A raíz de una movilización
reciente,
con participación directa de
indígenas y de gauchos en la avenida 18 de Julio, me estaba preguntando
por los últimos avatares del interesante problema de la identidad
charrúa y su renovada vigencia actual, cuando cae a mis manos un
completo ensayo de Gustavo Verdesio quien, desde su mirada como
académico en los Estados Unidos, provoca al lector con una reseña de
algunos de los episodios de la discusión acerca de los grupos locales
que reivindican tal identidad. Y puesto que la informada nota parece
defender sin más la existencia de una identidad charrúa actual, es acaso
interesante leerla viendo cuál es el tipo de estrategia retórica que
informa esa postura, la que se va volviendo generalizada como parte de
una general revisión y reformulación de lo uruguayo que se está dando
con intensidad desde hace años. Pues con seguridad no alcanza con que un
grupo de ciudadanos se autodenomine charrúa para convencernos de que hay
allí algo más que una idea, por mejor que sea, y un sano entusiasmo. La
nota plantea, pese a las críticas que puedan hacérsele, un asunto
importante y legítimo. Los grupos indígenas uruguayos tienen derecho, en
caso de ser, a conformarse, a buscarse, a expresarse, a ser
reconocidos, a plantear sus reivindicaciones. Y tienen, sobre todo, el
derecho a que el resto de la sociedad los tome en serio, los interpele
honestamente por sus antecedentes, legados y tradiciones, para
integrarlos al presente como miembros reconocibles de una sociedad
común, o para respetarlos como expresión de una sociedad distinta.
El texto comienza por señalar, atinadamente, que el
Uruguay, puesto que cree que no tiene indígenas, o no ha notado que los
tiene, no ha ratificado aun convenios internacionales relativos a la
materia. “En el resto del mundo, en cambio, desde principios de los 90,
se vive un clima muy diferente en relación a los temas indígenas”. Se
afirma pues que, en esto, el Uruguay no está a tono con el mundo
—una afirmación que, pienso, es la que subtiende
todo el mecanismo de legitimidad que la nota invoca. El país no se
habría enterado de que en otros países ha habido, especialmente desde
los prolegómenos del quinto centenario del “Descubrimiento”, protestas
indígenas, y que ellas han sido “respondidas favorablemente”, en un
proceso que ha culminado en la “histórica aprobación de la Declaración
de las Naciones Unidas sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas en
setiembre de 2007”. En el nuevo clima internacional, proclive a la
sanción de los derechos de las minorías, para Uruguay, ahora
—observa el autor— “no
debería ser tan difícil entender que los derechos de los indígenas son
tan importantes como los de las mujeres o los homosexuales”.
Luego de esta correcta introducción, al final del
citado párrafo aparece, sin embargo, un primer elemento que habrá que
mirar más de cerca. Dice Verdesio, creo que también atinadamente, que
Uruguay debería aprobar el Convenio 169 de la OIT, “que otorga, entre
otras cosas, el derecho de los indígenas a autodefinirse como tales”.
Pero en realidad esta última frase representa un cierto derrape con
respecto a los criterios que el Convenio 169 determina para
identificación de los pueblos indígenas, pues la autodefinición no es el
criterio único; es decir, el indígena no puede meramente autodefinirse
para ser reconocido como tal en el marco del citado convenio. La OIT
misma explica que el acuerdo, en lugar de definir quiénes son los
pueblos indígenas y tribales, “adopta un enfoque práctico, proponiendo
solamente criterios para describir los pueblos que pretende proteger”
—lo cual parece bien sensato, dada la
heterogeneidad cultural en cuestión. Y si la “autoidentificación” es un
criterio fundamental, de ningún modo (como es de sentido común) puede
tomarse como el único criterio para ese fin. En cambio, junto a él se
recomienda (por
parte de la misma OIT) el cumplimiento de los siguientes criterios,
que Verdesio no menciona ni comenta. Lo hago aquí:
para los pueblos tribales, estos deben presentar
“estilos tradicionales de vida”; “cultura y modo de
vida diferentes a los de los otros segmentos de la población nacional,
p. ej. la forma de subsistencia, el idioma, las costumbres, etc."; y
además, deben presentar una “organización social y costumbres y leyes
tradicionales propias”. En el caso de los pueblos indígenas, los
criterios requeridos son los mismos ya mencionados, más “vivir en
continuidad histórica en un área determinada, o antes de que otros
invadieran o vinieran al área”.
