Parto de la idea de que
"el problema
de la Educación" está en parte en la jerigonza
técnica con la que se lo aborda, opacándolo todo en supuestos no
discutidos. Dejaré en lo posible pues de lado todo lenguaje técnico y
toda elaboración más delicada de los grandes bloques hoy aparentes en el
problema.
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El problema inicial es de cinismo.
Los políticos no creen en la sociedad para la que tienen que organizar
una educación.
Los padres no creen en la sociedad para la que tienen que educar a sus
hijos. Los hijos no creen en la sociedad en la que ni sus padres ni el
resto de la sociedad cree.
Los profesores tienen que educar a gente que no cree en los supuestos
básicos de la sociedad en la que vive. Tienen que educarlos para esa
misma sociedad en la que ellos, los educadores, tampoco creen.
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La falta de creencia en la sociedad ha sido provocada por la imposición
final de las críticas al modelo moderno, burgués y Occidental. Este
modelo funciona no obstante, pero aunque tiene poder operativo y
coactivo, no tiene legitimidad alguna. La ausencia de alternativas a ese
modelo hace estallar el problema, que se resuelve en un funcionamiento
hipócrita a todos los niveles. Esa hipocresía se nota en la educación.
La “crisis de la educación” es pues, antes que nada, un síntoma de la
falta de legitimidad de nuestras asociaciones colectivas.
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La
sociedad contemporánea ha ahincado en los discursos de mutua
deslegitimación. Desde que cundió la deconstructividad del Otro,
cualquier tonto aprende los modos elementales de quitarle legitimidad
discursiva a cualquier otro que quiera imponer alguna forma de
legitimidad. Como resultado, el mecanismo de deslegitimación se ha
convertido en la mercancía más vendida en el mercado de las “ideas”.
Deslegitimando a cualquier supuesto victimario, no es nada difícil
convertirse en una víctima —sea colectiva, como en el caso de las
minorías de alguna clase o las víctimas reales o supuestas de algún
episodio histórico, sea individual como en el caso de quienes se
aprovechen de los puntos flacos de cualquier rol social para sacar
ventaja de alguien que ocasionalmente ocupe ese rol. Según nos dicen a
veces, la maniobra se combina con una de supuesta superioridad o
indiferencia moral: no se ataca a las personas, sino a los roles. “No es
contigo el problema, es con el cargo que ocupás”. Parece así ser
extremadamente alta la confianza en que la individualidad es de acero y
sobrevive a todos los contenidos discursivos de nivel colectivo. Es
evidente que esa ilusión en el poder del “puro individuo” es resultado
de una intoxicación con las ilusiones individualistas de la modernidad.
Ya es evidente que las cosas no pueden ser así. Somos seres sociales, y
aparte del capital social que cada uno logre construir, el “individuo”
desnudo se ha demostrado y se demuestra día a día muy poquita cosa. Ver
la “dimensión creativa” de los individuos tal como es testimoniada cada
hora en Facebook para conocer detalles al respecto de lo que digo.
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Ese modelo
Occidental que dio sustento a nuestra educación contemporánea parece
estar no en crisis, sino ya destruido. No hay acuerdo acerca del modelo
de asociación humana que le sustituirá. China —si China fuera modelo de
algo— es una posibilidad quizá inexorable, mirada con admiración, sobre
todo por quienes no tienen realmente que lidiar con ella de cerca. Un
mundo de orientación tecnológica (es decir, donde el éxito, medido en
tecnología, es el último proveedor de legitimidad), de individualidad
dramatizada y sin contenidos contrastables, de relaciones a distancia,
de virtualidad omnipenetrante, es otro. Otro más, es el modelo híbrido
de un cierto cuasi mitológico eje Brasil-India (con otros candidatos a
sumarse libremente), que en términos de su relación con el proyecto
central Occidental no tiene una identidad definida. Su espacio es el del
aflojamiento de la lógica y la racionalidad una vez occidentales,
siempre que la bonanza económica lo permita. En el fondo sigue siendo un
modelo intrínseca y vastamente dependiente del otro, y esa dependencia
solo podría romperse en caso de dejar de existir el modelo central. Otro
modelo es el del escape a lo exótico, lo natural, lo distante. Un modelo
fatigado por una cantidad de gente ya desde el siglo XVIII, de Byron a
Rimbaud y a Paul Gauguin, y de los krausistas a los hippies y a los
plantadores de arándanos. Ya lo dijo Martin Heidegger: “uno huye de la
multitud, igual que otro huye de la multitud”. Ni siquiera siendo raro
se consigue ser raro. Pese a todas sus genuinas ventajas, este modelo de
huida tiene el problema de su elitismo. En la mayoría de los casos, solo
puede escapar realmente de la ciudad quien no haya nacido en ella, o
quien haya vivido lo suficiente en ella como para haber acumulado el
dinero necesario para pagarse un escape a medida, o la sabiduría
necesaria como para que no le importe vivir pobre y en soledad. Elitismo
puro y del bueno en todos los casos.
