Un viejo
El nuevo
álbum que a los setenta y
un años de edad ha sacado Bob Dylan, Tempest,
arraiga y remite a un hundimiento, un final, y el cantor brama dos
versos que, en corto, dicen mucho sobre ese final: “Así es como gasto
mis días: yo vine acá a enterrar, no a alabar”. Cantar en el final (no
apocalíptico) de una civilización de dos mil años tiene que resultar
oficio terminal, negativo y oscuro. Este álbum tiene por eso menos de
sutil que de brutal. Empezando por la voz. Si usted toma, digamos, un
pedazo, sucio, sin tratamiento, de asfalto de una calle de New York, lo
disuelve a alta temperatura, toma el licuado que obtiene, lo mezcla con
aun más arena, vidrio y piedras, y lo escupe hasta enfriarlo a una
temperatura manejable, tendrá una idea de la materia de la que parece
estar hecha la voz de Dylan hoy por hoy. Desde luego, la voz de Dylan
nunca fue armoniosa, y su encanto siempre ha estado, en parte, ahí.
Cuando la novelista norteamericana J. Carol Oates lo escuchó cantar en
1963, ella debe haber sido la primera que comparó su voz, nada
académica, con un papel de lija.
El efecto de esa voz siempre
fue dramático, pero ahora los rasgos que le agregaban algo difícil se
han convertido en casi todo lo que queda. Así es que hay una forma más
simple de definirla ahora, después de cincuenta años de carrera: es,
simplemente, la arquetípica voz de un viejo, llena de pólipos y
maltrato, quemada y quebradiza, cantando en general en un registro algo
más bajo que lo que era corriente en la mayoría de los discos del Dylan
joven, y aun del maduro, hasta su álbum
Things Have Changed (2000) o aun antes, en el gran
Time Out
of Mind (1997). Esa voz tenebrosa y que no pide nada porque,
desnuda, ya lo tiene todo, da su
golpeteo a este álbum, que parece tomar
su poder de semejante
voz de fractura expuesta.
Queda desde ahí enfrentado a
una estética blandita que anda por todas partes, y también en la música,
en la que el error y la imperfección solo aparecen si son producidos
deliberadamente —hay loops que
generan el crricc de un disco de vinilo, hay efectos que sacan de
tono ligeramente un instrumento o una voz, hay dispositivos que alteran
de manera azarosa la regularidad de un ritmo, etc.. Es el totalitarismo
de la eficiencia, que ha secuestrado en su campo incluso la imperfección
y el error. Ante eso, la voz y la música de Dylan parecen decir: “vamos
a terminar de una vez con esta plaga de lo perfecto”. Semejante voz es
la última cosa que llevaría un “I like” en la enorme mayoría de las
pantallas de
facebook. No solo por la extravagante textura, sino por su
insistencia en limitarse; por saber hacer todo lo necesario con acordes
que en cada tema son dos, cuatro a lo sumo; por su encerrarse a voluntad
en unos pocos ritmos, los que acomoda el viejo repertorio del blues,
folk, rockabili y aledaños, con el guiño cansado
de un vals aquí y allá; por su apuesta a la palabra buscadora, y por el
absoluto desdén, como toda su vida pero acaso acentuado, por el fetiche
contemporáneo de la concisión. Como siempre en él, estas también son
canciones largas, hiperbólicamente largas para los ocho segundos
de lapso atencional focalizado de que es capaz un sujeto promedio hoy en
día. Sigue así fiel a lo que él mismo anticipó desde los sesenta y hoy
parece nuevo, ese freestyler contemporáneo que ahora es su colega
—y que podría ser su nieto.