***
Claro que la OIT no es la organización única a
invocar sobre este asunto de las identidades indígenas, pero sirve de
punto de referencia para organizar una parte de la discusión. En ese
sentido, lo primero será observar que, en base al conjunto de criterios
OIT antes mencionados, parecería ser bastante difícil encontrar, en el
territorio de Uruguay, pueblos indígenas o tribales que cumplan
nítidamente con al menos uno de ellos, salvo naturalmente el de la
autoidentificación; pero la autoidentificación, privada de todo control
más o menos externo (de la comunidad) respecto de la o las personas que
la invocan, parece un mecanismo indefenso ante la superchería y la
impostura de quien quisiese, por mala intención o deseo de algún otro
tipo, invocar una identidad con la que no lo abriga ninguna relación.
Naturalmente que no es eso lo que defiende el colega en su largo
artículo, el cual a continuación hace algunos comentarios acerca del
estado de cosas respecto a la legislación de los derechos indígenas en
Argentina, para cruzar luego al Uruguay. Allí enseguida afirma, como
cosa juzgada, que en este último país el territorio fue “apropiado por
medio de una campaña de exterminio de los pobladores originarios”. No es
este el espacio ni el tiempo de reconstruir polémicas muy agresivas, que
han estado centradas en la división entre quienes ven sobre todo
aculturación y quienes ven sobre todo exterminio, y que han sido
recorridas ya para uno y otro lado por historiadores y antropólogos.
Pero además del ripio teórico de dar por sentado lo que sigue siendo
controversial, es el hecho mismo de la existencia y
características de los charrúas históricos
—no ya los actuales— el
que sigue porfiadamente en duda en la discusión antropológica e
histórica profesional. Pues, al mismo tiempo que existe una amplia
(siempre interesante en el fondo, pero a menudo delirante por las formas
que toma) discusión acerca del tipo de desarrollos culturales existentes
entre los charrúas —a los que da por
sentados—, en el otro extremo algunos incluso plantean la inexistencia
de tal identidad cultural, asimilándola a grupos regionales más grandes
que no autorizarían a seguir creyendo lo que, para ellos, es un mito
construido por inexactos relatos de los colonizadores y, luego, editado
por los relatos fundacionales del Estado-nación uruguayo, ya entrado el
siglo XIX.
Un detalle último al terminar la consideración del
Convenio 169: cuando se habla de proteger a los pueblos indígenas, la
OIT pide, como criterio a seguir para su definición, que éstos
demuestren “vivir en continuidad histórica en un área determinada, o
antes de que otros invadieran o vinieran al
área”. En este caso, el problema para los charrúas de hoy, en caso se
demostrase que cumplen con todos los demás criterios aparte de la
autoidentificación, sería la incómoda posibilidad de que los charrúas
—de acuerdo a confiables historiadores
contemporáneos— llegaron más tarde que
—y vivieron guerreando y conquistando
territorio antes habitado por— guenoas-minuanos,
pampas, chanaes y bohanes (ver por ejemplo Diego Bracco, Charrúas,
Guenoas y Guaraníes), por lo que cualquier otra etnia o cultura
anterior (digamos, los bohanes; o digamos, probablemente mucho antes,
los aborígenes que dejaron los signos rupestres de Chamangá, en el
departamento de Flores) podría estar en la situación moral y legal de
reclamar un territorio que, antes de charrúa, fue de ellos. Es difícil
poner la barra de la legitimidad histórica en un sitio y que se quede
quieta.
