Hay quien piensa y ha escrito
que lo peor es la
traición, ilustrando tal afirmación en que Dante haya domiciliado a los
traidores en el noveno círculo. Creo que se puede argumentar bastante
bien que peor que estar en el noveno piso del Infierno, que al menos
otorga la notoriedad de haber sido el peor-peor, es tercer canto de la
Commedia, en el Antinferno, entre los indiferentes. Allí, en lugar de ser malo, uno queda reducido a
ser, como fulminara sobre un colega una vez Herrera y Reissig, “casi
malo”. Es decir, menos que lo peor-peor. Dante no se digna a hablar con
los indiferentes, a reportearlos, como hace en casi todos los demás
círculos. “Non ti curar di lor, ma guarda e passa”, aconseja
Virgilio. “No te ocupes de ellos. Mira, y sigue”. Esa multitud, que el
poema compara a granos de arena, y de la cual el turista infernal se
sorprende, no creyendo que la muerte “hubiese deshecho a tantos”, es
elocuente descripción, proto-moderna, de lo que pasa cuando el sentido
se ausenta de la vida, y la cobardía del acomodo y la comodidad pasa a
mandar. En ese caso, ya no es fácil ser nada, ni siquiera malo.
Leyendo a Francis Fukuyama 24 años más tarde, se
entiende la esterilidad fundamental de ciertas zonas del pensamiento
occidental contemporáneo para entusiasmar, conquistar, convencer, por
más probadas en la práctica que sean o parezcan muchas de sus premisas.
En el verano boreal de 1989, el entonces
subdirector del equipo de planificación de políticas del Departamento de
Estado norteamericano publicó, en la revista The National Interest,
un artículo que se haría famoso y se convertiría en la
semilla de un libro, que apareció tres años más tarde. Aquel ensayo,
llamado “¿El fin de la historia?”, lejos de guiarse por la interrogativa
cautela signada en el título, adopta —sobre todo en su comienzo— un tono
triunfal, casi de barrabrava filosófico. Creo que ese tono triunfal es
precisamente lo importante, y lo es en sentido negativo: oculta, en lo
totalizador del éxito, cierta futura ausencia de diferencias (indiferencias)
—y sin diferencias no se puede ofrecer un sentido. A partir de su
imposición histórica en el campo socioeconómico, un problema del
pensamiento democrático y republicano (y el problema que la “izquierda”
local cree que tiene lo que llama la “derecha”(1)
local) se revela al haber redondeado, finalmente, una esplendorosa,
esférica, exitosa incapacidad de generar pathos y, en
consecuencia, sentido —porque el sentido no sale nunca de un
razonamiento, y menos de un éxito. Sale de una pasión. La
deslegitimación de su enemigo ideológico trajo, cuando menos, una pareja
deslegitimación de sí mismo.
Dialécticamente, sugeriré, ese problema ha pasado a
ser, sin embargo, ahora más de la “izquierda” que de la “derecha”.
Especialmente en los lugares en que, como en América Latina, puesto que
la Historia nunca llegó del todo, tampoco logra abandonarnos por
completo.
***
Fukuyama suena más o menos así: “El triunfo de
Occidente, de la idea de Occidente, es evidente, antes que nada, en la
completa desaparición de cualquier alternativa sistemática viable al
liberalismo occidental”.
Como esta, acumula Fukuyama otras sentencias de muerte, sin
espacio a diferencia alguna. Por ejemplo, famosamente dice que lo que se
estaría atestiguando por entonces sería “no solo el fin de la Guerra
Fría, o la muerte de un período particular de la historia de posguerra,
sino el fin de la Historia como tal: es decir, el punto final de la
evolución ideológica de la humanidad y la universalización de la
democracia liberal de Occidente como la forma final del gobierno
humano”. El problema, una vez más, no es con los argumentos. El fin de
la Historia, o del historicismo como forma natural de estar en un
presente siempre perspectivado, parece efectivamente haber terminado, o
estar en estado de latencia al menos. El problema es con la ligazón que
hace Fukuyama del fin de la historicidad con el modelo occidental de
desarrollo, intentando mostrar que una cosa legitima a la otra. Porque
si no la legitima, podemos constatar el fin de la Historia, y al mismo
tiempo no creer ni por un momento que el capitalismo y el consumo son la
sede de cualquier sentido posible, de aquí a la eternidad.