Oscuridad
La voz, que es aire, forma a
su modo parte de la meteorología. Comunica un “estado de la atmósfera” y
un “estado del tiempo”, hay voces que dan la señal de quedarse adentro,
como las nubes, o como el sol que raja las piedras. No escuchamos meros
sonidos, sino sonidos con sentido. Cuando una voz se dobla con los años
pero resiste en ronquera, flemas, llena de aire y ya con menos
compresión, pero aferrándose al tono y a la exacta prosodia requerida
por cada frase; cuando una voz así se abre en canto, el resultado es que
el oyente escucha oscuridad, decaer, pero también fuerza, voluntad y
seguridad de sí. Una voz así quebrada es copartícipe decisivo del efecto
de oscuridad que está también en los textos cantados en este álbum. La
oscuridad es, además, a menudo el modo como se presentan las cosas que
se van. Hay una concentración y una densidad en el momento último, como
los agujeros negros sugieren. Esa masa todo lo atrae y nada deja
escapar. Integra todo al reino de su propiedad privada, que además todo
lo oculta. La potencia de este álbum opera de tal modo. Canciones sobre
poder tenebroso, como la ominosa “Early Roman Kings”. Seres
indefiniblemente peligrosos, operando de noche como murciélagos,
controlándolo todo, bien desde la antigüedad y desde la tumba, bien
desde una tecnología futura o bituminosamente feérica que les permite
volar de noche, a la vez quietos cadáveres de galera en sus ataúdes y
aviones caza, volando a toda velocidad dentro de los bosques,
apareciendo o desapareciendo, persiguiéndolo a uno y arrastrándolo de
vuelta a la pista, al juego que ellos controlan, cuando uno parece que
ya había conseguido escapar. Comerciantes, más bien mercachifles,
entrometidos, lascivos y traidores, “cada uno de ellos más grande que
todos ellos juntos”, aterrorizando hombres y enloqueciendo mujeres con
poder sin explicación. Pero atención porque, como en los viejos tiempos
en que todo iba en serio, está el hecho de que ese poder oscuro de
alguien, pese a su dureza o crueldad, se nos vuelve imprescindible: “Le
puedo quitar la vida / Quitar el aliento / Empaquetarlo / Para la casa
de los muertos / Un día / Usted va a preguntar por mí / No va a quedar
nadie / A quien usted quiera ver / Tráigame mi violín / Afíneme las
cuerdas / Voy a hacer empezar todo / Como los antiguos reyes de Roma”,
con una estrofa final que remite más claramente a la mafia: “Ding dong
daddy / You’ll coming up short / Gonna put you on trial / In a Sicilian
court”.
Psicopompo
El inglés aplica comúnmente el
adjetivo “mercurial” para referir a alguien o algo que, rasgo esencial
del dios griego
Hermes y de su arrastre latino
Mercurio (y de su abuelo
egipcio Thoth), cambia continua e impredeciblemente; alguien definido
desde su inquietud. El adjetivo ha sido aplicado tan repetidamente a
Dylan que no cabe ninguna duda de ese rasgo en él. Este álbum ahínca en
otro de los rasgos, derivados, de Hermes. Es acá, pareciera, el Hermes
Psicopompo, el Barquero, conductor de almas del más acá al más allá, y
solo de ida. El que guía (πομπóς)
al difunto para que no se pierda en su travesía. Otro chauffeur,
infernal
éste, que da la variante trascendente del viejo mercurial
oficio, cósmico y por ende terreno, de crear conexiones. El Dios del
Lleva y Trae, el Dios de los Ladrones, el Dios de los Cruces de Caminos
(o sea, de la decisión que abrirá en otra, de la binariedad) es también,
pesante y graciosamente a la vez, el dandy chauffeur de Almas. No
veo mejor definición de este Dylan contemporáneo. No veo otra que haga
justicia a la profundidad de su habitual juego de superficie.
