Walter Benjamin dedica muchas
páginas de su maravilloso ensayo sobre el Trauerspiel
a la melancolía. Puesto que el tipo de obras barrocas alemanas que
estudia es, desde el nombre, algo así como el “espectáculo del duelo”
(duelo en el sentido de la tristeza, no en el belicoso), Benjamin
encuentra que, pese al carácter truculento y crudo de muchas de las
obras del período, el fondo del asunto tiene que ver con una
desesperación melancólica por el carácter mundano de la fe protestante.
“En la medida [...] en que dejaba al alma librada a la gracia de la fe y
en que hacía del ámbito profano y político el lugar en que se ponía a
prueba una vida concebida como religiosa solo de un modo mediado,
destinado a la demostración de las virtudes burguesas, el luteranismo
inculcó en el pueblo sin duda la estricta obediencia al deber, pero a
sus grandes hombres les infundió la pesadumbre”. El mismo Lutero vio sus
últimas dos décadas de vida “totalmente colmadas de un creciente
abatimiento físico”, dice Benjamin. Sin maravilla, y sin posibilidad de
ganarse el cielo solo a fuerza de buenas obras, una adherencia casi
fanática a los mecanismos del mundo pareció la desangelada respuesta a
ese estado de abandono.
Benjamin aprovecha extensamente el fabuloso y único
estudio de Panofsky, Klibansky y Saxl, Saturno y la melancolía.
Allí se estudió, con inusual respeto por las fuentes antiguas y
renacentistas, la relación entre el viejo Cronos griego y el estado
excepcional de alma e inteligencia que va nombrado en el título. En
realidad tanto Benjamin como los citados historiadores del arte (y el
ancestro académico de todos ellos, de apellido Giehlow, al parecer el
primero en estudiar el famoso grabado de Dürer Melancolía) no
hacen otra cosa que “descubrir”, en fuentes astrológicas antiguas y
clásicas, el viejo legado de estrellería que organizó el mundo
imaginario de todo occidente durante casi dos mil años. Sería raro que
ese legado no dijese mucho a quien lo vaya a buscar. Y uno de los rasgos
más importantes de lo saturnino astrológico es el carácter instrumental
de su estar en el mundo, el cual viene, naturalmente, de su carácter de
sentirse desesperadamente separado de una totalidad anterior, y por
ende, solo y sin sentido.
Conocidos rasgos del mundo políticamente cruel,
intrigante, y a la vez lleno de agitación del barroco van de la mano con
esto. Puesto que el mundo es, en esa visión, simplemente el lugar de la
caída, no hay nada particularmente respetable en él. Este resulta un
principio inmejorable para, por ejemplo, dedicarse al más cruel e
insensible de los arribismos en cosas mundanas. Traicionar para subir
resulta, en un mundo saturnino dejado de la mano de Dios, la actitud por
defecto. “Cuesta imaginar nada más veleidoso que el modo de pensar del
cortesano, tal como lo pintan los Trauerspiele: la traición es su
elemento. [...] en los instantes críticos, los sicofantes, permitiéndose
apenas tiempo para la reflexión, abandonan a su señor y se pasan al
bando contrario. [...] Su modo de actuar deja a la vista una falta de
principios que es, por una parte, un gesto consciente de maquiavelismo
pero, por otra, una entrega desconsolada y taciturna a un orden, visto
como impenetrable, de funestas constelaciones, que adopta un carácter
directamente cósico”.
Aquel Barroco que se cosifica —aun el protestante,
bien más moderado que el contrarreformista del sur— tuvo, dice Benjamin,
“minuciosamente presente la miseria de la humanidad en su estado
criatural”. Es decir, en su conciencia de criatura —en tanto tal,
abandonada por su creador, su padre o madre. Arrojado. El “estado de
yecto” de que habla Heidegger no anda lejos de este fenómeno, conocido
de todo el mundo: ese momento de cualquier vida en donde, aunque se lo
busque, no es posible saber cuál es el sentido de todo esto en lo que
estamos inmersos sin haberlo solicitado. Algunos optan por el
aislamiento, otros por la orgía, y ambas cosas, en el punto doloroso del
ser arrojado a su soledad, dan lo mismo. La verdad
es que el temperamento saturnino lamenta la expulsión del paraíso, y
añora la vuelta y la fusión. Y con eso no hay negociación posible. El
más decidido se muere o suicida. Hay quien oscila en el umbral,
dedicando un lado de su rostro al placer o el abandono, y el otro a la
depresión, como Jano, figura romana que también pertenece al insistente
y viejísimo dios del tiempo y la terrenalidad.