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Como
consecuencia de la imposición de un relativismo filosófico que resulta
profundamente superficial —o superficialmente profundo, da igual— en su
desemboque inexorable en el aburrimiento existencial, hace tiempo que la
gente (entre ella, los profesores y maestros) empezó a sentir
deslegitimada cualquier apelación a cualquier forma de autoridad. En un
mundo ideal, todos sabemos que la autoridad se impone por sí misma
cuando es genuina, y que si no vale la pena imponerla. Pero en un mundo
no ideal como lo es el de una educación masiva que pretende
universalizarse y tocar e incorporar tanto al que quiere como al que no,
nunca es malo tener algún crédito de autoridad distante e incuestionable
en el que apoyarse —sea Dios, el Pepe Batlle, algún héroe científico o
alguna luminaria literaria o artística. De esos, ninguno hay ya
disponible, puesto que el movimiento de las cosas ha reemplazado los
héroes por la representación cínica del logro.
Situados
en un lugar intermedio en la cadena del saber, ni en el tope
representado simbólicamente en la autoría y la investigación de alto
nivel, ni en el nivel más bajo de aquellos que solo pueden esperar “ser
educados”, los profesores y maestros solo pueden cumplir bien su función
si se saben parte de una tal estructura legitimada. Esa estructura —en
Uruguay y en casi todo el mundo— ha perdido su legitimidad, por las
varias razones antedichas. Razones nunca dichas en público, pero
conocidas, aunque sea intuitivamente, por todos hace mucho.
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Como
consecuencia de esta situación, la educación no exige ni premia. No
puede hacerlo, porque solo puede exigir quien sabe de su legitimidad, y
solo puede premiar quien tiene algo para entregar que el receptor
considera valioso. Ninguna de las dos cosas se cumplen. Profesores y
alumnos están hace rato en el triste secreto de que nadie es legítimo.
El sistema vegeta pues en la repetición mecánica de gestos sin sentido.
Una educación sin teleología es una de las peores cosas concebibles. La
educación funciona mejor, naturalmente, en entornos sociales en los que
todavía las familias y los individuos creen, aunque sea vagamente, que
funciona el modelo Occidental, de sociedad analítica y escrita, de
democracia con ascenso social, para el que la educación que aún tenemos
fue pensada. Esa es acaso la razón de fondo que hace que la educación en
entornos socioeconómicos más afortunados sea menos disfuncional que en
los otros. Y cuando, en los entornos socioeconómicos menos favorecidos
se consigue hacer funcionar de veras algo, será porque ese algo logró
reemplazar la falta de sentido con un grupo o comunidad local que se ha
reapropiado de sentido. Porque uno solo puede educarse dentro de un
grupo que cree en aquello en lo que uno mismo quiere creer, y donde el
afecto y la emulación son reales y positivos. Un entorno cualquiera que
incluya alguna jerarquía compartida de saberes legítimos, emulación y
ascenso social posible y valorable, libros y autores (es decir,
legitimidad distante e imposible de desafiar pragmáticamente), premios y
castigos en relación al esfuerzo, puede aun educar. Esos modelos tienden
cada vez más a ser islas. En lugar de educar para la sociedad, tienen
que resistirse a ella si quieren tener alguna esperanza de éxito.
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Además de
esa crisis fundamental de legitimidad, de la que los maestros y
profesores son mucho más víctimas que victimarios, está el problema
“epistémico” de la legitimidad del saber (ya no de la construcción
social de ese saber, sino del saber mismo). Quiero decir: está claro
quién tiene legitimidad para operar y dictaminar sobre, por ejemplo, el
saber biomédico: son los institutos de investigación en el ramo a nivel
mundial, grandes universidades, laboratorios, gobiernos y organizaciones
no gubernamentales, entremezclados todos de múltiples formas en la
investigación y la industria médica. Lo que no está tan clara es la
legitimidad del saber de la medicina contemporánea en sí. Mucha gente,
cada vez más gente, se queja de que la medicina (no solo la institución,
sino el saber médico) está siendo manipulada económicamente, que las
organizaciones de salud existen más por finalidades comerciales que
humanitarias, que el precio y la razón de existencia de los medicamentos
y la tecnología médica (y de su administración) son manipulados por
razones extra-médicas, que se oculta información científica que no
favorezca a la industria, etc. etc. No importa en qué medida estas
acusaciones son verdaderas o no. Basta que existan para socavar, en
mucha gente, la noción misma de que educarse “para el mundo
contemporáneo” creyendo en la legitimidad aun del saber científico en
ese mundo es algo que valga realmente la pena hacer. El famoso “tardocapitalismo”
reúne, en los discursos sobre la legitimidad, todos los males y todas
las culpas sobre su cabeza.
