Estamos
en un momento tan anti-renacentista que da pasmo. No me
quejo para nada. esta no es una nota pesimista sobre lo malo que es el
mundo en el que estamos, y menos aun el que viene. Del mundo que viene
yo diría que podemos estar seguros de una sola cosa: que todo saldrá
bien en ese mundo futuro, solo que, al mismo tiempo, la noción de qué es
“bien” es algo que ese mundo futuro tendrá que definir para sí. En
cuanto al presente, no tenemos, por ejemplo, monstruos. Eso complica, o
acaso simplifica un poco la vida, porque la ausencia general de monstruo
que padecemos hace realmente difícil la legitimidad, la valoración de
algo —es decir, la noción de que algo “no está bien”, prerrequisito para
que algo, a su turno, “esté bien”. Pero el problema del monstruo va
mucho más allá del de la valoración: sin monstruo, que es lo que aterra,
no hay tampoco consuelo posible, que es lo que el monstruo pedía. El
mundo se desanima y se hace una cantidad de información laberíntica,
siempre excesiva, redundantemente inútil, y por ende, fea —el peor
pecado, la fealdad, que es el pecado de traición a la vida.
En fin, ¿qué es un monstruo?
No rebuscaré acá definiciones eruditas. Para mí,
un monstruo es una cosa que, primero, se aparece, segundo, no termina de
encajar en un concepto, y tercero, presagia algo indeterminado —con eso
me alcanza para el resto del ensayito, lo demás después vemos. En el
Renacimiento, y sobre todo en el Barroco —que en muchos sentidos es una subetapa del anterior y no su mera antítesis—, el hombre se creía muy
completo hombre él mismo y, en consecuencia, dábase en poner los
monstruos fuera de sí mismo, en general dentro o bastante cerca de la
frontera de “lo animal”, que era lo no-hombre. En 1654, en el momento en
que el barroco español estaba a punto de caramelo y más, ya un poco
pasado y con las medidas tomadas para sepultura, don Jerónimo
Barrionuevo mandaba desde la Corte, día y día, sus avisos por
carta privada a su amigo el deán de Zaragoza. Van fechados,
encantadoramente, “Madrid y 4 de noviembre de 1654 años”, por ejemplo.
Esa conjunción embicada como cuña en la fecha es un énfasis, y me
encanta porque hace notar que tiempo y espacio, aunque lo parezcan, de
ninguna manera son lo mismo. Dicho de otra manera, encima de que
estemos en Madrid, hoy es 4 de noviembre. El lenguaje raras veces logra
esos dos pisos de tiempo y espacio con un fonema solo.
Pero, hoy, interesa lo que
dice Barrionuevo sobre monstruos. Por ejemplo, notifica un día: “se dice
que en Cerdeña encontraron un monstruo que tiene cuerpo de cabra cara de
hombre muchos brazos y piernas y bocas, pero que come por una sola de
ellas, y que lo traen al rey, y que ya viene”. A los pocos días, amplía:
“El retrato del monstruo anda ya, aunque no impreso. Hele visto: tiene
siete cabezas ó caras, embebidas en una cabeza redonda de hombre humano,
sobre un cuello y siete brazos, con sus manos, pecho y vientre, como
todos. De medio cuerpo abajo es de cabrón. Come por una boca y
aulla por
todas. Es de Cerdeña”.
Se dice,
y luego se confirma porque el monstruo ha sido retratado, y el retrato
“anda ya, aunque no impreso”. Aquel modesto monstruo con cabeza de
“hombre humano” —la época tenía un no sé qué
no solo para el énfasis, sino también para
el pleonasmo— alcanza y sobra para ver en él la estructura de la cosa: es
algo que se aparece, no cumple con lo esperado, viene de un sitio
marginal y sospechado de bastante salvaje, que encima es una isla (es
decir, el sitio donde, justamente debido al aislamiento, lo monstruoso y
único puede conservarse, y además el sitio prestigiado por los Cíclopes,
seres de un ojo solo redondo —que eso y no otra cosa significa su nombre
en griego); tiene el monstruo muchos miembros, pero más importante,
muchas bocas, aunque usa solo una— se nos dice en el primer
reporte. Después, cuando el monstruo ya sea oficial (ya le han traído al
Rey, que en cualquier absolutismo es también quien entiende en asunto de
monstruos) y ande su retrato, se le podrá dar a las demás bocas la
función aullativa, porque monstruo visible en retrato no anda precisando
de más que algunos rasgos monstruosamente visibles —el generosamente
dotado vientre de cabrón, bajo efigie humana de siete cabezas sobre un
cuello solo, parecerá más que suficiente— para hacer su efecto. Pero se
me ocurre que esas bocas extra, desusadas, del primer reporte (antes que
se las diese a la función de aullido), son lo más importante, porque son
justamente un rasgo que, en el primer relato escrito, resulta huérfano
de función alguna. No sirven para nada, pero están; y no hay concepto
que pueda con eso: el concepto puede con Zeus haciéndose el cisne para
tener sexo con Leda, pero no podría con el tal cisne teniendo una
disfunción eréctil sin volverse algo monstruoso.
