La última ironía en la pulverización
del sujeto es el punto en el cual el sujeto aun puede morir, pero
ya no puede pelear. En el momento final (“supremo” se decía) de la pelea
a muerte estaba, como lo ha sabido intuir ya hace tiempo un
excesivamente citado escritor argentino en el párrafo final de El sur,
el último recurso de reunir a un sujeto por otro lado disperso, alejado
de sí en todas direcciones. La violencia y la pelea heroica o
singular, en vías de remoción hoy del mundo, dan cuenta de los
avances de la tecnología en su ciego reordenamiento del mundo
representable. El avance de la virtualidad viene permitiendo que el
sujeto ahora se autodestruya de formas entretenidas y creativas, aunque
no exentas de problemas notables para la unidad psíquica. Un
psicólogo norteamericano,
por ejemplo,
publica este año un libro sobre los disturbios que devienen de la
práctica de lo virtual. E-personalidad es el término de reciente
acuñado. La e-personalidad es problemática. Ni te digo lo problemático
que es ser víctima (inocente o no) del ataque de un drone.
Un
drone es un artefacto teledirigido que puede volar (un avioncito), y
puede disparar misiles y otros explosivos. Los creadores de este híbrido
entre el pelotón de fusilamiento y el aeromodelismo, tienen sus
argumentos. Argumentos siempre hay. Para empezar, no es un avance
sustancial respecto al pelotón de fusilamiento, pues en éste el
ejecutado tampoco se podía defender. Cabría observar, sin embargo, el
importante detalle de que, en el pelotón de fusilamiento, el condenado a
muerte, que es consciente de ello, tiene derecho a su agonía, a recoger
sus hilos de experiencia en la última pelea. En cualquier caso, los
argumentos fuertes son otros. Por ejemplo, el drone evita la
pérdida de vidas en el propio bando, optimizando la de muertes en el
bando opuesto (argumento de eficacia); tiene efecto disuasorio pues
ningún lugar es ya seguro y la muerte llega sin aviso (argumento
terrorista); no está clara la responsabilidad del operador (“yo no fui,
fue el drone”; argumento de responsabilidad legal que saltearía la
Convención de Ginebra), y es más barato (argumento de eficiencia). La
verdad es que el único argumento es el de siempre, pronunciado por quien
lo detenta: “nosotros” lo tenemos, lo hemos creado, por el avance de
nuestra técnica, y “ellos” no. Dado que podemos, hacemos (argumento
técnico).
La
víctima muere ahora en un instante, sin verla venir, sin poder reunir
los hilos dispersos de su atención. Se muere distraído, como en otra
cosa. Plácidamente en el sueño, o teniendo sexo, o mirando una película
de guerra hecha en Hollywood, acaso leyendo los subtítulos, en un
refugio del desierto afgano o pakistaní. El mundo se viene abajo en
medio de la mayor estabilidad, puesto que los hilos materiales que desde
siempre han unido a los sujetos involucrados en una muerte violenta se
van borroneando. Es una forma persuasiva, no solamente de virtualizar,
burocratizar o colectivizar la identidad del ejecutor, sino de
indicarle a la víctima que si no se virtualiza él también, su único
destino es la aniquilación.
La guerra
conducida por drones tiene para el ejecutante del ataque el mismo
riesgo que el que tiene alguien volando en un simulador de vuelo en la
computadora de su casa. El riesgo de la guerra se va volviendo e-riesgo,
es decir, un riesgo virtual, que no toca el cuerpo. El drone es
una extensión del cuerpo que tiene sus bemoles morales como cualquier
otra extensión (un arma, igual que un medio de comunicación, es una
extensión del cuerpo, su poder, su voluntad, y su destreza, por
definición). Pero de la moral se encarga el imaginario, y si algún
soldado no la lleva bien y no se reconcilia con el discurso que el
Estado le provee como coartada, simplemente pasa a tener un “problema
psicológico”, una “secuela del combate”. El contrito puede estar
tranquilo: el Estado se encarga también de darle asistencia y dinero si
se presenta tal problema psicológico. Ya se sabe que el sistema, una vez
que la técnica impersonal se ha hecho cargo de todos sus significados,
es esférico.