Después que uno ha leído mucho en su vida, y
probablemente porque los contenidos ya es raro que resulten nuevos, uno
se fija bastante en algo menos abstracto y más tangible: el tono en el
que alguien escribe. El tono perentorio, absoluto, hiperracional y al
mismo tiempo repleto de momentos terminantes (una especie de final
interminable a todo platillo y escalas de una insoportable balada pop)
que adopta el escribir de Fukuyama, corresponde bien a un vacío, el
vacío de sentido que deja el exitoso y largo orgasmo de “la democracia
liberal de Occidente”. No es nuevo que la palabra éxito y la palabra
exit (salida) están peligrosamente cercanas, tanto en la fonética
como en el mundo de la vida. El que alcanza el éxito tiene que pasar a
otra cosa. Y uno se pregunta a qué otra cosa es que ha pasado el
consumismo democrático de Occidente una vez que se han pasado a cobre
las últimas lascas del Muro. Se puede, pongamos por caso, dar sentido
al mundo, en cuyo caso, uno permanece en el ámbito del símbolo. Y,
estando así, la imposibilidad de tocar la realidad (porque
siempre el símbolo se interpone) sigue alimentando, gracias a Dios y a
las Humanidades, la metafísica. O se puede, también, operar en el
mundo. En cuyo caso uno queda reducido a ser una sucesión de
opciones, tomadas y rápidamente olvidadas, sin sentido salvo el de que
aparecerá una nueva opción. “Entretenernos hasta morir” (Amusing
Ourselves to Death) fue un exitoso escrito
de los tiempos paleolíticos anteriores a internet (1985 d.C.), en que el
profesor Neil Postman modestamente aportaba, desde el título y antes que
Fukuyama, la descripción telegráfica y completa de cómo iba a lucir el
mundo un par de décadas más tarde.
***
Fukuyama apoyaba su análisis en las famosas
lecturas hegelianas de Kojève, y el carácter absoluto de su tono viene
de la convicción filosófica de que la historia, que es Historia que se
desenvuelve en el espíritu, ha alcanzado —a ese nivel de la idea— su
culminación allá por los lejanos tiempos en que cuajó la Ilustración
filosófica y política, lo que Hegel había amojonado a 1806 y la batalla
de Jena. Todo lo que ha venido pasando luego son meras consecuencias
visibles de aquello, en las que los distintos aledaños manifiestan a su
tiempo lo que en el Espíritu Absoluto ya ocurrió, sin modificarlo un
ápice. La descripción política e histórica que proponía Fukuyama de lo
que viene luego de 1989 es razonablemente atinada, y el final es
melancólico: “El fin de la Historia será una época muy triste. La lucha
por el reconocimiento, el deseo de arriesgar la propia vida por una meta
puramente abstracta, la lucha ideológica global que convocó el arrojo,
el coraje, la imaginación y el idealismo, serán reemplazadas por cálculo
económico, un interminable solucionar problemas técnicos, ambientales, y
la satisfacción de sofisticadas demandas de consumo. En el período
pos-histórico no habrá ni arte ni filosofía, solo el cuidado perpetuo
del museo de la historia humana. Puedo sentir en mí, y ver en otros a mi
alrededor, una poderosa nostalgia por el tiempo en que había Historia.”
