo una férrea disciplina, con el fin de producir una imagen social consciente de tipo crítico y modélico a la vez. El monumento funerario de Diógenes, con su purísimo perro de mármol coronándolo, parece haber sido una venganza de la sociedad de Corinto al pedido explícito de Diógenes de que, apenas morir, su cadáver fuese arrojado fuera de las murallas de la ciudad para que se lo comieran los perros, con lo cual probablemente estaba diciendo que la excesiva formalidad en el manejo de los cadáveres de la que hacía gala la ciudad era un rasgo más de la pompa y el sinsentido de la “civilización”.

Es bien sabido que Diógenes el Perro se domiciliaba en un tonel, primero en Atenas, luego en Corinto. Otros dicen que en Corinto vivía en una mansión como esclavo primero y como amigo enseguida del ciudadano cretense Xeniades, no obstante lo cual —pese a haber sido, digamos, sacado de su situación de calle como diría la espesa jerigonza del Ministerio de Desarrollo Social (Mides) en nuestro país— su sabiduría era tal que aun cuando ya se había convertido a cierta “normalidad” todavía se le reconocía en toda Grecia.

¿Cómo se relaciona el trío de los profesores de secundaria, Diógenes el Perro, y la sociedad que echa incesantemente a los profesores la culpa de la famosa y cacofónica “crisis de la Educación”? Al menos de la siguiente manera: cuando una sociedad se vuelve completamente cínica los profesores siguen, de modo probablemente inconsciente, el modelo de Diógenes el Perro, y para compensar, se convierten al cinicismo: rechazan las jerarquías de la cultura que supuestamente tienen que enseñar, pues, como ha sido dicho al principio, ellos están en la línea de fuego de ese entrevero teleológico. Una sociedad es hipócrita cuando hace como que cree en determinados valores, pero, aunque avergonzada de sí misma, no los practica. Pero es cínica cuando todo el mundo sabe ya que no se los practica y que son falsos, y sigue como si nada.

En tal sociedad, los profesores tienen el problema, relativamente personal, de que son ellos quienes tienen que poner la cara, por así decir, e intentar que una nueva generación crea en lo que ni los políticos, ni los padres, ni nadie, cree ya.

Es por eso que la crisis de los profesores dice tanto acerca de la crisis cínica de la sociedad en general: es completamente imposible que la sociedad eduque a su gente en aquello en lo que ella misma no cree. Y es imposible que quiera seguir creyendo que puede tener un ejército de enseñantes apuntando con el índice al desajuste obvio entre acciones y supuestas creencias generales (o “valores”), diciendo: he ahí —en ese evidente cinismo y falsedad— lo que se me ha encomendado enseñarte, he ahí lo que esperamos todos que admires, quieras, aprendas.

Es claro que la educación tiene muchos problemas, de muchos de los cuales los profesores son parte —no ayudan a crear comunidades educativas creadoras de una sensación de propósito, no se dan una buena formación permanente, y no aceptan la evaluación externa, entre otros. Pero ese no es el asunto de este escrito, por lo que basta por ahora con dejarlo mencionado. Ante esos problemas, los políticos y algunos editorialistas establecidos insisten en soluciones simples. Un día, sería cambiando “planes y programas”—para mí, uno de los factores absolutamente menos importantes en el conjunto de los factores educativos. Con casi cualquier configuración que preserve un mínimo de sentido común, y buenos profesores, se puede obtener maravillosos resultados. Los programas tienen, relativamente, menos importancia.

Otro día es mostrar que ellos ponen plata en el sistema y el sistema no les devuelve resultados. Como si construir más liceos, más baños, contratar más adscriptos y más policías, fuera a tener algún impacto en los aprendizajes. Otro día explican que es el corporativismo y la mala educación de los que enseñan. Bastaría con educar bien a los profesores dicen —mordiéndole la cola al propio problema con el que lidian— y doblarles la mano impidiéndoles que sigan protestando y molestando, para que mejore “la educación”.

Esas soluciones tienen la virtud evidente de que, al postularlas, la culpa es de otros —los profesores. No darse cuenta de que habría primero que tener algún conjunto de creencias no erosionadas por el más calloso de los cinismos a fin de dar armas aunque sea mínimas al ejército de profesores para que se empleen en discutir y convencer en esas creencias y esos saberes, es sin embargo el colmo de la ceguera colectiva. La educación tiene a la vez una función renovadora y una función conservadora, pero una sociedad que se ha vuelto cínica no cree que haya nada que valga la pena conservar, ni cree que haya nada que valga la pena transformar. ¿Qué va a enseñar, y cómo?

Hay más conexiones. Diógenes el Perro, siendo normalmente rico de origen, eligió la pobreza completa, renunció a todo para dar ejemplo de que su virtud no podía mancharse con las convenciones y el dinero. Los profesores se ven normalmente obligados a renunciar a casi todo debido a los sueldos que reciben, adoptando así el principio de los antiguos filósofos cínicos de que el más feliz no es el hombre que tiene más, sino aquel que se crea a sí mismo menos necesidades.