Te lo digo en la cara
Galería de basuras
contemporáneas expuestas exactamente tal como son, cementerio de almas,
fenómenos colectivos aquí lustrados de la costra mediática que los
presenta o bien como interesantes —cuando
son exactamente siempre lo mismo—, bien como virtuosos cuando la única
virtud que se les podría reconocer es la de un sólido
cinismo. La
oscuridad siempre ha sido vehículo adecuado para decir lo que se oculta,
pero también hay aquí una armonía entre oscuridad y pelea, entre dureza,
aspereza, y el esfuerzo por no dejarse doblar, es decir, resignificar
por un tiempo al que no pertenecemos y no nos pertenece. Los secretos a
voces van pues uno tras otro encontrando su lugar en lo que el álbum
articula para que el oyente vea sin recorte. Hablando de un “nosotros” a
menudo claramente nacional, el ciudadano Zimmerman increpa, ironiza y
lastima en “Narrow Way”: “We looted and we plundered on distant shores /
Why is my share not equal to yours?”.
Pero eso es todavía suficientemente ambiguo. El mismo motivo reemerge
más claro luego. En la misma canción, más adelante, “Este es un país
duro para mantenerse vivo en él / Hay filos por todos lados y me rompen
la piel / Estoy armado hasta los dientes y peleo duro / Uno no sale de
acá sin cicatrices”. Y sobre todo en la excepcional “Pay in Blood”, con
un par de estrofas de dureza empedernida:
You pet your lover in the bed
Come here, I'll break your lousy head
Our nation must be saved and freed
You've been accused of murder, how do you plead?
This is how I spend my days
I came to bury, not to praise
I'll drink my fill and sleep alone
I pay in blood, but not my own
Y justo antes había conectado
el valor personal con lo que podría verse como la tragedia del poder
caído en manos deleznables:
How I made it back home, nobody knows
Or how I survived so many blows
I've been through hell, what good did it do?
You bastard! I'm supposed to respect you?
I'll give you justice, I'll fatten your purse
Show me your moral virtues first
Hear me holler and hear me moan
I pay in blood but not my own
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“¿Ahora se supone que yo lo
tengo que respetar a usted, hijo de puta? / Le voy a hacer justicia,
llenándole el bolsillo / Muéstreme primero sus virtudes morales […]
Nuestra nación debe ser salvada y liberada / Usted ha sido
acusado de asesinato, ¿Cómo se declara?”.
Individualidad
Algunos músicos hoy vivos, muy
pocos, guardan con el resto de la música una relación parecida a la que
una obra de arte guarda con sus copias. Dylan tiene eso. Se discutió
hace tiempo bastante sobre la muerte del autor, pero más seguro que la
muerte del autor —muchos pasan los cien y algunos aun los mil años— es
el porfiado fenómeno de que ya no nacen nuevos. El tiempo no da criollos
ni da Dylan, porque acaso la música acompañe la herrumbre del individuo,
esa cosa moderna cuya historia se puede trazar, pero cuyas
dimensiones, antes constitutivas del ser gente, es cada vez más difícil
habitar. Ante la corriente marea de “cuanto más igual a todos mejor”
(declarándose todo el mundo, además y continuamente, muy especial),
Dylan se planta desde el puente de su “great ship that went down” igual
a sí mismo y a nadie más, y todavía repite muchos de sus trucos
clásicos, pero con furioso nivel de oscuridad, densidad, aspereza, las
que preservan ahora las grietas de su gran individualidad en
crepúsculo. La
tecnología tiene su grial siempre en una sola cosa:
vencer los nuevos límites a que su propio avance la va enfrentando. La
tecnología musical no es distinta, al permitir la composición y la
combinatoria de instrumentos virtuales, timbres, efectos, en vivo y en
tiempo real. Es así que la noción misma de “hallazgo” desaparece en el
carácter transido y pasajero de la música misma, a lo que suma el
conocido agotamiento, común a todas las artes, de las posibilidades
combinatorias. La música última se ha tratado de representar a sí misma
como habiendo generado nuevos “instrumentos”, que permitirían lo mismo
que los tradicionales, solo que más, y más rápido. El objetivo es, en
lugar de vencer personalmente una limitación, evitarla
tecnológicamente, por mil caminos posibles. Ante esa situación de
falta de límites, es bueno recordar que justamente el lugar del héroe ha
estado definido, siempre, por el poder transformador que da el sufrir una
limitación. En ese sentido, el viejo singer songwriter es un
héroe —en el sentido trágico y antiguo,
digamos técnico, de la expresión—, porque sabe decir no,
rechazar, persistir en su sendero angosto, su “narrow way”, como titula
una canción de este álbum. Dylan, con toda su riqueza verbal y su pathos
incomparable, es mucho más limitado que un músico cualquiera de
la era digital. Y es en esa suerte densidad de una cosa sola, en ese
vivir con límites, donde reside su poder. A Dylan algo puede salirle
mal.
