Puesto que uno de los asuntos de este
espacio son
las Humanidades, nada mejor que considerar aquí el hecho de que un
porcentaje enorme de la humanidad ama el fútbol y no se cuida de las
censuras intelectuales que a menudo se le enderezan. El primero de los
ataques intelectuales clásicos contra el fútbol ha sido del subtipo
melancólico. Lamentaba algo que no sabemos bien qué es. Segrega (aun se
lo lleva un poco) ayes e insultos al constatar la ecuménica gravitación
de la gente hacia el fútbol. Ese argumento procede según la autoridad
única que le confiere el accidente natural que ha ubicado la cabeza al
tope y los pies abajo. Cuando esta ofensiva intelectual contra el fútbol
estuvo en su heyday, a comienzos del siglo XX, se dijo que el fútbol
se iba a llevar puesta la inteligencia y el refinamiento entre los
jóvenes. Se reclamó, oponiendo lo que no se opone, que se fundasen
bibliotecas y universidades en lugar de “footballs”. Lo que hizo la
gente, en Uruguay, Argentina y muchos otros lugares, fue elegir, ante la
disyuntiva que se les presentaba, las dos cosas. Fueron a la universidad
y jugaron al football, y encima dejaron entrar —recordar, en
Uruguay, el cisma de Nacional en 1911 y el de Peñarol en 1913, ambos
realización y triunfo de las tendencias democráticas en los dos equipos
grandes— a los no ingleses ni universitarios, a los obreros y empleados
de todos los barrios.
A esa variante de
antifutbolismo intelectual se le adhirió otra, que gustaba caer presa
del fetichismo de los estadios —otra haraganería decimonónica. Le Bon y
Spencer tuvieron bastante que decir en contra de las masas. Pero
del hecho contemporáneo de que en los estadios —en realidad,
prácticamente solo en los estadios de las naciones que van quedando, en
sus reflejos masivos, entre las más rezagadas del mundo, como las
rioplatenses— esté sobrerepresentado un grupo de ciudadanos tribales y
violentos no sale, por ningún razonamiento válido, que esos deban ser
considerados los gustadores típicos de fútbol, o que el fútbol sea un
espectáculo violento o tribal. Al contrario, es fácil demostrar que por
cada homo erectus que se agita en la tribuna hay unos cuantos
homo ludens que lo están mirando por televisión, que entienden mucho
mejor que ese hincha lo que está en juego y lo que está pasando, que dan
en su vida al fútbol un lugar mucho más interesante que el lugar
religioso que le da el fanático.
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Pero refutar todo lo anterior es más fácil que
hacer un penal sin golero en comparación con lo que viene, que es la
tesis de hoy, y que va como sigue: el fútbol (y cualquier deporte
seriamente practicado) preserva y ofrece cierta experiencia de la
verdad, gracias a que la competencia implacable en un entorno sujeto a
reglas produce una selección de virtudes individuales no reemplazable ni
relativizable por palabras o discursos. Esto, a diferencia de lo que
ocurre en casi todas las demás actividades humanas de algún interés,
donde la competencia está mediada por varias cosas que la trastornan y,
a menudo, la adulteran en su carácter y resultados.
Algún lector aquí saltará en su asiento disgustado
por la aparente inocencia del párrafo anterior, arguyendo que el fútbol
no tiene nada de verdadero, que es “puro negocio”, y encima un negocio
más corrupto que casi todos los demás. No dudo de la corrupción
existente tanto en el fútbol como en cualquier otra parte, pero afirmo
que eso no tiene nada que ver con el argumento, y ni lo roza siquiera.
Consabidas críticas acusarán a esta tesis de ingenua por supuestamente
ignorar los efectos de la “industria” y el “sistema” sobre los
resultados. Tal punto de vista no llega, sin embargo, siquiera a enfocar
en el factor misterioso que tanto seduce a la mayoría de la humanidad.
Lo que está en juego, en el fútbol, no es tanto ganar, ni tampoco los
medios particulares, que siempre son complejísimos y finalmente un poco
incompresibles, que llevan al resultado. Lo que está en juego en el
fútbol es la posibilidad, aun, de experimentar una dimensión dura y real
de la vida, basada en el cuerpo, y no mediada por la palabra, que todo
lo vuelve relativo.
En menos espacio: lo que está en juego en el fútbol
es una esperanza o una ilusión de metafísica.
Pues, curiosamente, la humanidad pareciera seguir
teniendo una inclinación natural muy notable hacia la metafísica, que ni
siquiera centenares de generaciones de metafísicos profesionales
disfrazados de deconstruccionistas han logrado destruir. Y en la dura
necesidad del talento futbolístico para sobrevivir en un medio que se
come todo lo que no tiene ese talento y no es capaz de renovarlo es
donde está el hálito de verdad, resistente, y no puramente relativo, que
el deporte genera.