Como en
un video game, el aparato se puede dirigir con un joystick y una
pantalla. Suavemente se da
ahora la muerte, como quien acierta en un juego apretando un
botón.
Una muerte propia
como garante del alma
“El
Hombre puede despedirse de su subjetividad, entendida como mortalidad
del alma, y reconocer que el yo es más bien un haz de ‘muchas almas
mortales’ precisamente porque la existencia, en la sociedad técnica
avanzada, no se caracteriza ya por el peligro continuo ni
por la consiguiente
violencia”, señalaba hace no mucho
Gianni Vattimo (El
fin de la modernidad, 1998: 41)
¿Desaparición del peligro continuo y de su violencia, entonces? Yo no
estaría tan seguro. Pero sin duda que la violencia se despersonaliza al
hacerse más perfecta, más general.
Te matan suavemente, y encima “no es
nada personal”.
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Si esto es así,
la resistencia será intentar morirse uno; no nadie, o muchos (que
es lo mismo). De aquí, acaso, el aparente atractivo contemporáneo de la
violencia, especialmente para algunos “yoes” de culturas monoteístas
donde la fe significa aun algo sustancial, y el yo algo duro, atado a la
propia responsabilidad (zonas fundamentalistas en Israel, mundo
islámico, y aun
EE.UU. y Europa). La violencia sería así lo único que va
quedando que puede devolver al yo su momento intenso de unidad. En el
momento violento, es decir peligroso, en el que el propio yo se puede
destruir, al menos ese yo parece recuperar cierta completa y final
unidad de sí. Esa unidad no está, no puede estar, hecha de palabras.
Porque las palabras son de otros, lo único propio que va quedando es el
cuerpo, y siempre que no se lo dé a la representación. El único derecho
que va dejando, la técnica y la comunicación contemporánea al yo, es
morirse él mismo. El atentado suicida sería en ese sentido algo así como
un momento antitético de la dispersión del yo en la inopia de los
múltiples seudónimos y e-identidades virtuales (y drones). En un
caso el cuerpo (que anuda, único y parvo, cierta unidad del yo) está
involucrado 100%; en el otro, poco y nada. Los drones inauguran
una cultura de violencia sin riesgo ninguno para la identidad, sin
contacto pues con el yo que se representa. Se mata sin tener que ser
responsable personalmente (con el propio cuerpo), y se arriesga morir
sin siquiera estar uno presente en la propia muerte. El drone
escamotea lo último que al viejo sujeto le quedaba.
Bye, bye neighbour
Hecha la
ley, sin embargo, hecha la trampa, pues la tecnología tiene una lógica
ciega que va llenando todos los espacios. Así, el tema fundamental del
drone es la exclusividad (como antes, en los tiempos del sujeto
sin prefijo “e”, lo fundamental era la originalidad). O al menos,
que se mantenga controlado, y en pocas manos —hoy hay
13 países que los poseen,
y cuatro que están cerca. Tal es la condición necesaria para la
existencia del drone. Generalizada su distribución, todo el mundo
estaría a merced de uno solo, de cualquiera. Si eso pasase, podría ser
el final de todas las guerras (argumento de optimismo), y pasaríamos a
un mundo definitivamente virtual donde la violencia física se reduciría
al mínimo —pero solo después de haberse expandido al máximo.
No es
difícil imaginar ese momento penúltimo, la capilarización de la e-violence,
mini-drones de uso personal, que en el mercado negro se volverían
disponibles y baratos, para hacerse cargo de una disputa menor con un
vecino del barrio sin dejar rastros ni involucrarse personalmente
casi para nada. Quizá el giro final en esto es que las disputas con los
vecinos no serían tampoco físicas ya, porque la e-transformación del
sujeto haría que el concepto de “vecino de la puerta de al lado” no
tuviese la menor relevancia. En
realidad, esto último ya sucede.
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