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Amir Hamed
ISSN 1688-1672

 


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          DELICIAS DEL GERENCIAMIENTO

La izquierda y la derecha

Aldo Mazzucchelli

Quien escribe no confía que la
distinción “izquierda-derecha” tenga mucho presente, ni mucho menos algún futuro. Como tantas otras dicotomías modernas, parecen ir quedando cada vez más vacías a medida que la lógica de un cada vez más prevalente sistema global de significados se va metiendo en los sistemas menores particulares, las repúblicas, los grupos, las mentes individuales. Pese a esa convicción, es un hecho que la dicotomía conserva todavía cierta capacidad operativa en los discursos. Ahora bien, hace años que la noción “izquierda” se ha puesto como el horcón del medio de la construcción imaginaria de cierta superioridad político-moral que desembocó en el triunfo final de, tautológicamente, “la izquierda”. Pero la experiencia acumulada de un cuarto de siglo de poder municipal y una década larga de poder nacional arroja tenebrosas sombras sobre la insistencia de invocar a la izquierda como representada por “la izquierda”, y a la derecha como representada por “la derecha”. ¿Reinstalar la dicotomía? ¿Curarse de ella definitivamente? Esta columna es respetuosa de esas decisiones últimas, cuasi-religiosas, de modo que no se pretenderá responder a esta cuestión, propia de la egosintonía teológica de cada quien. En cambio, más modestamente, se dirá en algunos párrafos una sola cosa, de tipo descriptivo: el Uruguay es un país de derecha en sus hábitos, que además y sin embargo, viene careciendo, simbólicamente, tanto de izquierda como de derecha. Tiene un peculiar bloqueo por el cual lo que es derecha se presenta como izquierda, y lo que no es nada, como derecha.

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Para la empresa anterior, bastante modesta, bastará con ver cómo se define implícitamente una cosa y otra, y notar cómo la definición oculta los hechos. Dado que una definición politológica, histórica o académica del par “izquierda-derecha” requeriría seguramente un volumen de centenares de páginas, probablemente inútiles, es mejor obviarla por completo y atreverse a dar un salto a la simplificación (que en un tema bastardo como es éste no importa mucho): izquierda es la actitud personal y política de construir la crítica de lo existente con fines de cambiarlo (obsérvese que no digo “mejorarlo”); derecha es la actitud personal y política de gestionar lo existente con fines de conservarlo. El par es vacío, porque, en su dimensión política, en la situación actual la política precisaría primero una liberación de la dictadura de la legitimidad tecnológica y de mercado global —y obrar esa liberación no parece estar ya al alcance de la política misma, que sigue siendo más o menos local. Y la dimensión personal, sin dimensión política, es irrelevante. Pero no vayamos hacia ese asunto y quedémonos en la rancia dicotomía.

Antes de dejar la definición, se debe agregar un detalle relevante: hay una derecha ultra, que en eso es como la más revolucionaria de las izquierdas; para ella, fundamentalismo furioso que también querría cambiarlo todo, el fin justifica los medios, y la violencia no es más que un instrumento sin ninguna peculiaridad propia, al que se puede recurrir o no. Depende. El rechazo de esto (en último término, pacifismo versus aceptación instrumental de la violencia) es una divisoria política más importante que otras y, en cierto modo, tiene primacía sobre el par subordinado, cada vez más vacío de referencia, “izquierda-derecha”. Pero de esto tampoco se ocupa este articulito de hoy. 

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Volvamos al par vactica a ﷽﷽﷽ue decirlo ahora es una crducaciverdadero dueño, el vacío izquierda-derecha. Me acompaño en mi parva definición de un tropel de personajes reconocibles. Invoco solamente en esto a Alan Badiou, por ejemplo, que hace rato que diagnosticó para Europa y para Francia problemas de achanchamiento semejantes a los de este arrabal sudamericano, y que hace también tiempo (él y cualquier otro, en realidad) se dio cuenta de que la “izquierda” europea se convirtió en pieza esencial del sistema democrático que garantiza la gestión del poder global, detentado por esa entelequia que usted sabrá cómo definir sin riesgos. En su conversación con Fabien Tarby, publicada como si fuera un libro de Badiou por la editorial Amorrortu (su colección “Nómadas" me parece valiosa, especialmente si uno realmente fuese un nómada y debiese cargar con sus escuálidos y sobrepreciados libros encima), Tarby arriesga una definición muy similar a la antes intentada aquí. El filósofo marroquí, por su parte, insiste con su teoría del acontecimiento (usted la conoce más o menos: hay que hacer algo y luego permanecer en ello, cultivarlo en sus consecuencias; no importa los errores que se cometa, lo que importa es lograr que pase algo, que, si realmente pasa, llevará a algo distinto), pero al mismo tiempo describe con astuta felicidad cómo la euroizquierda es llamada al poder “cuando hay que convencer a la población de las virtudes del capitalismo”, una frase iluminada, y bien aplicable a lo que pasó en nuestro país alrededor, y algo después, del año 2002 de nuestra era.

