El fallecimiento de
Ray Bradbury
en este mismo año en que se revelan fotografías de agua
en Marte parece estar llevando a una denuncia unánime: este mundo de
acá, como tal, ya se ha inmolado. Una colega escritora, Ana Solari, se
acaba de inscribir para las excursiones que se organizan ya,
para 2023, al planeta sangriento, pero éstas, todo lo contrario a lo
que pudieran haber anticipado las
Crónicas marcianas de Bradbury, no parecen ser promesa de nada,
sino acabamiento, confesión de cese terrestre. Si viajar es morir un
poco, viajar a Marte es morir del todo: los formularios de inscripción
para el viaje, que es
solo de ida, incluyen la signatura de una declaración por la que
renuncian, no solo a regresar, sino siquiera
a escribir sobre su viaje: es
decir, se deben dar por muertos en la Tierra, tacharse como terrícolas.
Hay ciertamente perfección en
este aniquilamiento. No se trata de hurtarle el cuerpo al mundo sino,
además, de hurtarle un mensaje: si los suicidas islamistas dejan un
video explicativo, aquí se trata, nada más, de inmolarse en la rúbrica,
suscribiendo el exterminio que otro, el organizador del safari
galáctico, acaba de dictar. Se argumentará, mañana, una miríada de
razones logísticas para articular esta inmolación, pero lo indudable es
que esta argonáutica marciana, por sobre todo, es síntoma de una
renuncia: la renuncia del mundo en eso que algunos llaman la Era de la
Información.
Información y monolingüismo
Hasta hoy, hasta este
hoy que no abre sino clausura Marte, los viajes exploratorios eran el
mundo de la noticia, no importa cuán angustiante la empresa.
Baste recordar a ese genovés Colombo, conocido
entre nosotros como Cristóbal Colón, cuyo viaje preludia las Crónicas
de Bradbury, ignorante de las cosas de esos mundos por los que se ha
extraviado, angustiándose por no lograr dar cuenta de ellas:
“y el cantar de los
pajaritos que se dijera que el hombre nunca se querría partir de aquí, y
las manadas de los papagayos que oscurecen el sol; y aves y pajaritos de
maravilla; y después hay árboles de mil maneras y todos de su manera
frutos, y todos huelen que es maravilla, que yo estoy el más penado del
mundo de no los conocer” (leer
todo el texto
aquí).
Su obligación era dar
noticia, es decir, dar la nueva, dar lo nuevo, aunque el costo del
regreso sea el fracaso o el presidio. Y a propósito de navegantes, un
suicida de un siglo no tan lejano,
Walter Benjamin, llegó a discernir que aquel, su mundo agitadísimo,
se volcaba a la información, y que esto implicaba apartarse de la
noticia. A propósito de declaraciones del editor de Le Figaro,
quien sentenciaba más importante el incendio en un techo en el Quartier
Latin que una revolución en Madrid, Benjamin distinguía que, para que
exista noticia, ésta debe venir de lejos, como el navegante, en tanto
que la información es tan local como ese barrio latino que está aquí
nomás, a la vuelta (ver
todo el artículo
aquí).
Benjamin no ahondó sobre el punto, pero este
presente suicido marciano nos obliga a hacerlo por él: la distinción
entre noticia e información estriba en que, para que haya la primera, es
decir, nueva, novedad, debe haber un principio de extranjería; debe
llegar, de alguna forma, de otra lengua, una que mantenga un sesgo
intraducible (a propósito de esta intraducibilidad, ver Jacques Derrida,
El monolingüismo del otro). Para que haya información, por el
contrario, y no importa cuánto ésta se traduzca, debe imperar el
monolingüismo, una versión solemne e indiferenciada de lo mismo, cuyo
epítome cabe encontrar en ese humo que a todos nos es dado observar.
Detrás del humo, siempre habrá fuego: todos, cualquiera sea nuestra
lengua, advertimos la humareda, que se da ahí nomás, y queda por
dictaminar, apenas, cuál techo se acaba de incendiar y, a lo sumo, quién
inició el fuego. ¿Qué es la información, en este sentido? Nada más que la
cancelación de lo plurilingüe, que es la cancelación de la novedad.
La noticia, por definición, es
un esfuerzo de traducción como el que abruma a Colón. Noticia vitalísima
para Europa, angostada tras la ruina de las cruzadas, que en la
Utopía de Tomás Moro renovaba los horizontes de Europa y extendía
sus lenguas, si bien funesta para los pobladores de eso que llamarían
América, a los que iban exterminando en nombre de otra bonísima noticia,
aquella que en griego dieran los cristianos de Saulo de Tarso,
repitiendo la que habría traído un efebo, acaso crucificado, que
predicaba en arameo.
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Todos somos Osiris
El deceso de la noticia es,
también, el de este mundo. La muerte de las lenguas en el planeta Tierra
viene en franca aceleración y, para estos días, se calcula que
desaparecen
dos por mes. A esta pérdida de biodiversidad lingüística se la diría
concomitante a
la cancelación de la comunicación e inversamente proporcional al
exponencial crecimiento de medios informativos. La noticia, que
debería venir de lejos, comunica; la información, que es de aquí nomás,
no sería más que un deíctico, un índice monolingüe apuntando a la
humareda.
Benjamin, muerto en un
conflicto internacional, pereció como extranjero, en su infructuoso
cruce a la España de Franco, perseguido por los nazis, en un mundo
todavía empachado de noticias. Ese mundo, como el de Bradbury, era
internacional. A estos viajeros sidéreos de 2023, entre los que acaso
sea llegado el día de contar a mi colega Solari, ya absorbidos por este
Imperio de lo Mismo que llaman globalización, que llaman información,
convendría adscribirles, en cambio, una etiqueta faraónica. Para el
despegue, convendría que las cabinas simulasen cenotafios, para remarcar
que la tripulación se acaba de embarcar en su deceso, rumbo a un más
allá del que no hay retorno. Más aún, no estaría de más bautizar como
Osiris, divinidad de la vegetación y de ultratumba, a la nave, e
incluso reactualizar las fórmulas iniciáticas del Libro de los
muertos, aquellas en las que cada viajero, hombre o mujer, se asume
navegante en la nave del Dios Verde bajo el nombre de Osiris M.
¿Pero para qué esperar? Todos,
los que hayan de viajar y los que aquí hemos quedado esperando ya hace
tiempo somos Osiris M. Este Imperio de lo Mismo que llaman
globalización, que ahora modulan como información, ya hace tiempo
atestigua el fin de la novedad, porque ha dado a este mundo por perfecto
y tautológico y, por tanto, lo ha declarado cesante. Es la paradoja de
la información, que nada comunica y solo sabe ratificar lo que ya había,
abriendo cada vez más canales para decir nada, o para decretar, como
mucho, que damas y caballeros, nos acabamos de suicidar.
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