***
Consideremos, a efectos de contraste, las artes
plásticas. En ese campo (a diferencia de lo que pasa con todo deporte de
alto nivel), cualquiera puede ser un artista, un pintor. Y puede
lograrlo de la noche a la mañana. Es bien conocido el fenómeno según el
cual todo intento de argumentar a favor de criterios de legitimidad
específicamente artística
—sea esto lo que sea y en caso de que
existiese—
será ignorado por los involucrados en el negocio de las artes
plásticas contemporáneas. La legitimidad “artística” de las artes
plásticas contemporáneas yace, finada hace tiempo, bajo múltiples capas
de discurso sobre el arte, emitido por los galeristas, agentes, y
artistas funcionales al asunto, para mayor gloria de la perduración
incontestada del sistema institucional mismo que estos agentes y demás
componen. Esos discursos no son emitidos para comunicar un contenido,
sino para insinuar, ominosamente, un metacontenido: “hay discursos sobre
el arte, como éste, que indican dónde el arte es. El hecho de que
sean a menudo oscuros, o directamente cantinflescos, no es menos
interesante que el hecho de que, dado que ni usted ni yo creemos saber
lo que el arte realmente sea, vale (a continuación) el argumento
de que quienes tenemos el sartén discursivo por el mango somos
nosotros”.
En contraste a ese relativismo demoledor, ¿cuál es
la verdad del fútbol? Es muy simple. No hay discurso posible, en el
mundo entero, que haga de un jugador de fútbol algo mejor de lo que es,
ni peor de lo que es, una vez se lo lanza a
la cancha a competir con sus
pares. Y no es que no se haya intentado e intente torcer todo esto a
discurso. Los contratistas lo hacen de la mañana a la noche, maquillando
y puliendo en retocados videos las hazañas modestas de su representado,
a ver si tienen suerte de colocárselo a alguien. A menudo lo consiguen,
es decir, por un momento, ese discurso legitimador de pataduras consigue
una transferencia. Pero todo el mundo sabe que si el futbolista no es
bueno, si no tiene condiciones reales de talento y capacidad para
entrenar, aprender constantemente y superarse, no hará carrera tampoco
en el club que lo compró. El problema no es de grado, sino de esencia:
en cualquier régimen profesional, no llega a primera división nadie que
no sea un jugador de fútbol, nadie que no cumpla con los estándares
mínimos de la profesión (difíciles de definir analíticamente, pero
evidentes por cuanto son los demás integrantes del sistema, los
jugadores, los que se los marcan inexorablemente a cada aspirante). En
cambio, no hay “pataduras” en artes plásticas. Cualquier aspirante con
virtudes para anexar a cualquier producto un discurso viable, desde el
punto de vista de los legitimadores discursivos de valor artístico,
puede triunfar.
Es verdad que la comparación fútbol-artes plásticas
no es enteramente justa: dar con algún aspecto de lo obviamente legítimo
y genuino es mucho más fácil para un juego, que puede limitar el mundo a
reglas, que para un mundo como el del arte, que se arrima a coincidir
con el mundo a secas. El del arte es un meta-mundo en el que la misma
noción de regla debe estar en juego. He ahí su grandeza y su desastre.
Carlos Rehermann ha traído este tema recurrentemente a nuestro espacio
de interruptor, y la reseña que hace de un libro reciente en
interruptor revista es una
muy buena síntesis de una parte del asunto en
consideración.
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Creo que además de reivindicar sus virtudes metafísicas, se podría
llevar este argumento un paso más adelante y sugerir que la virtud del
fútbol es que, pese a toda su superestructura discursiva e imaginaria,
lo decisivo en él (en la cancha) sigue siendo lo no-hermenéutico, la
dimensión de estar en el mundo sabiendo hacer las cosas sin que esto
pueda ser reductible a lenguaje
—es decir, sin que el hacer se convierta
en pasto de meras interpretaciones contrapuestas. Se puede discutir
mucho sobre virtudes y defectos de futbolistas o atletas, pero hay
hechos duros, y hay rangos de la discusión. Es posible discutir si Messi
es mejor o peor que Cristiano Ronaldo, pero nadie empieza siquiera a
considerar en serio la noción de que Messi podría ser peor que Álvaro
González. No porque el segundo no pudiese pagarse representantes y
abogados, sino porque no lo es, y es imposible que persuada a otros (ni
él querría, salvo que estuviera loco) de que lo es. Quien no conozca
nada de fútbol dudará de mi argumento, pensando que todo es relativo. No
puedo convencerlo de su error, por cuanto es un error de experiencia, no
de opinión. Naturalmente que quien aun elija transitar en sus
pensamientos de acuerdo a la creencia
—entre una mala lectura
nietzscheana y un dogma sesentista—
de que “no hay verdades sino solo
discursos e interpretaciones”, pondrá todavía el grito en el cielo,
confundiendo el fútbol con un discurso más, y la eficacia de un dribbling con una mera ilustración de la eficacia en general. Es esta
una posición que también cree que lo único que uno puede hacer, como ser
humano, es pensar y hablar/escribir en lenguaje articulado. En lugar de
haber entendido el giro lingüístico, se convierte uno así en esclavo de
la perplejidad que ese momento de la filosofía allegó. Cualquier
representante de esa superstición filosófica central (la de que “todo es
lenguaje” y que de ahí no se puede salir) está actualmente capacitado
para deslizar, concluyente, que la “demostración” de que todo es
lenguaje está en que todo puede traducirse a lenguaje verbal. Cosa de la
que dudo (cuando estoy subiendo una escalera, nada en mí piensa ni sabe
en palabras subir una escalera, salvo mi existencial estar haciéndolo),
pero que si fuese cierta, equivaldría a decir que dado que puedo
traducir un cuadro de Remedios Varo a dólares, el cuadro está
enteramente compuesto de billetes. Este razonamiento de histeria
linguisticocéntrica cree, pues, que cuando Messi está en uno de sus
slaloms, el jugador “piensa” o “lee” la jugada, en lugar de saberla
y jugarla con un cuerpo en donde el lenguaje verbal no juega ningún rol
conocido.