Por entonces (año 2005) incurrí en un ensayo algo recargado de enojo que quedó perdido en esta o aquella existencia virtual, que se titulaba El Zombi. En él se presentaba ya al progresismo como un movimiento de expresión política de cierta burocrática zona mayoritaria de nuestra sociología nacional, para la cual la noción de seguridad lo es todo. Hoy corresponde reafirmar, en sustancia, lo de hace 10 años. En la dicotomía izquierda- derecha que pone el sustento en la gestión de lo que hay o en su transformación, el país se reconoce a sí mismo tan de derecha que asombra. Falta que se lo diga a sí mismo (último gesto de la entrega de un pasado malogrado a su verdadero dueño, el vacío).

¿Cómo puede afirmarse esto? La respuesta larga implicaría centenares de ejemplos capilares, circunstanciales, que mostrarían que en lo de todos los días, en las decisiones micro que tomamos con vistas a organizar el mundo, la clave es aceptar que “el país” consiguió hace mucho cosas que no debe perder, y en aras de ese conservadurismo basal, que es una actitud plenamente de derecha (recuérdese: gestionar lo que es tal como es), se oculta a sí mismo la discusión de todo lo demás.

Consiguió, por ejemplo, una “unidad sindical de clase” que no debe perder, y por tanto cualquier opacidad, cualquier maniobra para evitar que se discuta cualquier cosa que podría llevar a reales divisiones, es justificable en aras de mantener esa “unidad del pueblo”. Consiguió, parejamente, una “unidad de las izquierdas”, fin preciado para el que el país ha pasado a ser un medio. Este discurso de que la “unidad política es un fin intocable” pareciera a veces más bien un ideologema del grupo de ciudadanos dirigentes que, con ello, se aseguran la perduración de su propia condición de dirigentes a través de una opacidad siempre invocable por razones de defensa de la unidad. “Hay cosas que no se pueden discutir”. ¿No es conmovedor que centenares de miles de ciudadanos estén dispuestos a creer que mantener a esos mismos viejos dirigentes, obrar todo el tiempo como un títere que se sabe colgado de una piola que termina en la mano de un puñado turbio de veteranos, es algo que se hace en aras del bien común?

El país consiguió también, por ejemplo, una “admirable cultura democrática” que, si bien es difícil a veces reconocer en la calidad de la convivencia ciudadana, tiene gloriosa expresión una vez por lustro, el día de las elecciones nacionales. Por ese día mágico, en que nos vestimos de democultos a ojos de los extáticos periodistas y visitantes extranjeros, día en que reinstalaremos lo de siempre legitimándolo otro tramo, valen cinco años menos un día de cultura cívica bastante mala. Me refiero al prepo de los automovilistas en la vía pública, a la desidia mugrienta y dejada con que tratamos la ciudad de todos, o a la hipocresía con la que se expresa nuestra ya casi inexistente “cultura de trabajo”, y a tantas cosas más que cualquiera sabrá convocar ante sí.

La cultura es otro capítulo afecto a la gestión de glorias pasadas. Vamos derechito a  volver algo de elite (como hace 100 años) el uso del lenguaje escrito, pero todavía nos decimos que somos casi primeros en el continente en resultados escolares. Del hecho que estaremos mal pero aun parecemos estar mejor que los otros, derivamos una nueva prueba de que hay que seguir haciendo todo como siempre lo hemos hecho. No se puede, no se debe, moralmente, cambiar el modo como nos estamos conduciendo, pues nos dio resultado en el pasado, y los demás siempre están peor. En consecuencia, solo hay que pedir presupuesto, y nunca jamás cambiar en serio la educación primaria y secundaria (se puede y se debe decir que está mal, pero no se la puede hacer distinta). La izquierda (es decir, la mentalidad conservadora) ha educado a los sindicatos a este conservadurismo, y ahora tiene que vérselas con la resistencia de aquellos a quienes enseñó. Así, el hecho de que los demás vengan mejorando no se puede integrar en el esquema conservador de nuestra mentalidad común. Haber sido mejores según algunas estadísticas nos está impidiendo reconocer que, dentro de algún tiempo, seremos los peores del continente en muchas cosas. Yo sé que el uruguayo de ley tiene vedado creer esto. Pero espere y verá. Y recuerde que hicimos esto para defender “los logros de un gobierno de izquierda”.

