H enciclopedia 
es administrada por
Sandra López Desivo

© 1999 - 2013
Amir Hamed
ISSN 1688-1672

 


/ / / / / /


LO SATURNINO Y BARROCO, EN AMÉRICA, DEVIENE UNA TRISTEZA SECRETA QUE SE HACE MÁSCARA

Melancolías transatlánticas

Aldo Mazzucchelli

Walter Benjamin dedica muchas
páginas de su maravilloso ensayo sobre el Trauerspiel a la melancolía. Puesto que el tipo de obras barrocas alemanas que estudia es, desde el nombre, algo así como el “espectáculo del duelo” (duelo en el sentido de la tristeza, no en el belicoso), Benjamin encuentra que, pese al carácter truculento y crudo de muchas de las obras del período, el fondo del asunto tiene que ver con una desesperación melancólica por el carácter mundano de la fe protestante. “En la medida [...] en que dejaba al alma librada a la gracia de la fe y en que hacía del ámbito profano y político el lugar en que se ponía a prueba una vida concebida como religiosa solo de un modo mediado, destinado a la demostración de las virtudes burguesas, el luteranismo inculcó en el pueblo sin duda la estricta obediencia al deber, pero a sus grandes hombres les infundió la pesadumbre”. El mismo Lutero vio sus últimas dos décadas de vida “totalmente colmadas de un creciente abatimiento físico”, dice Benjamin. Sin maravilla, y sin posibilidad de ganarse el cielo solo a fuerza de buenas obras, una adherencia casi fanática a los mecanismos del mundo pareció la desangelada respuesta a ese estado de abandono.

Benjamin aprovecha extensamente el fabuloso y único estudio de Panofsky, Klibansky y Saxl, Saturno y la melancolía. Allí se estudió, con inusual respeto por las fuentes antiguas y renacentistas, la relación entre el viejo Cronos griego y el estado excepcional de alma e inteligencia que va nombrado en el título. En realidad tanto Benjamin como los citados historiadores del arte (y el ancestro académico de todos ellos, de apellido Giehlow, al parecer el primero en estudiar el famoso grabado de Dürer Melancolía) no hacen otra cosa que “descubrir”, en fuentes astrológicas antiguas y clásicas, el viejo legado de estrellería que organizó el mundo imaginario de todo occidente durante casi dos mil años. Sería raro que ese legado no dijese mucho a quien lo vaya a buscar. Y uno de los rasgos más importantes de lo saturnino astrológico es el carácter instrumental de su estar en el mundo, el cual viene, naturalmente, de su carácter de sentirse desesperadamente separado de una totalidad anterior, y por ende, solo y sin sentido.

Conocidos rasgos del mundo políticamente cruel, intrigante, y a la vez lleno de agitación del barroco van de la mano con esto. Puesto que el mundo es, en esa visión, simplemente el lugar de la caída, no hay nada particularmente respetable en él. Este resulta un principio inmejorable para, por ejemplo, dedicarse al más cruel e insensible de los arribismos en cosas mundanas. Traicionar para subir resulta, en un mundo saturnino dejado de la mano de Dios, la actitud por defecto. “Cuesta imaginar nada más veleidoso que el modo de pensar del cortesano, tal como lo pintan los Trauerspiele: la traición es su elemento. [...] en los instantes críticos, los sicofantes, permitiéndose apenas tiempo para la reflexión, abandonan a su señor y se pasan al bando contrario. [...] Su modo de actuar deja a la vista una falta de principios que es, por una parte, un gesto consciente de maquiavelismo pero, por otra, una entrega desconsolada y taciturna a un orden, visto como impenetrable, de funestas constelaciones, que adopta un carácter directamente cósico”.

Aquel Barroco que se cosifica —aun el protestante, bien más moderado que el contrarreformista del sur— tuvo, dice Benjamin, “minuciosamente presente la miseria de la humanidad en su estado criatural”. Es decir, en su conciencia de criatura —en tanto tal, abandonada por su creador, su padre o madre. Arrojado. El “estado de yecto” de que habla Heidegger no anda lejos de este fenómeno, conocido de todo el mundo: ese momento de cualquier vida en donde, aunque se lo busque, no es posible saber cuál es el sentido de todo esto en lo que estamos inmersos sin haberlo solicitado. Algunos optan por el aislamiento, otros por la orgía, y ambas cosas, en el punto doloroso del ser arrojado a su soledad, dan lo mismo. La verdad es que el temperamento saturnino lamenta la expulsión del paraíso, y añora la vuelta y la fusión. Y con eso no hay negociación posible. El más decidido se muere o suicida. Hay quien oscila en el umbral, dedicando un lado de su rostro al placer o el abandono, y el otro a la depresión, como Jano, figura romana que también pertenece al insistente y viejísimo dios del tiempo y la terrenalidad.