A casi un cuarto de siglo de la tristemente exacta,
publicación de Fukuyama, y sin que ninguna alternativa conocida haya
aparecido a un sistema socioeconómico global cada vez más fuerte pese a
las supuestas “crisis terminales” que se le diagnostican, el pensamiento
democrático y republicano sigue, sin embargo, siendo incapaz de
entusiasmar a casi nadie —especialmente a casi nadie de las nuevas
generaciones. Una suerte de ilegitimidad de tal pensamiento se percibe,
generalizada, por todas partes. Ilegitimidad que viene de razones por
completo inmateriales. Sospecho una, acaso principal: toda ausencia de
agonía (voluntad en lucha) genera indiferencia.
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“L’indifferenza è il peso morto della storia.
L’indifferenza opera potentemente nella storia”, escribía,
rapsódicamente, Antonio Gramsci en un papelito anotado en 1917. “Obra
pasivamente, pero obra. Es la fatalidad; es aquello con lo que no se
puede contar; es aquello que destruye los programas, que arruina los
planes mejor construidos; es la materia bruta que destroza la
inteligencia. Esto que sucede, el mal que se abate sobre todos,
acontece porque la masa de los hombres abdica de su voluntad (…).
Entre el ausentismo y la indiferencia pocas manos, sin control alguno,
tejen la tela de la vida colectiva, y la masa ignora, porque no se
preocupa; y entonces parece que la fatalidad fuese la que trastorna todo
y a todos, parece que la Historia no fuese otra cosa que un enorme
fenómeno natural (…). Algunos lloran piadosamente, otros insultan
obscenamente, pero ninguno o muy pocos se preguntan: ¿si yo hubiese
hecho también lo que era mi deber, si hubiese buscado hacer valer mi
voluntad, habría pasado lo que ha pasado?”
No se si Gramsci tenía razón. Su tono me parece
demasiado el de alguien que traslada lo individual a lo social como si
se pudiese hacer tal cosa sin pérdida. Pero la pregunta final de
Gramsci, que es la pregunta retórica que siempre hay que hacerle al
indiferente, tiene alguna importancia ante la perpleja conciencia de esa
zona del pensamiento occidental que no convoca, no entusiasma, y no
convence, pese a haber tenido, desde el punto de vista instrumental, más
razón que sus aparentes enemigos históricos. La “izquierda” vernácula,
por ejemplo, cuando busca recabar ejemplos de lugares en donde alguna de
sus supuestas ideas prácticas han sido aplicadas, solo puede musitar
referencias inseguras a patéticos fracasos, o ya ocurridos, como Cuba, o
en vías de escandaloso acaecimiento, como Venezuela. Pero, aunque en
punto a modelos de desempeño social la “izquierda” no tenga mucho que
aportar, en su pathos metafísico, en su sensibilidad para el
sentido, sí que ha obtenido un momento, una inercia si se quiere, que
aun la mantiene como proveedora de legitimidades. Cuando la “derecha”
local se pregunta cómo es posible que algunas de las interpretaciones de
la historia reciente que la “izquierda” local ha desarrollado hayan
prosperado y se hayan vuelto, incluso, hegemónicas, lo que esa “derecha”
debiera pensar, primero, es cuál fue el nivel de indiferencia con el
que, en los años 1940 a 1960 del siglo pasado, se dedicó a hacer la
plancha, a orientar el poder y la práctica del Estado hacia el
clientelismo y, pese a los sabios diagnósticos que ella mismo hizo allá
en los sesenta, hacia soluciones a medias, dudosamente profesionales,
pero que mantuvieron al país flotando. Pero mucho más aun, debe
preguntarse cómo es posible que toda metafísica —me refiero a todo el
espacio en el cual, ante la relación problemática con el Ser, se intenta
algo— haya sido patrimonio de la “izquierda”, sea a través del arte, sea
a través de la “cultura”, sea a través de la educación. Incluso el
ámbito metafísico de deconstrucción de la metafísica, copado por el
posestructuralismo académico. Si alguien mira (auto)satisfecho durante
décadas cómo esos tres espacios van a manos de otros, toda queja
posterior es absurda.