Pero, falta lo mejor. Y lo mejor, en uruguayo, es presentar el ser de derecha (gestor celoso de un status quo) como ser de izquierda.

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Ahora, la ex izquierda política ha conseguido integrarse al sistema de un modo pleno. Ahora, la izquierda es el sistema. Y a los gobernantes y poderosos “de izquierda”, el sistema le gusta. Uruguay ha conseguido finalmente convertirse en su propio noventa o cien por ciento. Un consenso de derecha, íntimamente conservador, articulado por la izquierda simbólica, cuyos símbolos no son muy de izquierda, y cuya conducta es de derecha. La izquierda ha demostrado ser capaz de gestionar. Mal, es cierto, en muchos casos, pero eso se interpreta como “errores de aprendizaje”. “Qué quiere, nosotros nunca tuvimos que gestionar el Estado. Eso es algo que los colorados sabían hacer perfectamente, y nosotros lo estamos aprendiendo. En el proceso, tenemos que cometer algunos errores”. Es decir: nuestra meta es ser tan buenos administradores como los colorados. ¿Se da usted cuenta? Solo que también la izquierda ha gestionado bien, y quizá igual o mejor que los colorados en algunos casos. Entonces, lo que importa no es en absoluto si se gestiona mejor o peor: lo que importa es que hacer política ha sido asumido, por la “izquierda”, como aprender a gestionar. Y en eso, ha aceptado obviamente que una cantidad de “sapos” que vienen con el mundo global tal como se nos entrega, son buenos. O al menos, vale la pena conservarlos, porque cambiar, ya se sabe, es peligroso y puede ser peor.

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Uruguay es chico, podría ser un país de diseño como parece haberlo intentado Bután. Uruguay es gestionable, y lo que la izquierda no parece haberse dado cuenta es que, usando ese instrumento de la derecha histórica, la “buena gestión”, podría ser revolucionaria a escala país. Pero proponerse repensar de veras el país, en lugar de hacer retrobatllismo de mala calidad, implicaría destruir la mentalidad burocrática y conservadora, el “progresismo”, que la controla votando con los pies, pues con la cabeza no logra hacer otra cosa que maniobras astutas de conservación. Para cualquiera que conozca sociedades con derecha, una derecha real, furiosa a veces, inteligente y refinada otras, resulta evidente que en Uruguay tampoco hay derecha con expresión imaginaria. Es decir, la “izquierda” precisa hacer creer que políticos mayormente socialdemócratas como Luis Lacalle o Larrañaga, o un gerente con olfato para los signos populistas como Novick, son “la derecha”, de modo de reinstaurar una dicotomía en la que medra moralmente. Pues aprovecha el capital simbólico generado por otros, que al menos se jugaron la ropa, mientras se integra a las prácticas habituales del poder de cualquier signo, hoy, en todas partes. La ausencia de signos de derecha en la ecología discursiva —por ejemplo, la ausencia de políticos que defiendan una ética colectiva basada en presupuestos fundamentales extrapolíticos, o la ausencia de políticos que planteen un liberalismo doctrinario que pretendiese intervenir en la articulación de mercado interno y política internacional desde una lógica de competitividad estricta (esto último ya lo hace el gobierno, si bien se cuida bastante de decir que lo hace), o la ausencia de políticos (de izquierda o de derecha, aquí daría más o menos lo mismo) que planteen alternativas filosóficas al relativismo posmoderno que ha controlado casi sin protestas la vida local, serían una ventaja: obligaría a la izquierda a entender que tiene que plantearse su propia supervivencia.

Así como estamos, nada está amenazado —y eso podría ser propio de una sociedad profundamente cobarde. O quizá es propio de una sociedad genialmente hipócrita, que se va gerenciando sus taras y sus medianías mientras se dice a sí misma que no lo está haciendo. El problema no sería una hipocresía colectiva de todos modos, porque eso no es nadie quien lo hace. Los problemas si podrían ser, en el futuro cercano y lejano, los resultados concretos de haber sido incapaces de representarnos colectivamente lo que estamos siendo.

 

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