Entre mucha otra cosa, Saturno rige el plomo. Es fácil ver la lenta pompa, la pesadumbre y la pesadez del Barroco, también, en el mundo católico y contrarreformista. Ese ahínco en trabajar la materia como un condenado, esas volutas, pliegues y repliegues, a veces —como en la catedral de Puebla— parecen un inmenso esfuerzo, demencial, para intentar reconstruir la complejidad y el poder de Dios en la tierra. El arte se enlentece en su infernal elaboración (Lezama Lima hablaba de un impulso barroco “plutónico”), donde la materia se trastorna y ablanda como si estuviera descendida a las casas de Hades, y también se monumentaliza. Todo el Vaticano ha adquirido, de sus esplendores manieristas y barrocos, esa misma imponencia sublime que hará difícil aun al más ateo soportar sus monumentales espacios y sus pomposos corredores, repujados y recamados de metales preciosos y arte hasta el último milímetro cuadrado, sin sentir la incomodidad de lo que se impone aunque uno no lo quiera permitir. El Barroco es arte vertical, no dialogante. Impone lo que no se entiende ni se puede ver, como alegoría del poder de Dios, tan en cuestión justo desde el XVII. Es comprensible que esa nueva conciencia de caída y melancolía haya impregnado de espesa oscuridad la pintura española —Zurbarán— o que haya contagiado de negros brillos y mundaneidad sagrada el período romano de Caravaggio. El barroco, se sabe, es un festival de materia como no se ha visto nunca otro igual.

***

Sin embargo, en América, que se viene autodefiniendo constitutivamente barroca desde hace muchas décadas ya en las teorías de Lezama o Carpentier o Perlongher, heredera legítima y aun creadora (en su naturaleza intrincada y desmesurada, en los códices mexicanos o en la arquitectura maya e inca) del barroco como actitud, no es tan inmediata la melancolía del XVII europeo. Pienso que en América la tristeza criatural del Barroco se torna un fenómeno de segundo grado, y en cierto modo se invierte, puesto que el Barroco americano es solo español a medias y a la contraria, como si el cruce de hemisferio supusiese la inversión de valores y también, por natural impulso de autoafirmación, el rechazo de lo español. Aquí si acaso, la tristeza no fue estar abandonado en el mundo, sino hasta cierto punto no haber entrado nunca en él.

Así como el europeo moderno se convierte en observador de segundo orden porque, desde que se vuelve objeto de representación, ya no puede hacer nada sin observarse a sí mismo haciéndolo, el americano se observaba (en los largos siglos coloniales y en sus secuelas poscoloniales) tanto observándose hacerlo como, antes aun, observándose hacerlo en una conciencia doble, directa en tanto americano, indirecta y segunda en tanto europeo trasplantado. Esto está en el lenguaje y en la cultura: de nada vale invocar los beneficios de un buen salvaje originario supuestamente no mestizado y aun depositario de “lo americano”. Desde el nombre mismo en que se lo dice (el de un italiano aventurero), lo “americano” ha sido constitutivamente segundo.

El ansia de reconocimiento entonces no es tanto de Dios, sino mucho peor, de la metrópoli. Y no se conseguirá. El americano lo supo siempre, pero le cuesta darse por enterado, y sigue a menudo intentando —especialmente cuando nos dice que es más americano y autóctono— que los europeos lo reconozcan y lo aprueben como latinoamericano auténtico. Se sigue intentado ser aceptado por el padre. Acaso sería ese el único problema serio a enfrentar para terminar de saldar de una vez la independencia continental y la dependencia cultural. Un problema, como se ve, a todas luces imaginario.

Es que los europeos no podían representarse lo americano, e ir a pedirles ayuda es prepóstero. La dificultad es conocida, desde las apuntaciones alucinadas que figuran en el diario de Colón, para acá. No podían integrar lo americano salvo dirigiéndolo a su régimen cultural, y el intercambio se fue volviendo más y más polarizado. Y toda polarización garantiza que los dos polos seguirán unidos al rechazarse. Uno a veces abriga la esperanza de que la creciente apertura de los locales a otras culturas termine de matar esa ansia latinoamericanista, que es finalmente un deber diabólico y saturnino que los europeos parecen haber impuesto al hacernos segundos desde el primer momento.

