Pequeñas acumulaciones de basura
conceptual (detritus de ideologías en
descomposición hace décadas) se lanzan al ruedo imaginario oriental cada
mañana. La afirmación anterior no es, ni puede ser, apocalíptica,
revolucionaria ni conservadora, porque el tiempo ha sido dado de baja
hace rato, y solo se puede ser cualquiera de esas cosas en el tiempo.
Basta mirar internet, abrir el diario o prender la radio (o, en un caso
de extremo desinterés por uno mismo, prender la tele) para que nos
llegue el brulote del día, bajo la forma semiamenazante del aliento de
uno de nuestros ministros o de nuestra ex primera dama campesina, o
alguno de los miles de incesantes comentaristas deportivos. ¿Qué efecto
tiene eso sobre la vida común, y sobre nuestra perspectiva de futuro?
Aparentemente, casi ninguna. Automáticamente uno responde con alguna de
las viejas armaduras que ha aprendido a recomendarse al efecto. Por
ejemplo, se dice “qué increíble que la Ministra afirme que hay que hacer
asistencialismo y no pedir nada a cambio”, y se hace otra tostada; o
“qué disparate que el Ministerio del Interior reconozca que no se puede
hacer nada con el vandalismo en el Estadio”, y se toma un segundo café;
o “qué asombroso que se plantee reformar la Constitución para sacarle
independencia al Poder Judicial porque éste no legitima algunas cosas
que quiere hacer aprobar el gobierno", al tiempo que agarra las llaves
para salir de casa. Cosas así, de todos los días. Y así se integra al
paisaje cada uno de estos aportes a una curiosa forma de estar en
sociedad en la que los que mandan hacen sin dar pistas ni abrir motivos
a la consideración de los demás. Estos aportes pasan y se van,
aparentemente sin dejar rastro. Los periodistas anotan, pero ya casi no
preguntan nada. Preguntarle al gobierno puede no caer bien, y además a
nadie le interesa la respuesta.
Las expresiones como “qué increíble” y otras similares no pasan de
interjecciones, expletivos, válvulas de seguridad hermenéuticas para
dejar salir el exceso de presión neuronal. Pero, aunque no tengan
contenido, cumplen con la tarea de ir permitiendo que lo no habitual (es
decir, lo “increíble” y aledaños) se instale y se vuelva, no solo
creíble, sino la norma y la forma de las cosas cotidianas. Todo esto no
podría haberse logrado tan fácil si no hubiésemos optado colectivamente,
en un proceso que llevó décadas y que está ya bien maduro, por aceptar
que el mundo es algo muy complicado como para que los ciudadanos lo
entendamos, y que los demás son seres increíblemente complejos y
diferentes a nosotros (como de otra especie: cada uno es una especie en
sí mismo, y una minoría en sí mismo, con derechos completos en tanto
tales). Es decir: exageramos el factor de la complejidad colectiva y el
factor de misterio individual, de modo que ambos se vuelvan
conceptualmente intratables. La sociedad y los demás han pasado a ser
cajas cerradas en las que solo se puede “intervenir” rompiendo,
evitando, penetrando, cerrando, abriendo, etc. Es decir, a los que hay
que tratar cabal y completamente como objetos, no como congéneres con
los que hay mucho en común. Todo esto se vende como respeto a la
diversidad, pero juro que es otra cosa.
La nueva oralidad que nos organiza viene al pelo para abandonar la
información y el ahonde en cualquier asunto colectivo, y estimular el
atonismo general —el que viene además matizado de celebraciones. La gran
metáfora moderna objetivante, que hubo traducido el mundo a máquina
primero, a red inmaterial, inmanejable e inabarcable enseguida, aconsejó
hace más de 100 años aceptarse engranaje; ahora asegura que es mejor
aceptarse, no individuo, sino nodo. Sepa que usted no sabe, pero
contribuye en la red a algos generalizados y en general muy poco
interesantes. Es por su bien. Y encima, si algo no le gusta y amaga que
no acepta, usted es además un intolerante, porque ¿qué derecho tiene su
opinión frente a otra opinión? Mejor ni la diga. Es deliciosa la
inanidad de la noción de tolerancia, uno de los malentendidos más útiles
del utilitarismo líquido. La marea va para allá. Flote, y comunique su
intransferible experiencia en Facebook. Claro, como es intransferible,
no se preocupe si su experiencia, tan única, suena igual que la de todos
los demás. Nosotros estamos convencidos de su honestidad, y de la
intensa fruición con la que ha vivido la experiencia de, digamos, las
nuevas 150 fotos de su tercer bebé, que comparte con todos nosotros, que
—de alguna manera— nos veremos seguramente reflejados en la emoción
inédita de esa nueva vida que se agrega, intransferible, única,
irreproducible.
***
Sin leer ni escribir el mundo para fijarlo,
observarlo y criticarlo, sino solamente operando en/con él; sin
discutir, sin poder agarrar ninguno de los asuntos (los que pasan al
vuelo en el habla), los gobiernos hacen lo que se les canta en el forro
de las pelotas, valga la rioplatense expresión. Cuando había tiempo
(pasado y futuro, sobre todo), la gente se plantaba cuando algo cruzaba
su trayectoria imaginaria, y le hacía frente. Ahora no hay futuro, por
tanto nada nos hace frente, sino que va al lado nuestro, intocable, como
dos trenes en vías paralelas, perfectas e incomunicadas (salvo en el
centro de control de la red ferroviaria, al que ninguno de nosotros
tiene acceso).