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Sería solo
dejando de creer de buena fe y con buen corazón en los políticos y la
política tal como la conocemos que se puede cambiar el pacto educativo,
liberando así a muchos políticos de su hipocresía corriente, recuperando
a las buenas mujeres y hombres de sus roles políticos actuales.
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El
“problema de la educación”, encima de todo lo anterior, no es uno, sino
dos. Y dos bastante distintos, y de distinta solución. Desde la época de
Platón se sabe bien que está el conocimiento de los sofistas, y el
conocimiento de los filósofos. En otras palabras, la persuasión, lo que
nos convence, el sí pragmático, desde entonces se enfrenta a la verdad
absoluta. El modelo, desde Platón hasta el día presente, de verdad
absoluta, es la matemáticas, el número. La experiencia más cercana a la
pura Forma, a la Idea platónica, que los humanos tendríamos, es pues el
número: la matemáticas, geometría, y las “ciencias exactas”. De
distintos modos, el proyecto moderno se ha desarrollado en torno a la
legitimidad del número, recelando de la legitimidad de los discursos.
Platón fue el primero que, con su finísima ironía de poeta, nos advirtió
que sería mejor —después de escucharlos cantar— echar a los poetas,
junto a los sofistas, de la ciudad.
Pero también se ha desarrollado el proyecto moderno siendo cada vez más
consciente de la absoluta impotencia del “número” para proveer sentido a
la existencia. Véase los críticos a Kant, a Schopenhauer a Nietzsche y
Heidegger en adelante. La educación está atrapada en esa discusión
bipolar.
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Las dos
crisis que atraviesa son pues la crisis de la educación científica, y la
crisis de la educación humanística y de lenguajes. La primera, la crisis
científica, es menos preocupante que la segunda, porque para resolver la
crisis de la educación científica la sociedad tiene la legitimidad que
hace falta, aunque le falten recursos y suficientes buenos profesores de
matemáticas o ciencias. No los tendrá aun, pero los puede formar si se
lo propone.
En cambio, para la crisis del lenguaje no hay respuestas, o estas son
mucho más complicadas. ¿Para qué aprender a escribir de modo complejo y
elaborado en la sociedad de Twitter? ¿Para qué interesarse en la
tradición cultural de Occidente, desde Grecia para acá, en una sociedad
que no cree más en ese mismo proyecto que Grecia y sus admiradores ha
representado, y que no tiene más libros o idea de para qué sirven? ¿Cómo
interesarse en escribir por escribir, en leer por leer, en una sociedad
que tiende a creer que si algo no sirve para nada, para ninguna
finalidad rápidamente constatable, no sirve para nada? Finalmente, ¿para
qué dedicar espacio y tiempo a esas habilidades cuando la escritura ha
dejado de ocupar —como lo hizo entre el siglo XVIII y mediados del XX—
el sitio indiscutido del poder, del diálogo y la comunicación del poder?
En el momento de apogeo del discurso humanístico, desde el Renacimiento
hasta, digamos arbitrariamente, la caída del Muro, quien dominaba lo
escrito dominaba el poder y la legitimidad, o tenía esperanzas de ser
incluido en ese círculo. A medida que lo escrito ha dejado de ocupar ese
espacio en el conjunto de los medios —un largo proceso que obviamente
empezó mucho antes de 1989—, a medida que las cámaras de diputados se
inundan de semianalfabetos, ya no está claro para qué leer y escribir.
Se puede sobrevivir en el entorno contemporáneo con mínimas habilidades
de lectoescritura. De todos modos —nos dirá la conciencia
pequeñoburguesa alimentada de una compota de filosofías ah-hoc,
habladuría de clase media, y Tienda Inglesa— el poder es algo
hipotético, distante, y no deseable por la gente de bien. “El poder
corrompe”, es algo que todo el mundo sabe, especialmente quienes no lo
tienen de ninguna forma.
