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Amir Hamed
ISSN 1688-1672

 


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          EL PERFUME DE LA COMUNIDAD AL DISOLVERSE

Dioses y fieras

Aldo Mazzucchelli

Algunos gramáticos, muchos maestros,
y casi todas las personas que viven en un entorno lingüístico más o menos conservador tienden a afirmar que debido a los cambios en el lenguaje
—los cambios, por ejemplo, que vienen del uso de nuevas tecnologías de la comunicación— lo que ocurrirá es que la gente, progresivamente, perderá la capacidad de entenderse, debido a que se estaría borroneando el “código” (supuestamente homogéneo) que mantiene la comunicación entre las personas. La idea tiene una apariencia de elocuencia, pero, lamentablemente para ella, no he sido testigo de ningún hecho que la confirme. Al contrario, veo que la gente hace lo que se le antoja con el lenguaje y se sigue entendiendo perfectamente bien —siempre, claro está, de acuerdo a los fines que persiga cada vez que se comunica. Y el malentendido, que es inherente a toda comunicación, sigue tan campante, demostrando con su existencia que la gente sabe perfectamente cuándo ha entendido y ha sido entendida, y cuándo no.

Hasta ahí el fracaso de intentar legitimar la necesidad de enseñar a leer y escribir textos de determinada complejidad lineal basándose en un argumento en último término positivista, es decir, uno que cree que hay una especie de “sistema” que para que funcione tiene que “mantenerse limpio”. Ya lo intentaba decir la inefable academia de la lengua: “Limpia, fija y da esplendor”. Que el lema de la RAE quede mejor en un frasco de Pulidor que en el escudo de la institución no es tanto culpa de la benemérita sino de quien le rasca el lomo: una modernidad (con sus fatigados anexos) que desde hace siglos se viene volviendo crecientemente desalmada. Es decir, una época que en lugar de confiar en su íntimo lenguaje, en lugar de ser su lenguaje, en lugar de creer primero en lo que sabe de sí, de su energía y su experiencia, viene metasujetándose, es decir exteriorizando y alienando su propio lenguaje, y en consecuencia, perdiéndose más y más en esquemas generales, en menúes de los que un ser crecientemente instrumental cree que elige, en ninguneamiento de las propias intuiciones y traslado de la legitimidad a algo ahí afuera que nos devuelva una miguita de ser.

El sujeto, esto se ve y se sabe desde hace mucho, cada vez habla él mismo menos, y cada vez es más hablado desde afuera. El sujeto —decía Heidegger primero en densa síntesis del “problema de la imagen del mundo”, abundaba Foucault en prosa más larga e historizante luego—, al volverse objeto de estudio con la aparición de las “ciencias humanas”, comienza a entregar su interior a un exterior colectivizado en los contenidos disciplinares creados por la mecánica de los saberes (que, por cierto, se organizaron, incluso los humanísticos, de modo “positivo”, es decir objetual, contante y sonante). Esto no podía conducir a nada más que a lo que ha conducido, es decir, a que el ser, de la utopía de unicidad romántica, haya ido deviniendo nada más que en una combinatoria de opciones preabiertas. He ahí los menúes. Ser es elegir de lo que me ofrecen, ser es decir “me gusta” o “no me gusta” —suprema ñoña rebelión transmoderna.

Así, hablando de los problemas del aprender colectivo hoy, una conocida, muy militante, me dijo la semana pasada que José Pedro Varela había sido alguien censurable porque se había limitado a crear una escuela pública que solo “enseñaba a los hijos de los obreros a leer y escribir pero no los preparaba para el poder”. Otra variante de semejante furia anacrónica es un libro que hojeé hace poco sobre la relación entre fútbol y poder en los veintes, que en lugar de exaltar los extraordinarios logros de aquella sociedad en todos los planos, apuntaba con aparente y recontrajada “agudeza” a los elementos que (en la perspectiva de 2013) sonarían “racistas” en el Uruguay del Centenario. Acaso el autor crea que, con su obra, está finalmente reivindicando una injusticia antigua, y enfrentando un supuesto “discurso racista” del Uruguay del Centenario. Como decía Sartre en Situations III, “goza de la conocida superioridad que tienen los perros vivos por sobre los leones muertos”. Son consecuencias obvias de la ya concluida demolición de toda posible credibilidad para la legitimidad de las sociedades en las que, justo, nos ha tocado vivir. ¿Es tan difícil darse cuenta de que, una vez que uno ha concluido la obra del viejo Friedrich y el viejo Jacques y ha dinamitado toda posibilidad de fundar razones de buena fe, en lugar de avanzar, hemos retrocedido, y que ahora los ricos juegan con los ricos y miran a los pobres de arriba —y encima, están justificados teóricamente? Es que la política (y mucho menos la política académica) nunca va a poder reparar por si misma las sajaduras que ha causado en el lenguaje, que es el bien común por excelencia. Una vez que se instruye a la gente a que debe negar la palabra (es decir, la intención) del otro y traducir al otro en “política”, a fin de triunfar por el hueco hecho de quererse distinto, el resultado llega más o menos rápido y es siempre el mismo.