Los tiempos no ayudaban, es claro. En plena pugna
de Guerra Fría se había venido concretando velozmente la tarea de
destrucción de toda legitimidad para la herencia de Occidente, tarea que
se había ido llevando desde que los existencialistas se apropiaron de
todos los espacios inteligentes y críticos desarrollados, antes, desde
el corazón mismo de la filosofía burguesa (de Schopenhauer y
Nietzsche a Heidegger). La izquierda académica podrá declararse más o
menos antioccidental, pero ha sido la principal heredera legítima de
todo lo que el más rancio pensamiento tradicional occidental ha
producido. Así, el “intelectual de derechas”, de existir, resulta una
suerte de paria, o bastardo, dentro de su propia tradición, de la que
debería alimentarse y en la que debería legitimarse. Me resulta
exquisitamente anecdótico mencionar aquí que Francis Fukuyama fue a
estudiar letras a París cuando era joven, con Derrida y Barthes.
No es raro que, hombre sagaz, enseguida se haya dado cuenta que su lugar
no estaba ahí, en el corazón mismo de la más exitosa reacción
antioccidental de la historia occidental. Desarrolló, por lo que se
percibe en su tono, un intenso sentimiento de revancha, que cuajó en
aquella victoria pírrica de 1989. Aunque Fukuyama haya tenido razón y el
“último hombre” (lo que agregó al título cuando publicó todo en libro:
The End of History and the Last Man, 1992) sea una realidad obvia
para muchos de los formados en la última generación con noción de
sentido, memoria, direccionalidad histórica, etc., la razón de su
escrito no conquistó muchos corazones que digamos, porque representa
nada más que un momento, extremadamente negativo dentro de su exultante
positividad, que solo abre un inmenso, anchísimo espacio para la
indiferencia. Si lo que triunfó es el aplastamiento del “enemigo” y lo
que se abrió es un espacio sin oposición, tendremos (como tenemos)
ministros de economía o encargados de las empresas públicas que, en
gobiernos de izquierda o derecha, hacen todos lo mismo. Pero un triunfo
en lo instrumental, por su naturaleza no suficientemente autocrítica ni
autoconsciente, no puede generar sentido. Se convierte, desde su propio
éxito, en ilegítimo.
Ahora bien, no habrá más Historia ni hombres, pero
dialéctica hay en cantidad. Para perder legitimidad, basta con tenerla.
¿No es, pues, que la “izquierda” local va camino a perder su legitimidad
a velocidad de tren bala cuando, en lugar de preocuparse del sentido, se
preocupa únicamente de la operatividad, de la eficiencia? Ahora, la
“izquierda” ha asumido para administrarle a la “derecha” el mundo
indiferente en el que (por esfuerzos de ambos) se desembocó. Hasta
Fukuyama, que añora los tiempos en que vivíamos en estado de
historicidad, deja la puerta abierta a un retorno de aquellos tiempos:
“Acaso esta perspectiva misma de siglos de aburrimiento después del fin
de la Historia sirva para hacerla arrancar de nuevo”. ¿Tiene recursos la
“izquierda” para siquiera formularse la pregunta retórica destinada al
indiferente? ¿Están a mano tales recursos cuando se ha instalado uno en
el poder y lo está usando para hacer crecer el Estado y el poder
corporativo, debilitar los controles, y asegurarse lo que cree será un
reinado eterno en el confort y la seguridad del poder, mientras los
generadores de pathos (educación, arte y política) se van al
infierno? Para saberlo, le bastará mirarse en el espejo histórico de la
“derecha”.
Nota:
(1) Escribo izquierda y derecha entre comillas porque
para mí lo que se refiere hoy en este país por esos ruidos no significa
nada muy semejante a lo que el mundo en general ha entendido por tales
durante décadas.
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