***
El relato que hace Verdesio, tras ir repasando
varios de los lugares comunes del registro divulgador de la antropología
y la historia, adquiere tonos más emocionales cuando se dedica a
describir los ataques populares (entre ellos, los de una murga) a la
identidad charrúa, articulando un clímax que no desdeña la prolijidad
administrativa cuando asevera que es “en ese contexto hostil” que
“surgen y se desarrollan los grupos que se autoidentifican como
indígenas en el Uruguay actual. Al principio fueron la Asociación de
Descendientes de la Nación Charrúa (Adench) y la Institución de
Descendientes de los Indígenas Americanos (India, con un espectro étnico
más amplio) […] y más recientemente el Consejo de la Nación Charrúa (Conacha),
que coordina a varias (en este momento son nueve o diez) asociaciones de
indígenas.” Luego, tras citarse el autor a sí mismo en un capítulo
publicado por la Universidad de Catamarca, quebrando súbitamente el
registro, acota: “los lectores pueden imaginarse lo difícil que debe ser
reemerger en condiciones tan hostiles.”
Reemerger en condiciones hostiles es, siempre,
difícil. También hay que coincidir con el autor en que es ciertamente
injusto e indeseable el ataque a cualquier identidad,
especialmente a las identidades históricas que ya no están en situación
de defenderse. Por ejemplo, es censurable el ataque a los charrúas
históricos y toda clase de crueles burlas forjadas contra ellos por la
comunidad occidental y cristiana, así como lo es, también, la permanente
crítica denigrante que, en los últimos tiempos, algunos agentes de
nuestra academia local y mucho de los practicantes de los estudios
culturales en las academias extranjeras, particularmente la
estadounidense, practican contra la comunidad
criolla, tanto patricia como popular, de los siglos XVIII y XIX en
América. Aquellos fueron colonos y agricultores, comerciantes y
letrados, gente de trabajo y de luces que organizó y ganó, luchando codo
a codo como soldados, la independencia de estos países: auténticos
progresistas que hicieron una revolución real. Sea como sea, el párrafo
que comentábamos y que invita a la solidaridad con los nuevos
representantes charrúas incurre en un truco retórico, que creo
involuntario. Antes de sugerirnos una prueba cualquiera de que la gente
de Adench, India o Conacha son o bien “pueblos indígenas” o bien
“pueblos tribales”, ya se nos convoca a solidarizarnos con las penurias
simbólicas que pasan. Pero de momento, creo que tendremos que acordar
con Verdesio que lo que tenemos son charrúas de autodenominación, los
que, salvo que se muestre algo en contrario, no cumplen con ninguno de
los criterios que, por ejemplo la OIT, recomienda para llegar a una
clara y legítima definición.
A determinada altura la línea argumental
presentada, acaso consciente de las dificultades que entraña el
problema, ensaya una defensa ya clásica, y se nos aconseja que veamos
las cosas así: los indios siempre han estado entre nosotros, pero
“estaban ocluidos por los dispositivos de invisibilización del Estado y
la sociedad dominante, por el miedo al estigma de ser indio y por el
temor al escarnio público; en suma, y para citar a Dora, por miedo a ser
tratados peor que a perros”.
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Dora Manchado es una indígena que habla tehuelche,
de la provincia de Santa Cruz, hoy parte de la Argentina
—la que, en el truco retórico de la confianza
respecto la buena de la película, tan común
en el discurso público contemporáneo, ha perdido repentinamente el
apellido, como Pepe y como Cristina. No cabe dudar en absoluto de su
testimonio, pero hay que decir que éste no aclara mucho respecto a los
charrúas, ni de antes ni de hoy, salvo por una aventurada metonimia en
la que se incurre sin más cuando se traslada las penurias tehuelches o
argentinas a la situación local. Pero el elemento más controversial, me
parece, es que, incurriendo el autor mismo en aquello que no quisiera
para nuestros actuales autodenominados charrúas, pone en la misma bolsa
a toda persona que tenga dudas o tome distancia de su visión de la
cuestión, achacándolo todo a “una sociedad que quiere creer que el
problema del indio en Uruguay fue resuelto hace unos 180 años”.
Dicho de modo más crudo, por acción u omisión, o sos charruista, o sos
genocida y exterminador. Con todo respeto, y con la
indudable autoridad que me confiere ser un miembro más de la sociedad
uruguaya así sospechada, yo no creo, sobre el problema charrúa, nada de
eso que se nos atribuye a los uruguayos. Por tanto, no creo que el
problema fuera resuelto hace 180 años. Dudo,
incluso, de la existencia del problema mismo. Porque en efecto, para que
sea resuelto, primero hay que haber aceptado que el que estamos
considerando es un problema a resolver, y no un mero constructo
académico con derivaciones prácticas que surgen más de motivadoras ideas
que de tradiciones raigales y continuas. En cualquier caso, la operación
de aceptar que estamos frente a un problema serio insume una cantidad
importante de saltos lógicos bastante arriesgados. ¿Qué problema, pues?
