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Amir Hamed
ISSN 1688-1672

 


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          ¿IZQUIERDA Y PROGRESISMO?

Mundo sin aporía

Aldo Mazzucchelli

La adopción más o menos
inconsciente de una filosofía relativista y/o de un materialismo metafísico está en la base de la crisis de la izquierda, y hasta que la izquierda no se disponga a sacar conclusiones serias de esto, es improbable que logre distinguirse del “progresismo”. ¿Cómo se puede desarrollar una tesis de este tipo sin resultar pedante, o sin ser obvio para quienes tienen algunos conocimientos de filosofía, y a la vez irrelevante para quienes no? El asunto es casi imposible. Sin embargo, quizá una estrategia mediada por las palabras de otro ayude hoy. Veo una columna de Hoenir Sarthou, interesante como todas las suyas, en donde al tiempo que desarrolla la noción de que el progresismo es (y a la vez, no es) la izquierda, o cierta izquierda, o una izquierda, o como lo dice él “un nuevo nombre y una nueva actitud que adoptaron muchas fuerzas de izquierda para sobrevivir a la caída del “socialismo real”, Hoenir hace la crítica del obvio consumismo, corrupción, y desprecio por la formación cultural del pueblo que los gobiernos “progresistas” de América Latina han traído consigo. “
En lugar de formar ciudadanos, formó consumidores y público aplaudidor, mientras que los gobernantes se iban acostumbrando a disfrutar de los privilegios del poder”.

Hasta aquí de acuerdo, pero al final Hoenir dice esto: La crisis que parece afectar a los gobiernos “progresistas” puede ser una buena oportunidad para reflexionar sobre el futuro. Porque no todas son pálidas. Las recientes experiencias electorales en Argentina y Venezuela demuestran que algo nuevo se ha incorporado a la cultura política de esos pueblos. Atrás quedaron los tiempos mesiánicos en que la izquierda creía que “La Revolución” era un cambio irreversible, insometible a voluntades populares o a consultas democráticas. Los gobiernos de Argentina y Venezuela, pese a sus tremendos conflictos con la oposición, reconocieron su derrota y acataron la voluntad popular. Ese acatamiento, curiosamente, también legitima sus triunfos anteriores. Y anuncia la posibilidad legítima de triunfos futuros:"

Es decir que, pese a la demoledora crítica a la que somete Hoenir al progresismo, diferenciándolo (creía haber entendido yo) de la izquierda, al final pareciera que lo bueno es que... ¿ese mismo progresismo ha dejado sembrada la semilla de triunfos futuros? No entiendo. ¿Es o no es lo mismo izquierda y progresismo? ¿Es bueno para la izquierda que retenga o reconquiste el poder un gobierno como el de Maduro, o el de Mujica o Vázquez? Parece haber algo no bien resuelto en esa contradicción. Yo sugeriría que es la persistencia en creer que basta usar el término “izquierda” para conservar la pureza, diferenciándose una vez más, mágicamente, de lo que todo el mundo entendió eran “gobiernos de izquierda”. Quizá la esperanza sea que la izquierda, como una suerte de alien moderno metido en las entrañas del progresismo, haya hecho la digestión de las malas experiencias de las últimas décadas y logre educar y convencer a la gente de que debe tener una cultura de izquierda, rechazando la cultura del progresismo...  No creo. Mi opinión es que semejante perspectiva es más bien desastrosa, y que lo que debemos seguir haciendo, sin pausa, es someter a la noción de izquierda a una crítica muy seria, quedándonos de ella solo con lo que sobreviva a esa crítica. Y que esa, la de la (auto)crítica despiadada, es la única actitud “de izquierda” posible. Por más anacrónico que parezca, la izquierda local aun se debe este ejercicio —y para peor, es más que probable que el tiempo para encararlo en serio se haya agotado ya casi por completo.

El punto de la nota de Sarthou parece claro, no obstante: hay algo, “la izquierda”, que es lo salvable del desastre moral y republicano y político y social de las experiencias progresistas. Yo entiendo, claro está, el razonamiento que hace Hoenir, y doy fe de su buena fe y de su apuesta a una dialéctica que pareciera que en todo nos ha ido abandonando. Pero me gustaría observar que la apuesta que hace esa dialéctica es improbable. Se trata de apostar a que, luego de 10 o más años de gobiernos que las gentes han entendido como “de izquierda”, las gentes no van a hacer un balance sobre “la izquierda en el poder”, sino sobre la sutil discriminación entre progresistas e izquierdistas, y a la vuelta del tiempo van a apostar de nuevo por la izquierda (la “izquierda no progresista” sería, en ese caso), solo que esta vez de modo vigilante, para que no se caiga en el consumismo, el materialismo, la falta de educación, y el desprecio a las reglas de “la democracia burguesa” con la corrupción que esto obviamente trae. Nótese que yo distingo, igual que Hoenir, entre progresismo e izquierda. Escribí en febrero de 2005, cuando el primer gobierno de izquierda alboreaba, un ensayo llamado “El zombi”, algo rotundo —cosa que a todos nos pasa a menudo cuando estamos enojados con lo que vemos— pero que creo que todavía vale en muchas de sus posiciones, anticipando que el progresismo no era la izquierda, sino el problema, y uno gordo: el problema de cuando la burocracia y el corporativismo sustituyen a la izquierda, o dicho de otro modo, el problema de cuando la mentalidad corporativa se hace la izquierdista para hacerse del poder.