***
El presente, en cambio, no
tiene monstruo. Ya nunca se anuncia monstruo en el informativo.
Solamente tiene sobrados reportes como el de Barrionuevo, solo que en
general mucho más estúpidos, que se multiplican incesantes, dando cuenta
de trivialidades esencialmente no-monstruosas, sino meramente de
repertorio. Y si hay algo que el monstruo no puede, es ser de
repertorio, salvo que sea un monstruo satírico, la caricatura del
monstruo, la fiesta del monstruo, o el monstruo carnavalizado. O sea, un
monstruo ya entendido en concepto de monstruo, asimilado en concepto de
tal, y procesado a una potencia superior que lo ningunea. Ya no se
nos aparece, pues —o sea—, no cumple con
su rasgo primero entre los definidos más arriba. El monstruo-monstruo,
que es justo lo que no venimos teniendo, sería solo
el monstruo inexplicable, el que no está codificado por la política ñoña
del comité ni por el index de las iglesias
ni por la pesadilla del fundamentalista, ni por el churriguera chorrete
incesante de pavadas de las redes sociales, y mucho menos por la lista
genérica que usa implícitamente el informativista de hoy para dar cuenta
de en qué viene consistiendo el mundo, que viene a ser siempre en lo
mismo.
Rebusco, a ver si veo algo que
sea actual y monstruoso a la vez. Me informan recién, por ejemplo, que
en un libro de Michael Pollan (Cocinar. Una historia natural de la
transformación) incluye referencias a los trabajos de un tal Ronald
Siegel de la universidad de California, que dice haber demostrado la
existencia de un “deseo universal por las sustancias que alteran la
mente”. Siegel publicó incluso un libro con ese título, o similar. Hay,
entonces, párrafos dedicados al aparentemente universal gusto de los
animales por el alcohol. Copio uno tentador: "A los insectos también les
gusta achisparse tomando fruta fermentada o savia; los murciélagos y los
pájaros también lo hacen, a veces corriendo riesgo de morir, pues se
sabe que algunos caen totalmente borrachos del cielo."
Un murciélago que se cae
volando de tan borracho es, lo admito, algo notable. Se me ha aparecido
esta tarde al oír de Pollan, como quien ve un par de serpientes
copulando o un buey leyendo el Antiguo Testamento en un recodo en el
campo. No lo esperaba. Ese murciélago con el radar psicodélico y
estropeado sería quizá un candidato a monstruo contemporáneo, pero hay
algo que le impide serlo, y que realmente no depende del propio
murciélago: tenemos una explicación conceptual, completamente trivial,
para lo que le pasa a un murciélago alcohólico. O sea que si bien la
aparición es prima facie memorable, no es inexplicable, y no creo
que anuncie —salvo a los fragmentos del
mundo que aún persisten en vivir encantados,
como el de los ecologistas— nada ominoso. El
murciélago no nos sirve, pues. No podemos ante él, simplemente,
quedarnos con el retrato que demuestra la existencia del monstruo y a
partir de ahí hacer lo que hace cualquiera cuando ve un monstruo,
que sería salir corriendo en busca de auxilio y consuelo. El punto está,
aquí, en el exceso de explicación que nos deja sin monstruos, por ende
sin necesidad aparente de auxilio, y sin consuelo.
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Es lo que pasa cuando se tiene
tanto éxito con la maniobra de objetivación del mundo. La geografía pudo
ser monstruosa en sus representaciones e incluir monstruos después del
borde de su soberanía, porque aun no lo sabía todo. Apenas lo supo todo
sobre la tierra, la geografía misma desapareció —por exceso de éxito,
digamos, y se llevó con ella sus monstruos al abismo de las ciencias
derogadas. En el presunto éxito final de nuestra época con su
objetivación de todo a fin de darle un valor discreto y una utilidad
supuesta y anunciable, para ponerlo en el mercado, y que nos priva de
monstruos, es donde está al menos uno de los problemas de esta época
anti-renacentista, y antibarroca. Erwin Panofsky dice, en un par de
párrafos perdidos en un ensayo, que el Renacimiento y el Barroco
deberían entenderse los dos como parte de una época única, y que lo que
vino luego es indeterminado aun —y quizá
ominoso. Lo copio aquí, para solaz del lector:
“El Renacimiento, cuando se le
concibe como una de las tres épocas principales de la historia humana
—siendo las otras la Antigüedad y la Edad Media— y se le define con
Morey como el «período que hizo al hombre y a la naturaleza más
interesantes que Dios» se prolongó mucho más allá del final del siglo
XVI. Duró, aproximadamente, hasta el momento en que murió Goethe y se
construyeron los primeros ferrocarriles y plantas industriales. Pues no
fue hasta el momento tardío en que el hombre y la naturaleza
(entendiendo por hombre a un ser realmente humano y por naturaleza la
totalidad de cosas naturales no manipuladas por el hombre) fueron
condenados a convertirse en menos interesantes y menos importantes que
esas fuerzas antinaturales y antihumanas que parecen determinar nuestro
propio período —las fuerzas de las máquinas y las masas— y de las cuales
aún no sabemos si son manifestaciones de un dios o un diablo
desconocidos. El surgimiento de estas nuevas fuerzas, y no el movimiento
barroco, significa el verdadero fin del Renacimiento, y al mismo tiempo
el comienzo de nuestra propia época histórica, una época que aún lucha
por una expresión tanto en la vida como en el arte, y que será nombrada
y juzgada por las generaciones venideras, a condición de que ella no
ponga fin a todas las generaciones que han de venir”.