Entre mucha otra cosa, Saturno rige el plomo. Es
fácil ver la lenta pompa, la pesadumbre y la pesadez del Barroco,
también, en el mundo católico y contrarreformista. Ese ahínco en
trabajar la materia como un condenado, esas volutas, pliegues y
repliegues, a veces —como en la catedral de Puebla— parecen un inmenso
esfuerzo, demencial, para intentar reconstruir la complejidad y el poder
de Dios en la tierra. El arte se enlentece en su infernal elaboración
(Lezama Lima hablaba de un impulso barroco “plutónico”), donde la
materia se trastorna y ablanda como si estuviera descendida a las casas
de Hades, y también se monumentaliza. Todo el Vaticano ha adquirido, de
sus esplendores manieristas y barrocos, esa misma imponencia sublime que
hará difícil aun al más ateo soportar sus monumentales espacios y sus
pomposos corredores, repujados y recamados de metales preciosos y arte
hasta el último milímetro cuadrado, sin sentir la incomodidad de lo que
se impone aunque uno no lo quiera permitir. El Barroco es arte vertical,
no dialogante. Impone lo que no se entiende ni se puede ver, como
alegoría del poder de Dios, tan en cuestión justo desde el XVII. Es
comprensible que esa nueva conciencia de caída y melancolía haya
impregnado de espesa oscuridad la pintura española —Zurbarán— o que haya
contagiado de negros brillos y mundaneidad sagrada el período romano de
Caravaggio. El barroco, se sabe, es un festival de materia como no se ha
visto nunca otro igual.
***
Sin embargo, en América, que se viene
autodefiniendo constitutivamente barroca desde hace muchas décadas ya en
las teorías de Lezama o Carpentier o Perlongher, heredera legítima y aun
creadora (en su naturaleza intrincada y desmesurada, en los códices
mexicanos o en la arquitectura maya e inca) del barroco como actitud, no
es tan inmediata la melancolía del XVII europeo. Pienso que en América
la tristeza criatural del Barroco se torna un fenómeno de segundo grado,
y en cierto modo se invierte, puesto que el Barroco americano es solo
español a medias y a la contraria, como si el cruce de hemisferio
supusiese la inversión de valores y también, por natural impulso de
autoafirmación, el rechazo de lo español. Aquí si acaso, la tristeza no
fue estar abandonado en el mundo, sino hasta cierto punto no haber
entrado nunca en él.
Así como el europeo moderno se
convierte en observador de segundo orden porque, desde que se vuelve
objeto de representación, ya no puede hacer nada sin observarse a sí
mismo haciéndolo, el americano se observaba (en los largos siglos
coloniales y en sus secuelas poscoloniales) tanto observándose hacerlo
como, antes aun, observándose hacerlo en una conciencia doble, directa
en tanto americano, indirecta y segunda en tanto europeo trasplantado.
Esto está en el lenguaje y en la cultura: de nada vale invocar los
beneficios de un buen salvaje originario supuestamente no mestizado y
aun depositario de “lo americano”. Desde el nombre mismo en que se lo
dice (el de un italiano aventurero), lo “americano” ha sido
constitutivamente segundo.
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El ansia de reconocimiento
entonces no es tanto de Dios, sino mucho peor, de la metrópoli. Y no se
conseguirá. El americano lo supo siempre, pero le cuesta darse por
enterado, y sigue a menudo intentando
—especialmente cuando nos dice que es más americano y autóctono—
que los europeos lo reconozcan y lo aprueben como
latinoamericano auténtico. Se sigue intentado ser aceptado por el padre.
Acaso sería ese el único problema serio a enfrentar para terminar de
saldar de una vez la independencia continental y la dependencia
cultural. Un problema, como se ve, a todas luces imaginario.
Es que los europeos no podían representarse lo
americano, e ir a pedirles ayuda es prepóstero. La
dificultad es conocida, desde las apuntaciones alucinadas que figuran en
el diario de Colón, para acá. No podían integrar lo americano salvo
dirigiéndolo a su régimen cultural, y el intercambio se fue volviendo
más y más polarizado. Y toda polarización garantiza que los dos polos
seguirán unidos al rechazarse. Uno a veces abriga la esperanza de que la
creciente apertura de los locales a otras culturas termine de matar esa
ansia latinoamericanista, que es finalmente
un
deber diabólico y saturnino que los europeos parecen haber impuesto al
hacernos segundos desde el primer momento.