No voy a cometer el error de mal gusto de citar al
pesadísimo dramaturgo, que siempre se cita en estos casos por aquello de
“vinieron por mi vecino y no hice nada”, etc. Él, igual que todos los de
su calaña, está bien muerto y enterrado. Él, y todos aquellos que creían
en un presente que se podía entender solamente como punto de transición
situado entre un pasado articulado en interpretaciones, y un futuro
abierto a casi infinitas posibilidades. Descartada cualquier posibilidad
de instalarse en aquella simplista línea, sinuosa pero con dirección al
fin, que unía hegelianamente pasado, presente y futuro, nos instalamos
en lo que Hans U. Gumbrecht ha llamado broad present –
“presente ancho”, “presente amplio” (o, en otra traducción, “presente
lento”).
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El presente ancho no conoce dirección (sentido),
sino un estancamiento de infinitos presentes paralelos. En lugar de
mirar para atrás o para adelante, miramos hacia los costados. Digamos,
por ejemplo, que la educación no funciona, no solamente porque la
sociedad no logra determinar qué valdría la pena enseñar a un “todos”
cada vez más imposible (y esto es muy cierto, y de esto no tienen la
culpa los maestros) sino también porque las corporaciones de la
educación hace décadas que no tienen el menor interés genuino en nada
que no sea aumentar poder y prebendas. En los tiempos en que había
tiempo e historia, esto se podía considerar un escándalo. Ahora los
políticos siguen, retóricamente, considerándolo un escándalo. Pero no
hacen nada al respecto. Esto se explica cuando vemos cómo opera este
problema —igual que los brulotes matinales— cuando se lo considera a la
luz del presente lento. Consideraciones filosófico pedagógicas, se puede
hacer todas las que se quiera, porque no van a cambiar nada. Pero ¿cómo
se hace para no hablar del elefante en el bazar, del acuerdo implícito
entre corporaciones y gobernantes, pues? Es relativamente sencillo. Se
da por sentado que no se puede considerar ni antecedentes ni
consecuentes, sino meramente aceptar lo que sea que haya como una
situación de hecho. Ayuda bastante que cualquiera que quiera introducir
una racionalidad temporal, “historizar” como se decía en tiempos o del
viejo Jorge Guillermo Federico, o del igualmente viejo Michel, sea
instantáneamente obliterado por una marea de líquida ignorancia y
desprecio (en general son lo mismo). “No me vengas con historias” es de
las expresiones más sintéticamente perfectas para expresar la ausencia
de pathos histórico y de responsabilidad genética del tiempo en
el que flotamos. No hay posibilidad de quejarse tampoco, claro.
Simplemente las cosas han venido configurándose así, y solo un loco
puede pensar que va a transformar un estado de cosas deslocalizado,
impersonal, y global. No hay donde pegar.
El “presente lento” genera la ilusión de que todas las líneas paralelas
que coexisten lo hacen en una aparente desconexión. Esto, que a veces se
confunde con una sabia grandeza (pero no lo es, ni de lejos), hace que
uno tenga que pensar que todo vale igual, y que decir o pensar lo
contrario es ser intolerante. El estado de cosas, automontado al tiempo
que nos monta a todos, es maravilloso: o acepto lo que sea que me digan
los que se subieron a los puestos de control, porque no aceptarlo es ser
una especie de ludita de la transmodernidad, un raro que no acepta que
la ex Primera Chacarera te baile, si se le antoja, un malambo de
absurdos en la cabeza, al tiempo que sigue opinando de todo con la misma
sabiduría que tendría cualquier persona profundamente no educada, pero
sin experiencia, para hablar de lo que ignora. Entre tanto las medidas
se toman igual, las disposiciones de los poderes y organismos de control
se van ignorando a las risas, citando a un abogado cualquiera que se
contrata para que diga lo que se precisa que diga. El reflexivo “se van
tomando” es clave. Es un gran síntoma que la mejor representación de
algo esencial a este tiempo sea ese impersonal. Al estar todos en el
líquido, siendo el líquido, no hay parte de afuera ni ilusión de parte
de afuera del líquido desde el que dirigirlo. Nadie puede levantarse de
sus propios pelos. Desde el Renacimiento aceleramos nuestra capacidad de
construir máquinas, y nos entregamos a las ilusiones del control. Hace
un tiempo nos hemos metido dentro de las máquinas mismas (o vamos
metiendo las máquinas, cada vez más perfectamente pequeñas, dentro de
nuestros cuerpos). Vamos encontrando un lugar sin afuera, sin oposición,
sin negatividad.
Lo que queda fuera de este occidente que se invagina para morir son los
hechos no integrables: miles de millones de chinos o de hindúes
desmienten la inexistencia de obreros fabriles superexplotados; es
danzarín y ligero el fluir, pero se apoya en cuerpos y almas ajenas. Los
artistas, los escritores, los excéntricos de toda clase, no adaptados a
producir para el mercado, son vistos como formas vestigiales de una
cultura de autonomía y sujeto, con un pathos trágico o melancólico que
ya no se lleva. En cambio, los nuevos niños del fluir son como peces
asustados. Viven en cardumen, cumplen sus tareas, piensan más o menos
todos lo mismo, en el sentido de que sus pensamientos ya no son
individuales sino manifestaciones en el nodo de un alma colectiva.
Tienen miedo de lo mismo, y sienten que su vida está llena con los
mismos entretenimientos masivos de los demás, con la misma protectora
comodidad. Si alguien les dice lo que no quieren escuchar, acusan y
condenan, o exigen que su derecho a ignorar sea protegido a toda costa.
El pensar, el registrar por escrito, o el entregarse a un trabajo físico
de otro tipo, no virtual, son todas viejas formas de resistencia, que
obstruyen el fluir de la liquidación.
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