Valor
El valor
—aguantar cuando no queda ninguna otra posibilidad,
ni siquiera aguantar— es tema general en
este disco. No especialmente en el sentido bélico del asunto, sino en el
sentido de aquello que solo se puede hacer, pero desde luego, no se
puede decir. O si se dice, esto es insuficiente, pues de lo que se trata
es de poner el cuerpo por delante. Curiosamente pues, un disco como
todos los de Dylan tan rico en palabras, está siempre logrando que éstas hagan aquello
para lo que realmente sirven: remitir a algo más allá de ellas. Nada de
maravillas con el “wordplay” y las metaforillas
—aunque todo esto, como siempre, en Dylan abunde—
este es un disco enterrado y hundido en lo que
pasa, en lo que para un digno dinosaurio de los sesenta solo puede significar corrupción,
decadencia y traición.
La lamentablemente gastada
palabra “lúcido” podría haber jugado acá. Actitud particularmente
bienvenida cuando lo que se hunde, o claramente al menos parece
hundirse, es una civilización entera. “Tempest”, la canción penúltima
que da nombre al conjunto, es una épica sobre el hundimiento del
Titanic.
“Low cards are what I’ve got /
But I’ll play this hand whether I like it or not”.Cuando
no queda nada que discutir, todo está claro, y el individuo está o
perdiendo o perdido, todavía queda una hermosura, que es plantarse y
resistir sin ceder un centímetro. No hablar, plantarse. Todo el
asunto va en esa dirección. La gente anónima del naufragio es abyecta y
cobarde, pero los personajes individualizados, nombrados en los cuarenta
y cinco versos del valsecito irlandés dedicado al buque hundido
—que no deja de hacer alguna guiñada incluso a Leo
di Caprio y su peliculita— son en su mayoría
héroes flemáticos que se van al fondo sin chistar. Uno, el vigía del
buque, duerme y sueña que se hunde, sueña el naufragio sin dignarse a
despertar, aunque al soñar que el barco se hundía, “trató de decírselo a
alguien”. Un tal Wellington, como el mariscal, al ver que se hunde saca
sus pistolas y se dispone a resistir valientemente. “How long could he
hold out?”. Mientras el dueño de un burdel libera a sus chicas en el
último instante, acomodando el “sudden changing of his world”; y aun el
“rico Mr. Astor” simplemente le da un beso a su mujer. El capitán tiene
encima “cincuenta mil toneladas de acero” y todavía respira un poco. Un
magnífico “Jim Dandy” que nunca se había molestado en aprender a nadar
ve todo con una sonrisa y le cede su lugar a un chico lisiado, en paz,
mientras la gente, junto a una escalinata “de bronce y oro pulido”, se
ahoga igual.
El álbum gira sobre el permanecer en lo que uno ha sido cuando lo que se
propone no es cambio sino derrota. No es un álbum enamorado de las interpretaciones alternativas, la
hermenéutica, la discusión. Unos pocos, en el
buque, tratan de entender, pero al asunto es suficientemente claro, no
hay nada más que entender: “They waited at the landing / And they tried
to understand / But there is no understanding / On the judgement of God's
hand”. Sálvese
quien pueda, si así lo quiere. Dylan seguramente no quiere, y va al
fondo.
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