No sé si nuestra época, o la
de Panofsky, que a fin de cuentas ya no son la misma, pondrá fin a algo
más que al sujeto moderno, pero a esto último claramente estamos
bastante dedicados. Hemos empezado por tirar abajo el misterio, el
“encanto”—esta es, sospecho, una de las “tesis” del reciente ensayo de
Amir Hamed Encantado, que acaba de salir de imprenta, aunque no
lidia tanto con monstruos cuanto con sus primos del mundo feérico. Pero
después de cargarnos el encanto —y eso pasó
hace tiempo ya, allá por fines del Romanticismo—
enseguida hemos ido por el hombre, para finalmente
llegar al monstruo, que ha de haber muerto allá por alguna de las
versiones de Alien durante el siglo pasado, cuando los efectos
especiales todavía podían ser creíbles; y en cualquier caso, claramente,
un tiburón de Hollywood no da monstruo, ni anuncia nada, sino
plenariamente confirma todo lo que ya sabemos, y que de ninguna manera
nos interesa.
El problema es que, cuando ya
ni monstruo queda, mucho menos va a quedar gente. Porque gente
propiamente dicha es la que tiene capacidad de asombrarse y de
aterrorizarse, la gente a la que se le puede anunciar algo y que creerá
que ese anuncio es relevante, aunque no acierte a descifrar qué es lo
anunciado. Es decir, gente no revolcada en hedonismo y entretenimiento
sin más, sino gente que cree que vivir es todavía tener algo para
redimir o para temer. Así es que el monstruo se vuelve imposible hoy.
Porque el monstruo, y este es su rasgo más importante, es el signo
indescifrable, el único signo cabalmente no referencial: una
advertencia, pero lo esencial es que no se sepa advertencia de qué.
“Monstruo” viene del latín monere, advertir, de donde viene
también amonestar o admonir. Así que si hay monstruo, hay algo más ante
lo que prepararse. El monstruo no refiere a nada sino a su propia
indescifrabilidad. Es un signo cabalmente metasígnico. Barrionuevo
cierra la saga de informes sobre su monstruo con una anotación
sugestiva, que conecta el monstruo con el desastre militar. “Dícese de
Cataluña que el francés había cortado 300 caballos nuestros, y que no se
le había escapado hombre, y que S.M. ha ordenado al Sr. D. Juan salga en
busca del enemigo y choque con él, aunque se pierda, que después de lo
de Puchardan parece que todo sucede al revés. Algo de esto debe de
pronosticar el monstruo que ha parecido, cuyo retrato remito a Vm., que
si es verdad, es cosa rara y promete mucho”.
Buenos eran los tiempos en que
había monstruos, porque los monstruos son cosa que promete mucho
—aunque sea malo, eso es lo de menos. Quizá aquel
monstruo barroco domiciliado en Cerdeña o en un papel estaba diciendo,
con las muchas bocas aulladoras, que lo que estaba pasando justo
entonces, esto es, el principio del fin del hombre, el comienzo de la
modernidad, la obsesión de imponer medida y razón a todo, eliminar toda
posibilidad de misterio absoluto, de lenguaje no directamente
referencial, de aceptación de que hay algo más... en fin, el afán de
reprimir y desactivar todo anuncio que llegue directamente a la
parte no analizable ni analizadora de la psique, era precisamente lo
malo que los útiles monstruos auguraban. Un siglo y medio más tarde, en
pleno final de aquel “Renacimiento largo” si siguiésemos la idea de
Panofsky, Goya atinó a escribir abajo de uno de sus oníricos grabados la
conocida “El sueño de la razón
produce monstruos”, y casi seguro que para entonces
ya era tarde. Hoy hay una serie de anuncios de que estamos buscando
convertirnos de nuevo en animal —noto el de
Agamben, el de David Abram en Becoming Animal, su último libro.
Acaso sea una animalidad cyber, a media agua, reivindicación del
monstruo que venga a redimir al viejo hombre, que antes de eso deberá
terminar de ser descifrado hasta alcanzar, no el Juicio Final, sino el
aburrimiento final.
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