Cosas saturninas fueron aquellas: América era impracticable, irrepresentable, una suerte de edén de abandono. Amir Hamed señalaba, en una conferencia esta semana en Facultad de Humanidades, al naufragio como cuestión clave del barroco. De acuerdo, y anoto que quizá un gesto inaugural sea la representación que don Alvar Núñez Cabeza de Vaca da de su periplo americano, titulando, con impar extrañeza, Naufragios y comentarios, como si ambas cosas alguna vez pudieran ir juntas salvo en un libro. El desorden y desastre del naufragio viene además perfecto en la medida en que, a su carácter visualmente barroco, agrega que promete matar hundiendo en el Todo líquido: una imagen de la fusión con la totalidad primordial (el “amor divino” totalizador y omniabarcante) que el melancólico añora.

Y finalmente, ¿qué es Saturno, sino otro nombre para el demonio, como ángel caído? En astrología Saturno rige a Capricornio, que comienza en el solsticio de invierno del hemisferio norte: el momento de mayor frialdad y alejamiento del sol —es decir, el momento en que el sol comienza su ciclo de “crecimiento” anual, el momento en que el sol nace. El sol nace, pues, alrededor de la fecha en que —míticamente, pues nadie sabe cuál fue la fecha— la iglesia antigua decide colocar el nacimiento de Cristo, probablemente para competir y “tapar” a su principal competidor en el mundo romano, el mitraísmo de origen persa, que era un culto solar. Sin embargo, el Cristo oficial (que nunca fue un dios solar) es el representado en la cruz del cuatro, siendo cuatro el número que simboliza sin duda alguna la materia. El “clavado a la materia” es el Cristo que ha hecho camino y conquistado medio mundo. Es difícil encontrar una síntesis mayor del estado saturnino de “abandono”, que representar a alguien que es un Dios y a la vez es un hombre: alguien que no sabe si está de aquel lado o de éste, un Dios que quiere sufrir la Tierra como cada una de sus criaturas, pero que para sufrirla tiene que no saber que es Dios. “¡Padre, padre, por qué me has abandonado!”, lema saturnino por antonomasia, es colocado por el evangelista en el decir de Cristo en agonía.

Lo saturnino barroco, en América hispánica, deviene una tristeza secreta que se hace máscara. En América, cuando la condición desesperada que esta nota recorre —que como se ve es antropológica y general, y no continental o “nacional” en ningún sentido— genera alguna reacción, pareciera que es sobre todo la fiesta o el carnaval, ambos contrarios y por tanto unidos íntimamente a la muerte (y las saturnales son los antecedentes romanos, por cierto, del carnaval). Así, la reacción americana nunca parece ser naturalmente la reacción del trabajo ordenado por salir hacia una mejor condición material, sino una reacción rebelde, que sostiene la discutibilidad del progreso material —un querer estar sí en la tierra, pero siempre que no sea tan en serio. Es decir, una reacción demoníaca y espiritual a la vez, como la de Calibán, cuyo lenguaje ya no sirve sino para maldecir. Antonio Caso, intelectual mexicano de principios del siglo XX, lo dijo plano: “Hay quienes piensan, como yo, que el progreso es un mal”. Mientras el norte americano continuó la melancolía puritana que se echaba al mar con un orden social algo estoico, una rigidez individualista trasplantada; el sur, contrarreformista e inquerido, tomó otro camino. Dice Octavio Paz en El laberinto de la soledad: “¿Y cuál es la raíz de tan contrarias actitudes? Me parece que para los norteamericanos el mundo es algo que se puede perfeccionar; para nosotros, algo que se puede redimir”. Mientras la redención —que es cosa que suele demorarse— llega, la fiesta americana y su reacción a veces expansiva, a veces desmesurada, a veces ultraviolenta, a menudo descuidada de las cosas del mundo y su perfección, y durante tantos siglos nostalgiosa de hombres fuertes que secretamente liberen de responsabilidad, parece todavía revelar un dejo de aquella melancolía barroca, que se hizo presente y reinó en los primeros siglos de colonización, organizando la materia y la burocracia y forjando los oscuros contenidos del “alma americana” que algún desnorteado europeo parece que insistiera en querer ver como edénica y caribeña luminosidad.
 

 

 

© 2014 H enciclopedia - www.henciclopedia.org.uy

Google


web

H enciclopedia