El mundo está repleto de sociedades que se suceden unas a otras; las
identidades mutan y cambian; traiciones seguidas de asesinatos en masa y
degollinas las hemos tenido por decenas en el siglo XIX,
y es humanamente desagradable suponer que unas son esencialmente peores
que otras; la gente se asimila y se diferencia; las naciones se
construyen en etapas y se deconstruyen también muy rápido. Para creer
que una proclamada estática de un grupo determinado merece un trato
especial que lo exonere incluso de brindar aunque sea mínimas y tenues
pruebas factuales de su existencia hace falta una narrativa demasiado
cerrada, que se blinde y se disponga a permanecer incólume ante
cualquier pregunta. Que la academia, especialmente una parte de la
estadounidense, dedique una parte importante de su tiempo (in)útil a
considerar esa clase de “problemas latinoamericanos”, cogollo sureño en
la agenda de los ya bien decrépitos estudios culturales, hace
mucho tiempo que ha dejado de volverlos reales. El lector puede
consultar, en torno a estos desvaríos norteños,
la perspectiva de un colega
que, al igual que Verdesio y que quien escribe, ha experimentado de
primera mano el tema.
***
En fin, los argumentos que se van sucediendo, al
tiempo que celebran la posibilidad de la reemergencia por la vía de
anticiparle, generosamente, realidad, siguen la estrategia de ir
poniendo peros y advertencias a las naturales objeciones, pero sin
levantarlas. Pues tampoco alcanza, como decíamos al comienzo, con que un
grupo de ciudadanos se autodenomine charrúa para convencernos de que hay
allí algo más que una buena idea y un sano entusiasmo. Ni tampoco es
probable que le preocupe mucho a nadie, a esta altura, el pseudoproblema
de las supuestas inconsistencias de nuestro inconsciente colectivo (“la
usurpación del territorio y las políticas de exterminio […] no son un
origen que a la gente, en general, le guste recordar. Por el contrario
esos orígenes espurios se intentan poner bajo la alfombra o se los
reemplaza con narrativas y mitos..:”). Tal supuesta necesidad de
reprimir datos identitarios, de ocultar pecados originales supuestamente
presentes en las raíces de la nacionalidad, es materia de debate
exclusivamente académico, en el peor sentido de la expresión. Ya
nuestras tatarabuelas habían resuelto bien todo el asunto. Yo sugeriría
que bastantes problemas tiene la nacionalidad uruguaya con sus
imposibilidades y limitaciones conocidas y conscientes, como para
estarse anexando una metáfora, una dimensión psicoanalítica, que a lo
sumo habrá sido muy atractiva una vez en París, como lo habían sido aun
antes —para ellos—
nuestros desoladores Senaqué, Guyunusa, Vaimaca
Pirú y Tacuabé. La nota no se priva tampoco de uno de los lugares
comunes del género: citar, censurándolo de pasada, a Zorrilla y su
poema. Gustavo Verdesio sabe de la literatura, pero su bienintencionado
afán lo hace olvidarse de las cosas que conoce, como que habría mucho
que objetarle al uso de Tabaré de esa forma, porque la obra de
Zorrilla zurce en su tiempo, y mudarla a un presente completamente
antiromántico para desleerla es maniobra falsa por demasiado fácil. Es
cosa visible que muchos de quienes en el mundo de la divulgación
indigenista hablan de Zorrilla parecieran tener una ignorancia casi
perfecta de la historia de la literatura, a la vez que una temeridad
notable para el anacronismo valorativo, lo que les permite no haberse
molestado en visitar con el ojo abierto la obra de la que ríen. Observo,
sin embargo, que el eje ‘Occidente versus un charrúa genuino y
originario, ecológico y feminista, espiritual y sabio’, tan en boga hoy
en las versiones popularizadas del charruísmo, no es otra cosa que una
reedición de Tabaré, pero sin la alegría de la música del verso
de Zorrilla de San Martín. Es decir, sin nada.