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Acaso la precaución con el lenguaje que aun exhiben educadores y conservadores lingüísticos sea expresión de una preocupación de otro tipo, que tiene que ver con la pertenencia y la no pertenencia a la comunidad. Y pertenencia no es solo, ni acaso en primer lugar, una superstición emocional, sino una expectativa elemental sin la cual es difícil subsistir: la expectativa de que el otro va a seguir algunas normas elementales que yo también sigo. El problema de quien “habla mal” es el problema de encontrar un ámbito para existir. Y ese ámbito no es necesidad solo de “los burgueses”, como aun se oye a veces en el Uruguay. El término es aplicado sobre todo por una conciencia letrada, pero desde más allá de esos espacios educados hay formas equivalentes y aun más duras de registrar, marcar y censurar al que no sigue los hábitos (lingüísticos y de otra clase) del grupo.

El “giro lingüístico” recuerda a  Pandora con su caja, y entre sus muchas consecuencias trajo una maldición final que ha sido generar la apariencia de que hablar con sentido (teórico) del lenguaje reemplaza a la necesidad de decir cosas con sentido sin más. Ser aparentemente avisado respecto del lenguaje (es decir, aprenderse una astucia como de animal rprecioespecto a cómo funciona el truco de la representación) ha venido legitimando todo, pues se supone que quien tiene “teoría” no precisa ya una ética ni posturas sólidas en los asuntos que están más acá de ella. La teoría ha sido el maldito refugio de la ignorancia, la falta de compromiso con el ahora y la mala fe. Ha dado, además, abundante material para llenar el vacío académico con apariencias de sagacidad.

La verdad es que es muy fácil hablar del lenguaje haciendo el truco de separarse de uno mismo e inventar una terminología intermedia, un “metalenguaje”; pero el metalenguaje es lenguaje y jamás podrá reemplazarlo. Es como mudarse a vivir al andamio y olvidar que uno tiene la casa al lado. El truco de olvidarse de la operación metalingüística —por extensión, de la operación gramatical, de la operación teórica, de la engañifa “académica” de la que se extrae legitimidad para tanto dislate— es en el fondo tan imposible como lo sería que alguien se tomase por sus propias axilas y, abrazándose a sí mismo, se levantase del piso. El lenguaje completo, sin doble conciencia, es ese tercer punto de apoyo sin el cual no hay hombre. Y si bien no todo en el hombre es lenguaje ni mucho menos, el lenguaje es el medio en el que ser gente de un modo y no de otro respira. Cuando alguien “habla distinto” ese alguien pasa, a todos los efectos, a ser distinto. No alcanza con que tenga una teoría para explicarlo: esa teoría forma parte de lo que él es. 

Y el lenguaje, lejos de ser objeto principal de estudio, debiera volver a ser de una vez algo jugado a decir, a dar posiciones y a discutir sobre ellas, sin introducción metalingüística ni previaturas eternamente adolescentes. Cuando se lo usa bien, sirve para crear mundo. Los derechos humanos se inventaron precisamente después de que se había inventado la ficción civilizatoria, hecha toda en lenguaje, de que “todos somos, ante la ley, iguales”, pero sobre todo después de que se había convencido —es decir, educado a través de la palabra— a generaciones en que esa es una buena causa (y nunca una “ficción”) para elegir y seguir. Esa sigue siendo una causa —y si usted insiste en su posmodernear, una ficción— importante, que cabe pensar bastante si vale o no la pena desbancar.