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No pienso
que debamos volver a una sociedad de la escritura, ni creo que eso sea
posible ni deseable. No estoy diciendo que el camino es volver al siglo
XIX. Estoy diciendo que para terminar de pasar definitivamente y sin
tantos conflictos inútiles al siglo XXI, es mejor discutir
explícitamente cuáles son las raíces de los problemas en lugar de tratar
de salvar el propio pellejo.
Pues en este panorama, las apelaciones gubernamentales e intelectuales a
ocuparse de “el problema de la educación” son patéticas y vacías. No han
demostrado, hasta ahora, saber nada del tema del cual se quieren ocupar.
Nadie que yo conozca, entre los que tienen poder político vinculado a la
Educación, ha dicho en lo que va del siglo en Uruguay algo
alentadoramente interesante, despojado de jerigonza tecnocrática o de
acusaciones cocinadas a medias, y que haga sospechar que alguna de los
hechos obvios pero una vez más esbozados en estas líneas hayan
despertado el interés de estos representantes raramente capaces de
articular un par de frases sin problemas de ortografía y sintaxis. Ellos
son parte del problema, no de la solución. Si alguno de ellos quiere
dejar de serlo y pasar a ser parte de la solución, lo primero será
hablar claro, dejar de echarle la culpa a los que trabajan todos los
días en escuelas y liceos, quienes por más que tengan —lo reconozco— a
menudo una pobre ideología para explicar lo que pasa, al menos están
honestamente comprometidos con el problema. He ahí la explicación,
positiva si se quiere, de que los sindicatos de la educación estén en
contra de todo: lo están, porque se dan cuenta que la sociedad que les
pide que hagan una tarea no los apoya en absoluto en esa tarea, sino que
les socava la tarea día y noche. Es un conflicto de difícil solución.
Imposible, si se la mira bien, hasta que no se produzca una especie de
acuerdo que de ninguna manera puede ser voluntario y que no se ve en el
horizonte.
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Podemos
—quizá debemos— sustituir pues el modelo educativo actual por otro
radicalmente distinto, en donde se proveen herramientas suficientes a
todos, se dialoga sobre metas parciales, y se deja el resto al libérrimo
juego de las subjetividades, de talentos y virtudes, de prueba, error,
éxito y fracaso. Ya no educaremos para un modelo social, sino para
saberes parciales, múltiples, y abiertos a indefinidas interacciones.
Esta educación presupone alguna dimensión de liberalismo y de mercado, y
es por tanto imposible de concebir para fundamentalismos antimercado.
Sin embargo, es posible pensar en intercambios sociales de utilidad
—mercado— sin la monserga de la religión capitalista y positivista. Ya
está pasando. En mi opinión, esa es quizá la única alternativa visible
hoy con proyección de futuro concebible—ver lo que se hace en Silicon
Valley en términos de la Stanford School of Design, por ejemplo. Pero
para eso hay que educar primero a más de una generación en esa filosofía
de vida, mucho más generosa, abierta y positiva de lo que nuestra
sociedad actual es siquiera capaz de vislumbrar. Pues nuestra sociedad
equipara mercado con egoísmo, y por tanto actúa en consecuencia. Es,
paradójicamente, ella misma una de las sociedades de mercado más egoísta
y falta de solidaridad de las que he conocido directamente.
El “problema de la educación” es pues mucho más ancho que la educación,
y seguir intentando atacarlo “reformando la educación” es como querer
salvarse de un naufragio baldeando la cubierta del buque. Tiene que ver
con lo que la sociedad cree que es legítimo y valioso. Hoy por hoy
tenemos un sistema y un proyecto educativo creado en tiempos en que se
creía que la democracia, el liberalismo, el capitalismo, el esfuerzo
individual y la solidaridad social, combinados, posibilitarían a quien
se lo propusiese crecer y armar una vida con sentido. Pero no creemos
más, colectivamente, en ninguno de esos supuestos. Es una lástima. Yo
personalmente creo en varios de ellos, pero eso es a lo sumo un hecho
generacional que no tiene importancia. Pero si la tiene, quizá, que
acaso estemos en los hechos, haciendo las cosas que tantos hacemos por
fuera de los órdenes deslegitimados, recombinando un mundo a la vez más
genuinamente individualista y por ende más solidario —hay una
solidaridad compensatoria y genuina, imprescindible e impuesta por los
hechos, que crece cuanto más crece alguna forma de individualismo sano—,
en donde educarse ya no sea algo a conseguir como paso previo a seguir
yendo contra la legitimación del otro.
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