Hacia el final, la secuencia de argumentos en
defensa de identidades autodefinidas, que está en el aire, y que la nota
que comentamos recoge muy profesionalmente, se va sutilizando para
elevarse a zonas ya algo enrarecidas, si no completamente oximorónicas.
Por ejemplo, se presupone el hiato cultural y al mismo tiempo se exige
suponer la continuidad cultural: “Parecería
existir una expectativa de que los indígenas de hoy luzcan como nos
imaginamos que lucían los de antes del contacto. Esto es algo bastante
injusto, dado que a todas las otras sociedades del planeta se les
permite evolucionar sin que se les cuestione su legitimidad cultural:
nadie les pide a los romanos de hoy que se vistan como un gladiador o un
legionario de la época imperial […]”. Ahora bien, si los charrúas
fueron exterminados (cosa que no ocurrió con los habitantes de Roma) no
estaríamos en el Uruguay frente a la misma y supuesta “continuidad
histórica” que se postula, digamos, entre Vittorio de Sica y Calígula.
Pero al mismo tiempo que, por un lado, no hay continuidad porque hubo
exterminio, por el otro se nos pide que consideremos que, digamos Dani
Umpi, de Tacuarembó, está sin más en un hilo continuo de sucesión
cultural con Tacuabé, posiblemente
originario del mismo lugar —continuidad que
hay que dar por sentada y de la que no sería necesario demostrar nada.
El argumento es extraño. Aunque no le pidamos a Dani Umpi que se
pertreche de mazas y salga a partir cráneos en la batalla, aparentemente
deberíamos aceptar sin más, en él, y en cualquier otro de los ciudadanos
del Uruguay actual, una continuidad natural con los charrúas que basta
invocar para que exista. La misma, se nos sugiere, que existe entre un
romano de hoy y un centurión, o entre Roland Barthes y Robespierre. Lo
contrario —es decir, pedir que sea mostrada
esa continuidad—, según el artículo, sería
tener una “injusta y excesiva expectativa”
—algo basado en meras apariencias, (y no, supongo, en la esencia
continua del charrúa total).
Este último argumento se despliega, pidiendo luego
al lector que se dé cuenta de que los indios
ya no son lo que eran, y que hoy pueden usar zapatillas Nike y celular.
El autor, sabedor de que está pisando terreno escabroso, se defiende
allí con un contraataque: “Parecería que a
los indígenas los bienes y artefactos de la modernidad les tuvieran que
estar vedados. Esto se debe, casi seguramente, a aquellos que Johannes
Fabian llamó —en Time and the Other. How
Anthropology Makes its Object [...]— la negación de la
contemporaneidad [denial of coevalness], que es una operación
mental que consiste en relegar al indígena del presente, ése que vemos
con nuestros ojos, al pasado, a un momento histórico anterior a la
evolución de la especie”.
No creo que sea difícil evitar el problema del que
se nos advierte en el párrafo recién citado. Cualquiera se apuraría a
conceder, una vez instruido, y en inglés, del término teórico
correspondiente, que no es preciso que los indios charrúas se presenten
en sociedad munidos de signos típicos para ser creíbles. Pero sí cabe
observar que a menudo hay una inversión lógica que pasa desapercibida en
los argumentos, por los que a alguien, dado que de A se sigue B, se le
pide (de contrabando) que acepte que de B se sigue A. Y esto último no
se cumple necesariamente. No en este caso, al menos. Dicho de otro modo,
no alcanza con que venga alguien que se invoque charrúa porque lleva
zapatillas Nike y un iPhone, para que uno inmediatamente le crea.
El esfuerzo retórico confunde el auspicio de una
posibilidad en sí interesante con trabajar
en pos de la obturación de toda posibilidad de comprobar, en los hechos,
esa posibilidad; confunde el deber ser con el ser. Pero en lugar de
esforzarse en criticar las sospechas ajenas, bastaría con exhibir los
elementos probatorios que hasta la OIT modestamente sugiere, para que, en
lugar de una polémica posible, tuviésemos la riqueza de una diversidad
desde siempre alentada en el imaginario de este país, que eligió
llamarse en lengua guaraní.
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