Así como en un tiempo se hizo un esfuerzo para homogeneizar el habla de la comunidad, ya hace tiempo que la atmósfera mental dominante estimula el movimiento en sentido contrario. La comunidad, dando por sentado lo que es común como si no importase defenderlo porque parece eterno e inmutable —o, a gente algo desinformada, le parece un regalo de los poderosos—, se lanzó hace mucho a explorar lo diverso, creyendo acaso que solo haya interés en ese espacio utópico. Acaso en las sociedades que tienen una homogeneidad socioeconómica más marcada y una inercia histórica más larga, el movimiento pueda estirarse sin demasiado peligro de generar una exclusión radical. Pero en sociedades que apenas han logrado con mucho esfuerzo darse un espacio de vida en común, aquellas en que lo que puede darse por sentado como sólido e indestructible es casi nada, la moda de la diversidad artificialmente exacerbada y que toma esteroides ideológicos incorpora el riesgo de que la exclusión del otro se convierta en el centro autojustificado del juego, la regla de oro que desplaza a la de unos pocos y clásicos derechos comunes a cualquiera. Evidentemente, el que se queja de que el otro “habla mal” no dice nada interesante o sólido en términos de ciencia o de superstición. Pero eso no hace otra cosa que recordarnos que el lenguaje es algo mucho más central que un “objeto científico” o un “sistema arbitrario”. De arbitrario, el lenguaje no tiene un carajo, valga el giro castizo, y todo lo concluido por el camino saussureano tan caro a nuestros maestros, de hablar de que el signo es “inmotivado” y “arbitrario” no es más que un balbuceo sin referente, resaca de un objetivismo y un positivismo sin sentido. ¿O a alguien le da igual escuchar que le digan “mi amor” a que le digan el equivalente en farsi? ¿Reacciona igual su cuerpo a un ruido conocido que a uno por conocer, por traducir? No, porque el único para quien las palabras y los ruidos de un lenguaje cualquiera podrían ser arbitrarios es aquel que no tuviese ninguno, que no hubiese mamado y entrado a su propio mundo en uno determinado —y como dice Aristóteles en un fragmento inspirado, ese que no precisa vivir en comunidad (precisemos: que no precisa hablar la lengua de una comunidad) solo puede ser o una fiera, o un dios.

Finalmente, la impotencia de diferenciación que crea la sociedad de consumo construye miríadas de semisujetos que quieren ser distintos, relevantes, importantes, y un puñado de sujetos que lo logran, sin quererlo o queriéndolo, da igual. Porque ser diferente es cosa de destino, no de atino. Pero el ruido y el afán de todo ese ejercitarse en una relevancia o diferencia inane es el caldo de cultivo para una violencia de nueva fase, la violencia de quien mezcla el creerse distinto porque tiene algo o porque se inventa una combinación de objetos, tatuajes, piercings y referentes “sólo de él”, aguijoneada por los golpes de lucidez de los que nadie esta exento que revelan la nadería de todo ese afán. Puesto que el mensaje que guía últimamente viene siendo un mensaje de perfumería: “sé único”, poniendo eso siempre afuera, en algo que identifique y separe. ¿“Sé único” como es único un signo cualquiera en relación a todos los demás de un sistema? No, porque en ese caso hay un sistema que es el que da valor a sus elementos. Mientras que en una sociedad que autodestruye su esqueleto sistemático al abrirse a infinitas posibilidades sin límite, cada opción no significa nada. El precio de la aparente libertad no es que sea alto, como se suele decir: es que ya ni se puede formular, porque deja de ser precio. En cambio, el hablar puede hacer el esfuerzo continuo de acercar y hacer posible la sociedad. Hablar es un acto de elección emocional, no algo voluntario. Se habla igual que aquellos a quienes queremos —o al menos, igual que aquellos a quienes queremos imitar. En eso el lenguaje es un acto de humildad.

Y la humildad es virtud de gente, no de fieras ni dioses, que no saben de ella. Criamos fieras y dioses al borronear el fondo básico de la escuela —integrar a los que llegan a una cultura, aun con sus variantes, y no meramente “respetarlos” para que no logren partir de ninguna en absoluto. Criamos fieras al dejar de hacer cumplir el gesto humilde de enseñarle a todos a ser un poco parecidos a los demás, para desbalancearlo todo hacia una situación en la que, en todo lo relevante, somos indiferenciados, mientras que en todo lo irrelevante tenemos miles de opciones para “definirnos”. Ambas especies, fieras y dioses, están llenas de glamour. Todo hombre nacido de madre, con su orgullito, si llega a saber de Aristóteles, quiere secretamente ser un dios; y si no puede, al menos quiere ser fiera. ¿Cuántas fieras o dioses puede tolerar fuera o dentro de fronteras una comunidad antes de disolverse? Probablemente pocas. Fieras y dioses tienen la ventaja de que, si bien son adorables o temibles de lejos, de cerca, con ellos no se puede hacer nada. ¿Y cuánto tiempo puede una fiera o un dios vivir sin comunidad? No se sabe. La autosuficiencia es algo desconocido en el mundo conocido.

 

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