En eso la sociedad y la política parece estarles sugiriendo cuál es el rumbo filosófico que les va mejor. En fin, cuando la sociedad es cínica, los profesores actúan en clave de cinicismo. Y cuando uno se convierte al cinicismo, su tono fundamental es el rechazo a la sociedad tal como es. La denuncia, el no, y a la vez la prédica —con el ejemplo— de una actitud más auténtica. Lo que más nos puede interesar aun hoy de Diógenes el Perro es que, aunque se reía ácidamente del tipo de saber abstracto y oficializante recién inventado por Platón, al menos supo ladrarle a lo que estaba corrupto. Un perro, observó Diógenes, “sabe instintivamente quién es su amigo y quién no. A diferencia de los seres humanos, que engañan y son engañados al respecto, los perros dan un honesto ladrido en presencia de la verdad”.

Los profesores secundarios uruguayos no son los mejores formados sobre la tierra, ni los más actualizados o complejos cuando llega el momento de entender y discutir los detalles de su propia situación. Están dominados, no hay duda alguna, por un corporativismo miope, feo y atrabiliario, que va en contra de una mejor presentación de las intuiciones que abundan entre los miembros individuales de la profesión docente. Pero al menos tienen claro —por estar en la primera línea de fuego del cinismo ambiente— que los supuestos valores de los distintos sectores de “la sociedad” para la que supuestamente deben educar están llenos de agujeros. Igual que Diógenes el Perro, tienen un profundo desdén ante la torpeza del poder. La moderna institucionalización de la enseñanza, que se modelizó y se realizó en el siglo XIX, les asignó la importantísima tarea de ser la cinta de conducción y comunicación de valores y saberes entre lo que es y lo que debe ser. Pero con experiencia han aprendido que cuando tienen que aplicarse a esa noble tarea, se les paga horrible, y se les asigna condiciones de trabajo epistemológicamente imposibles: discutir Shakespeare con estudiantes de 15 años que vienen de n generaciones de familias sin libros ni lectura, que viven en un entorno de cultura inmediata, oral, televisiva y virtual, en la que la escritura como tecnología no juega ningún papel salvo el utilitario de escribir mensajes de 180 caracteres máximo en un celular sin tildes. Todo lo cual no sería un problema tan grande si no fuese porque los demás “referentes” de la sociedad no creen que sea fundamental aprender a escribir claramente, ni que valga la pena perder ni cinco minutos conversando en serio con Shakespeare. Antes, cuando Sarmiento pensaba que alfabetizar y darle una cultura letrada aunque sea general a las sociedades rioplatenses valía la pena, los estudiantes tenían aun menos tradición letrada que los de ahora, pero la sociedad pasaba el mensaje de que valía la pena, y la gente se lanzaba a aprender, y lo lograba enseguida. Ahora no se pasa ese mensaje.

De ninguna manera pasa por mi mente la simplificación de que deberíamos educar hoy a la Sarmiento y para una sociedad exclusiva o mayormente letrada como la de los dos siglos pasados, porque esa sociedad no existe más ni volverá a existir en el futuro. Pero sí que tenemos pendiente la discusión de cuál es el lugar de lo escrito en el conjunto de la comunicación y el poder contemporáneo, y cuánto libera a cualquier ciudadano ser educado en esos dominios. Por el momento, mi posición es simple: cuanto menos crítico es un ciudadano en términos de la cultura escrita y su manejo del saber por escrito, más fácil es engañarlo. Los resultados de esta evidente tesis están a la vista en la distancia cada vez mayor entre el saber científico o humanístico de primera categoría, y el conocimiento social general. También, y es más preocupante, entre el saber que informa las decisiones políticas de alto nivel —que es siempre en alguna medida saber escrito— y el conocimiento de los motivos de esas decisiones por parte del ciudadano.

Finalmente, decir que no puede ser poco y pobre, pero todavía mejor que decir amén. Los profesores —aunque a menudo parezcan no tener ni idea de por qué siguen diciendo que noson en eso también como era Diógenes el Perro. Son de los tantos síntomas en esta sociedad cínica acerca de cuál es el problema que existe cuando una sociedad no quiere tener valores comunes ni jerarquía alguna —salvo la del dinero y el dominio— pero todavía quiere “educar a sus jóvenes”. Tienen la actitud correcta ante la paradójica impotencia esencial que parece ser consustancial al poder, incluso si el poderoso es un virtuoso. Alejandro Magno, el hombre más poderoso de su tiempo en Grecia, se cruzó dos veces, según los reportes de Diógenes Laercio y de Plutarco, con Diógenes el Perro. La primera vez el famoso filósofo se estiraba al sol en una vereda de Corinto. Alejandro, con la humildad de su grandeza, se arrimó y, confiado en el poder que ostentaba, lo interpeló: “¿Hay algo que pueda hacer por ti?” –“Cómo no. No me tapes el sol” fue la respuesta del filósofo. Aparentemente hubo una segunda conversación, que habría transcurrido entre ambos. Diógenes observaba una pila de huesos. Alejandro se acercó. Diógenes explicó lacónicamente: “estaba buscando los huesos de tu padre en esta pila, pero realmente no puedo distinguirlos de los huesos de los esclavos que tuvo”.

 

 

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