1. Película con estatuilla
de pájaro
Para cualquier americano que
escriba en esta lengua, conocer España, de alguna manera, implica una
zambullida en los orígenes. Hace un par de décadas, la necesidad de
investigar en Sevilla, en el Archivo de Indias, le sirvió a este
columnista la oportunidad de recorrer por primera vez, y durante un mes
largo, el país cuya literatura luce, entre otros, a Berceo, Manrique, al
Arcipreste de Hita, Gonzalo de Rojas, Garcilaso de la Vega, Cervantes y
Góngora, o al ignoto autor del Lazarillo de Tormes, a Quevedo,
Calderón, Herrera, Bécquer, Valle Inclán y
García Lorca. Con el tiempo, las visitas se repetirían pero, como todo
lo inaugural, aquella experiencia fue irrepetible, comenzando por las
sensaciones del primer día, en Madrid, cuando el columnista fue alojado
por gente que partía para Asturias, mientras el dueño de casa venía en
viaje desde alguna otra parte, probablemente Valencia.
Nada que hacer, más que
esperar, el columnista, por entonces bastante macluhanizado, se resignó
alegremente a la televisión, convencido de que, para entender una
sociedad desconocida, era importante saber qué era qué televisión
consumía. El zapping, por entonces, era práctica modestísima en
España, y los madrileños se resignaban a cuatro canales estatales, con
programas nacionales, de esos con animador y plató, más deportes
y ocasionales películas. En uno de los platós se presentaba Ten years
after, banda ya por entonces mómica, aunque Alvin Lee (hace no mucho
finado en el médico, durante un examen de rutina) mantenía intacta su
digitación supersónica; retirada la banda y venido el corte comercial,
era hora de probar otros canales, y en uno, en profundo blanco y negro,
compareció una escena aturdidora: Sydney Greenstreet, Peter Lorre,
Humphrey Bogart y una mujer, Mary Astor, discutían alrededor de una
pequeña mesa, en la que brillaba un ídolo macizo, un ave, acaso un
águila, acaso otra cosa. Greenstreet, Lorre y Bogart habían rutilado en
Casablanca, junto a Ingrid Bergman, y el columnista los había
visto juntos, también, en otra película que se le escapaba de momento y
que se le escapaba, precisamente, porque era esa misma que estaba viendo
ahí pero que se presentaba bizarra, inexplicable, extranjera.
¿Cuánto tardó en reconocer lo
que tenía frente a su nariz? En Chicago, donde por entonces vivía, no
era inusual que la televisión abierta, ya entrada la noche, exhibiera
clásicos de Hollywood, y allí el columnista, diez o 15
meses atrás, había tenido oportunidad de disfrutar de The Maltese
Falcon, la versión fílmica que dirigió John Huston de la novela de
Dashiell Hammet. Pero allí, en Madrid, mientras veía sostener a Bogart
un ídolo igualito al Halcón Maltés, el columnista se sentía frente a una
versión imposible. “Tranquila, pollita”, le
dice Bogart a Astor en la escena subsiguiente, llevando el extrañamiento
a una cumbre brechtiana que por fin permitió descubrir que lo que se
estaba exhibiendo era la película de Huston, salvo que doblada al
peninsular. Recordó de inmediato las conversaciones que, en Chicago,
tenía con condiscípulos sevillanos sobre cine, que en España se veían
con un título y en el Río de la Plata, y en general en América Latina,
con otro, como por ejemplo High noon, que los españoles
obedientemente veían como Alto mediodía y los hispanoamericanos,
más audaces, conocían como A la hora señalada.
Un par de semanas más tarde,
en el país vasco, el cine de Vitoria estrenaba Negocio de familia,
dirigida por Sydney Lummet, con Sean Connery, Dustin Hoffman y Matthew
Broderick en el elenco, y se desayuna entonces el columnista de que en
los cines de España las películas no se subtitulaban; se doblaban,
política al parecer antigua como el franquismo. Para el cinéfilo
hispanomericano perder la voz y dicción de Vittorio Gassman, Al Pacino,
Max von Sydow, Charlotte Rampling, Sofia Loren, Catherine Deneuve,
Christopher Walken, Peter Sellers o siquiera el acento invariablemente
escocés de Sean Connery era como perder media película; para el
peninsular, sin embargo, no era así.