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El problema en cuestión es un problema filosófico. Tiene que ver con el abandono, por parte del progresismo de la dialéctica, de la tarea de pensar. Hace un tiempo aprovecho para agradecerle por este medio— Luis Eduardo González me envió un artículo a raíz de una columna que yo había publicado para provocar un poco sobre este asunto de la “izquierda y la derecha” que cada tanto vuelve a emerger. En él González mostraba, a nivel académico y más profesional que cualquiera de nuestros ensayos probablemente, que el juicio de los expertos sobre qué es izquierda y qué es derecha no coincide con el juicio de los votantes (de ahí mi duda sobre lo que cabe esperar de la dialéctica histórica que creo ver bajo la esperanza de Hoenir). El segundo aspecto importante del argumento de Luis Eduardo (lo refraseo a mi modo, espero que no demasiado mal) es que hace falta tener cierta experiencia histórica consistente, por parte del electorado, acerca de qué es “izquierda” y “derecha” en el poder —de donde surge que las categorías izquierda-derecha discriminan mejor entre dos culturas específicas cuando las usa una democracia medianamente desarrollada, es decir, con historia y experiencia propia sobre el asunto. El artículo de Luis Eduardo agrega una apretada síntesis de las definiciones más o menos técnicas sobre izquierda y derecha. Paso a reseñarlas (sin citar, ni atribuir mis posibles errores de resumen al autor), pues eso me dará pie para la segunda parte de estos apuntes. Esas definiciones son: (a) históricamente hablando quienes, en el contexto de la Revolución Francesa, en la Asamblea Nacional se sentaban a la izquierda, que eran los opositores del antiguo régimen —como se sabe, a la derecha se sentaban quienes lo sostenían; (b) el énfasis en la igualdad económico-social (énfasis, agrego yo, que a veces se contrapone a un énfasis en la libertad, atribuido a la derecha); (c) la oposición al orden establecido; (d) lo “políticamente correcto”.

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Hecho este recordatorio sobre algunas nociones generalmente aceptadas de qué sería izquierda y qué derecha, volvamos al punto central, que es el inicial. Todos sabemos que el mundo ha cambiado y que ese cambio tiene que ver con una suerte de imposición general del relativismo dentro del pensamiento globalizador hegemónico. Todos sabemos que el “giro lingüístico” ha sido una bomba atómica en el campo de la tradición metafísica. Lo que me llama la atención es que la izquierda no saque conclusiones más claras ante todo esto, y en cambio siga intentando acomodar su discurso a cualquier cosa que le dé una esperanza de poder. En particular, que siga aceptando tirar todo por la borda a cambio de quedarse con el discurso de la “corrección política”, que es lo que ha hecho —y lo que la ha transformado, precisamente, en mero “progresismo”.

¿Qué le ha pasado, como consecuencia de esa pésima postura histórica, oportunista por donde se la mire, a nuestra política? Mi respuesta es: ha sido tomada por la desconfianza radical en la posibilidad de discutir, tornándose en retórica, espectáculo y ocultamiento general del poder. Y ¿quién podría hacer la crítica al espectacular ocultamiento del poder y desaparición de la esfera pública y la política, sino la izquierda? Sin embargo, con la evolución de lo que en filosofía se conoce en general como el “giro lingüístico", los intelectuales, filósofos y escritores primero (casi todos, de izquierda), y el resto del mundo después, perdieron profesionalmente la confianza en la existencia del mundo. Y ¿cómo se puede ser de izquierda y a la vez haber dejado de creer en la verdad, en el mundo, en el bien?... ¿Es posible ser de izquierda y aceptar que todo esté librado a las fuerzas del mercado, del dinero, de la retórica comprada por quien tenga más? ¿Es de izquierda haber renunciado a educar filosófica y humanísticamente, y dedicarse a educar en retórica, en negocios, en eficacia y gestión? 