Cosas saturninas fueron
aquellas: América era impracticable, irrepresentable, una suerte de edén
de abandono. Amir Hamed señalaba, en una conferencia esta semana en
Facultad de Humanidades, al naufragio como cuestión clave del barroco.
De acuerdo, y anoto que quizá un gesto inaugural
sea la representación que don Alvar Núñez Cabeza de Vaca da de su
periplo americano, titulando, con impar extrañeza, Naufragios y
comentarios, como si ambas cosas alguna vez pudieran ir juntas salvo
en un libro. El desorden y desastre del naufragio viene además perfecto
en la medida en que, a su carácter visualmente barroco, agrega que
promete matar hundiendo en el Todo líquido: una imagen de la fusión con
la totalidad primordial (el “amor divino” totalizador y omniabarcante)
que el melancólico añora.
Y finalmente, ¿qué es Saturno,
sino otro nombre para el demonio, como ángel caído? En astrología
Saturno rige a Capricornio, que comienza en el solsticio de invierno del
hemisferio norte: el momento de mayor frialdad y alejamiento del sol
—es decir, el momento en que el sol comienza su
ciclo de “crecimiento” anual, el momento en que el sol nace. El sol
nace, pues, alrededor de la fecha en que
—míticamente, pues nadie sabe cuál fue la fecha—
la iglesia antigua decide colocar el nacimiento de
Cristo, probablemente para competir y “tapar” a su principal competidor
en el mundo romano, el mitraísmo de origen persa, que era un culto
solar. Sin embargo, el Cristo oficial (que
nunca fue un dios solar) es el representado en la cruz del cuatro,
siendo cuatro el número que simboliza sin duda alguna la materia. El
“clavado a la materia” es el Cristo que ha hecho camino y conquistado
medio mundo. Es difícil encontrar una síntesis mayor del estado
saturnino de “abandono”, que representar a alguien que es un Dios y a la
vez es un hombre: alguien que no sabe si está de aquel lado o de éste,
un Dios que quiere sufrir la Tierra como cada una de sus criaturas, pero
que para sufrirla tiene que no saber que es Dios. “¡Padre, padre, por
qué me has abandonado!”, lema saturnino por antonomasia, es colocado por
el evangelista en el decir de Cristo en agonía.
Lo saturnino barroco, en
América hispánica, deviene una tristeza secreta que se hace máscara. En
América, cuando la condición desesperada que esta nota recorre
—que como se ve es antropológica y general, y no
continental o “nacional” en ningún sentido—
genera alguna reacción, pareciera que es sobre todo la fiesta o el
carnaval, ambos contrarios y por tanto unidos íntimamente a la muerte (y
las saturnales son los antecedentes romanos, por cierto, del
carnaval). Así, la reacción americana nunca parece ser naturalmente la
reacción del trabajo ordenado por salir hacia una mejor condición
material, sino una reacción rebelde, que sostiene la
discutibilidad del progreso material
—un querer estar sí en la tierra, pero siempre que
no sea tan en serio. Es decir, una reacción demoníaca y espiritual a la
vez, como la de Calibán, cuyo lenguaje ya no sirve sino para maldecir.
Antonio Caso, intelectual mexicano de principios del siglo XX, lo dijo
plano: “Hay quienes piensan, como yo, que el progreso es un mal”.
Mientras el norte americano continuó la melancolía puritana que se
echaba al mar con un orden social algo estoico, una rigidez
individualista trasplantada; el sur,
contrarreformista e inquerido, tomó otro camino. Dice Octavio Paz en
El laberinto de la soledad: “¿Y cuál es la raíz de tan contrarias
actitudes? Me parece que para los norteamericanos el mundo es algo que
se puede perfeccionar; para nosotros, algo que se puede redimir”.
Mientras la redención —que es cosa que suele
demorarse— llega, la fiesta americana y su
reacción a veces expansiva, a veces desmesurada, a veces ultraviolenta,
a menudo descuidada de las cosas del mundo y su perfección, y durante
tantos siglos nostalgiosa de hombres fuertes que secretamente liberen de
responsabilidad, parece todavía revelar un dejo de aquella melancolía
barroca, que se hizo presente y reinó en los primeros siglos de
colonización, organizando la materia y la burocracia y forjando los
oscuros contenidos del “alma americana” que algún desnorteado europeo
parece que insistiera en querer ver como edénica y caribeña luminosidad.
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