2. Doblar
Dos décadas y media más tarde,
es decir por estos días, el columnista, así como el resto del Comité
editorial de interruptor, se ha
lanzado a un nuevo emprendimiento, interruptor revista,
publicación en papel cuyo número uno acaba de entrar a imprenta. La
revista incluye una sección de crítica de libros que llevó al Comité a
ratificar que la traducción que sirven las editoriales ibéricas golpea
como un instrumento desafinado al lector americano. Dicho de otro modo,
estos libros, vertidos de otras lenguas al peninsular, le resultan
cacofónicos al hablante americano, versiones imposibles que, como aquel
tranquila, pollita de Bogart, ingresan al
tímpano con la misma dulzura con que podría hacerlo un barreno. Leer
estos textos en peninsular comporta una lejanía incluso mayor a leer en
español antiguo el Cantar del Mío Cid: uno se puede decir usuario
de una variante diacrónica que se extraña del Cantar, pero este
extrañamiento se vuelve radical con las actuales traducciones. Aquí la
coartada del tiempo, de la evolución de la lengua, no ayuda: esos
textos, sencillamente, están traducidos, a veces pésimamente, otras
veces mejor, pero siempre en lengua ajena al hispanoamericano.
Esto responde, en primer
lugar, a que el español peninsular es lengua otra, aunque se podría
pensar también cada región y país hispanoamericano tiene su variante
propia. Entonces, se podría pensar que mantiene la misma distancia el
colombiano de Antioquia con el argentino de Paraná que con un toledano o
un asturiano. Esto sin embargo, no es así: más allá de diferencias
dialectales, se puede decir, existe una distancia emocional entre
las variantes de América y las de la península que es la misma que media
entre una lengua que dobla y otra que subtitula. Cuando doblo, barro la
lengua original; cuando subtitulo, escucho el original pero no lo borro:
traduzco lo que dice.
Afirmaba Walter Benjamin que la traducción debía, precisamente,
exhibir su distancia, hacer saber su deuda para con el original. Una
traducción leal, en el sentido de Benjamin, sería una que, como el
subtitulado, permite advertir las dos lenguas juntas: la del origen y la
de destino. Una traducción leal, que reconoce su deuda, no borra, no
dobla.
La política de la editorial
Anagrama, una de las que más novelas publica, hace precisamente lo
contrario: evitar cualquier voz extranjera. Todo debe ser
castellanizado, o mejor, todo debe ser peninsularizado: un escritor
belga, holandés, inglés, alemán, o chino, debe ser vertido a un obsesivo
castellano ibérico, y las jergas locales que pueda usar el original,
vertidos a jergas de España.
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El origen debe ser barrido.
¿Es esto antojo? Si se recuerda una discusión del siglo XX, tan tácita
como necesaria, sostenida entre el español Miguel de Unamuno y el
argentino Jorge Luis Borges, se entenderá que no, que esto no es
antojadizo: hay razones para que Anagrama y otros sellos españoles
traduzcan como lo hacen, pero también para que esto le resulte, además
de imposible, nocivo para un americano.
En primera instancia, se
podría pensar que la discusión no era tal, y que sólo remitía a
decibeles. Borges, por ejemplo, afirmaba que los españoles hablan a los
gritos, siendo esto conducta típica de quienes desconocen la duda.
Unamuno, emergido como literato en 1898, es decir, junto con la
desaparición del imperio español, y de las colonias de ultramar, en el
confinamiento a un país, en una sicología nacional
rastreable en Don Quijote y su complemento, Sancho, había afirmado
antes que, si los españoles hablaban fuerte porque en esa lengua fue que
se había gritado ¡Tierra, tierra!, aquello que un 12 de octubre
profirió un grumete ni bien divisó las costas de Guanahani, isla a la
que de inmediato el genovés Cristoforo Colombo rebautizaría como San
Salvador. El argumento de Unamuno fue repetido, sin citar, por León
Felipe, sólo que a la gritada tierra le agregó un también gritado
Quijote y los gritos de la guerra civil.