El progresismo se ha adaptado a las risas a todas estas preguntas, tirándolas todas juntas por la borda. Para el progresismo no hay dramas. Es para la izquierda —en casi todas sus acepciones, menos la última— que cuenta y pesa la derogación del mundo. Con esa desaparición del mundo, es decir, de la referencia, se ha retirado la dialéctica. Se ha retirado, digámoslo así, con deliberada y placentera anacronía, el proyecto de Platón, el de buscar desinteresadamente la verdad de un asunto en un diálogo referido, es decir, controlado por algo estable que está fuera de quien habla y su lenguaje. Importaba en el viejo Platón más el diálogo, la cultura del diálogo y la búsqueda común de la verdad, que el factible hallazgo de tal verdad. Mejor dicho, lo que interesaba era alcanzar la aporía, punto en el cual el lenguaje y la mente se trancan, por así decirlo, revelando que, en su relación con el mundo, hay una disfunción a reconsiderar. Esa reconsideración sería parcialmente infinita, y daría lugar al pensamiento crítico/autocrítico, a la autorreferencialidad controlada, que se suponía —ya no se lo supone más—era esencial a toda empresa del pensar. Pues solo al saberse uno trancado podría uno tomar conciencia completa de su discurso anterior para resolver el obstáculo. Como cualquiera puede constatar, el mundo en el que entramos carece de la posibilidad de aporía. Nada se tranca, todo fluye, y todo puede estar bien, dependiendo de si me sirve a mí y tengo la habilidad para imponerlo. No olvidar que Platón contradijo y rechazó a los sofistas en tanto profesionales del discurso eficaz y educadores para el discurso eficaz. También, como consecuencia, aquella estrategia platónica dio lugar, en el rechazo de la mera retórica, a formas específicas de aprendizaje, dio lugar a la ciencia y las humanidades, al experimento, al amor a lo valioso del pasado que da sentido de pertenencia al sujeto, al empeñarse individualmente en ser mejor y al descubrimiento, al reconocer al otro como diferente, al comprender que la verdad es social y múltiple en su construcción, pero no por ello relativa en cada una de sus formulaciones históricas.

Con la retirada de la dialéctica hemos visto cómo va desapareciendo también su modo folk, la esfera pública como lugar de discusiones y debates relevantes. Es posible pensar que, en el peor de los casos, desaparece también con ello la posibilidad de educar, puesto que solo se puede educar sobre la base de algunas creencias comunes y firmes que den legitimidad a semejante empresa colectiva, y sobre la base de un referente externo que instale un sentido de limitación a cualquier operación del que quiere aprender algo. Si en lugar de esto se pone entre paréntesis la existencia del mundo, solo puede uno dedicarse a adiestrar en “competencias” y “destrezas”. Toda actitud crítica queda automáticamente derogada, o al menos reducida a lo táctico. Se discute “problemas concretos”, pero nunca por qué diablos tengo que aceptar tener esos problemas, y no otros. Y si no hay —filosóficamente hablando— mundo ni fundamento externo alguno en el cual apoyar —o al cual “remitir”— nuestros puntos de vista alternativos, éstos pasan a flotar en un mar de trucos retóricos, de “correlaciones de fuerza” que se llevan puesta hasta la verdad más evidente. Hablame de justicia después... De modo que no, no creo que el progresismo, con su adaptabilidad al mundo relativista (que es, claro está, el famoso mundo “neoliberal”), haya sido solo un fracaso parcial que llevará, a la vuelta del período electoral, a un relanzamiento de la “izquierda”, sea esto lo que sea. Creo que es una oportunidad miserablemente perdida, en la que se ha sacrificado un período esencial de la vida de mucha gente concreta, gente que construyó con su militancia y su ética la opción de poder para la antigua izquierda que los “progresismos” han cooptado.

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La modernidad ha negado al dios, los dioses, y salvo que logre, en base a tecnología, crear un dios propio, probablemente siga navegando en su propio desenfreno entretenido. La izquierda, como parte de la modernidad, no puede zafar de esa misma ley. Me refiero a la izquierda que le dio la vuelta a Hegel, la de la metafísica materialista, no la izquierda anarca y ocultista de los poetas y los místicos, la del rechazo a la modernidad. La izquierda modernísima, más papista que el papa y más tecnologista que un ingeniero japonés, termina en progresismo. Aquí lo estamos viendo: en materialismo sin contrapeso de trascendencia. La trascendencia no es necesariamente religión, por cierto, pero tiene que ser una trascendencia en serio respecto de una metafísica de la materia. Caso contrario se convierte en un sobrecálculo de materiales: si hacemos esto, si seguimos esta línea política, nuestros nietos tendrán más comida y más nintendos. ¿Y el sentido? Para que la metafísica materialista encuentre sentido, deberá primero inventar un dios tecnológico con toda la barba: un dios tecnológico que elimine la muerte, por ejemplo. No digo que sea imposible, digo que ese es su desafío concreto. La trascendencia de lo humano, del bien común, de una humanidad más respetuosa de su planeta y de su ser individual y colectivo no es solo de izquierda. Toda clase de movimientos utopistas la han proclamado, en todo el espectro político, de la “ultraderecha” a la “ultraizquierda”.

El mundo del “neoliberalismo” y el mundo del “progresismo” no se distinguen por su política: solo se distinguen por su retórica. Me da la impresión que la descreencia en el mundo que ambos extremos han instalado es, en el mejor de los casos, una misteriosa estrategia humana de autodisolución de una humanidad de miles de años, con vistas a un futuro global que ya estamos empezando a vivir, y cuyas consecuencias son, por definición, indefinibles según los modos civilizatorios que, precisamente, estamos demoliendo y dejando atrás. No creo que tenga sentido quejarse de esa supuesta pérdida. Me atrevería sí a observar que sugerir que “esta vez lo hicimos mal, pero la próxima sale”, postergando así una autocrítica efectiva, no es el camino mejor.

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