De ser correcta esta observación sobre la
centralidad del factor no-hermenéutico en el fútbol, su existencia es la
que libera al fútbol de (o lo hace resistente a) tanta tontería
profesionalmente comunicada por micrófonos y pantallas. Lo que realmente
fue en la cancha no se puede decir.
***
El caso es también interesante porque interviene en
él una inversión metafórica historizable. En trance de preparar un
escrito sobre el estilo del fútbol uruguayo en los años 1920, constato
una vez más, leyendo a los corresponsales de la prensa extranjera
situados en Colombes y en Amsterdam, que se decía repetidamente “arte” a
lo que hacían en la cancha aquellos Andrade, Scarone y Romano de hoy
vaga memoria. La calificación
—acompañada por su antinomia “ciencia”, que
también se usaba a menudo para referirse a la inteligencia táctica de
aquellos uruguayos—
refería por entonces a un orden discursivo ya
establecido y claro, decimonónico de pies a cabeza, que es el del genio
y la genialidad, con su cualidad descriptiva principal: la originalidad.
Para los cronistas deportivos franceses o italianos lo que hacían los
uruguayos era algo que nunca se había visto. Así sus dribblings,
fintas, engaños, regates o como se le quiera llamar, sumados a su
habilidad para el pase corto de alta precisión y velocidad que mareaba
el edificio defensivo de los rivales, les parecía todo un ejercicio
creativo de pura invención, aun sobre una cancha de pasto y con los
pies. “Verdaderamente se puede llamar “frasear” al juego de los
sudamericanos. Sinuoso, ora apretado, ora abierto, elegantísimo,
articulado, múltiple, claro, elocuente. La pelota dibuja sobre el
terreno cuadros de rara perfección estilística. Todo se hace con
suavidad, con gracia, casi con humor”, escribía Bruno Roghi para la
Gazzetta dello Sport, mientras que un catalán de nombre Enrique
Carcellach anotaba: “Por mi parte he de confesar con toda ingenuidad
que a pesar de llevar más de 20 años viendo jugar al fútbol a
formidables equipos de este y otro continente (de América), no solo no
había visto jugar con la maestría con que juega el 11 nacional de
Uruguay, sino que ni aun sospechaba que el fútbol pudiese llegar a ese
grado de virtuosidad, a ese límite artístico, a que llegaron los
uruguayos en el partido de ayer”.(1)
Cuando se decía “arte” allá
—y pese al uso de
metáfora musical (fraseo) en una de las citas incluida aquí
arriba—,
en general se pensaba en las artes plásticas, que por entonces
se anticipaban en la representación pública a las demás artes
y figuraban como
su buque insignia o resumen ideal. Lo interesante es que el lugar común
de hace 100 años ha invertido su valor. Hoy decir que el fútbol es
“arte” implicaría (aunque el lenguaje aun no lo ha notado) más un
demérito del fútbol que una virtud, puesto que lo que se vende hoy como
fútbol probablemente tenga una dimensión de legitimidad (en términos de
talento comprobable y logro o hazaña humana) bastante más fundable que
lo que se presenta como arte. En ese sentido es que la relación entre
generador y receptor de legitimidad se ha invertido. A lo sumo,
aceptemos que el arte existe, pero que se ha mudado, de las galerías, al
fútbol.
Quede pues sentada esta afirmación, por estrafalaria que parezca: el
curioso atractivo del fútbol, lejos de ser una indicación de decadencia
cultural o moral, es nada más que la continuidad de un rasgo
antropológico. Pese al escepticismo y a la crítica negativa en sentido
filosófico, pese al chisporroteo verbal de la deconstrucción y al global
éxito de su estrategia de demolición de todo, pese al cinismo ambiente y
la desesperación, y pese a que el rey está desnudo en artes
plásticas y que su cuerpo es de un mal ver que da pasmo, la gente sigue
teniendo un afecto hondo e inconmovible por lo que parece verdadero más
allá de discusiones y opiniones. Será transitorio, será cambiante, y
será formulable desde infinitos puntos de vista, distintos y aun
contradictorios
—que de todos modos nunca lo rozan.
Pero está ahí, de cuerpo presente.
(1)
Citados ambos en Lombardo,
Ricardo, Donde se cuentan proezas. Fútbol uruguayo (1920-1930),
Banda Oriental, Montevideo, 1993.
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