Si la lengua grita en España,
y según confesión de parte, es por América.
Ahora bien, ¿tienen la grita y el doblaje, y las traducciones de las
editoriales españolas, algo que ver entre sí? Habría que pensar que no
solo es esto así sino que su conexión es la misma que irrita el oído
americano. Sin ir más lejos, si tierra, según dicen Unamuno y
Felipe, es algo que se debe decir a los gritos, lo cierto es que en esa
tierra, en todo momento, hubo gentes y voces desoídas, tal vez porque la
Administración de Indias necesitaba gritar fuerte, y en castellano. Por
cierto, el castellano iría imponiéndose en
la península a partir del siglo XIII con Alfonso el Sabio, primero como
lengua de cancillería y luego como lengua nacional, relegando a las
demás de España (en un principio al árabe y al hebreo, luego al catalán,
al valenciano, al euskera, al gallego), algo que complementará la
administración virreinal aboliendo las lenguas indígenas de América.
Ahora bien, si Alfonso el sabio era un rey traductor, que hizo conocer
obras árabes y traducidas al árabe, entre ellas La escala de Mahoma
o el Calila e Dimna, cabe pensar que el español todavía no se
gritaba: la traducción era un recurso para negociar una divinidad con
sus nuevos súbditos musulmanes y judíos, pero para 1492, caído el reino
de Granada, zarpado Colombo desde Palos, comenzó para la lengua una
historia diferente.
Gritar tierra, como
celebran Unamuno y Felipe, era lo mismo que gritar Dios (y,
borgeanamente, desconocer la duda): baste recordar aquel ejercicio
administrativo de 1516, la lectura en voz alta, por parte de militar,
sacerdote o escribano, del requerimiento, documento por el cual
los indígenas eran notificados en una lengua para ellos incomprensible,
el castellano, de la existencia de un dios único, y de cómo su vicario
en la tierra, el Papa, le había hecho donación al rey de España de esos
territorios de los indios, y de que, en caso de que esos indígenas
patidifusos no cumplieran con esta donación y servidumbre a Dios, serían
sus viviendas y bienes arrasados, y ellos mismos, incluso, esclavizados.
La conquista y colonia, puede
decirse, fueron ejercicios menos de traducción que de doblaje. Colón
llevó un traductor de árabe, arameo y caldeo para comunicarse con chinos
y japoneses que terminaron hablando en una variante de guaraní. El
traductor, o lengua, como lo llamaban, invariablemente preguntaba por
oro y entendía que el oro quedaba para allá, una señal por la que los
indios, entiende Peter Hulme en su libro
Colonial encounters, le estaban diciendo que se fuera de ahí.
Otro momento mágico de doblaje es aquel en que Estebanillo, el lengua de
Gonzalo Pizarro, le hace saber al Inca Atahualpa que la voz de Dios está
en la Biblia, volumen que el Inca se lleva a la oreja y sacude,
pero como nada escucha arroja al suelo. La masacre que desencadenó
Atahualpa con su herejía fue bellamente contada, entre otros, por
Garcilaso Inca de la Vega, primo del sonetista.
Obviamente, una tradición tan
asentada como ésta, de la que se siguen haciendo eco las editoriales
peninsulares, está, si se quiere, más allá del bien y del mal, ya que,
al parecer, sigue viviéndose saludable para los españoles. Lo que cabe
plantearse es si los hispanoaemericanos deben seguir resignándose a leer
doblajes que les gritan tierra, tierra, o volver a hacerse cargo
(lo hicieron durante las tres primeras partes del siglo XX, cuando
Buenos Aires y México eran centros editoriales) de sus propias
traducciones.
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