El
epígono es aquel que llega tarde. Todo ha sido
creado y lo que le queda es repetir modelos cada día más gastados. Es
curioso que en estos tiempos, donde la palabra que campea es
“innovación”, todo a lo que asistimos, en las artes y el pensamiento,
resulte epigonal.
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Cabría observar lo siguiente. En
términos estrictos, el epígono, menos que artista, es un técnico. Como
se sabe, la palabra griega tejné
no distingue entre arte y técnica. Es su traducción latina,
ars-artis, las que nos ha dado el término
arte. Sin embargo, por más imbricados que estén ambos, se puede
distinguir entre ambos: difícilmente el artista pueda llegar a algo si
carece de técnica; pero seguramente el mero técnico, que es el repetidor
de una práctica, está a años luz del arte.
¿Cuál es la distinción final? El artista tiene algo para decir,
que lo hace único, que lo hace negar los modelos precedentes. El técnico
craso nada tiene para decir. El artista, por decirlo así, es un
original: en él está el
principio de la obra. El técnico se resigna a ser el último de una
cadena de diseño y ensamblaje: un epígono.
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En pocas disciplinas se puede
observar mejor que en la industria de las películas cómo la técnica, en
estos tiempos, se ha comido al arte. Hollywood acumula efectos
especiales que obsolescen sus producciones a la velocidad del sonido. Ya
no importan los guiones, ni la fotografía, siquiera la actuación. Una
película, hoy, viene a ser una magna guerra de pixeles. En algún lado he
escrito que el cine se terminó con las escuelas de cine. Antes, cuando
era un territorio inexplorado al cual los cineastas traían sus saberes
(de la ópera, del teatro, de la fotografía, de la música, del comic,
etc.) era cine, campo fértil para la
creatividad; en otra parte también
dejé constancia de que, más que nada, Hollywood solo puede dar cuenta de
cómo se destruyen cosas en persecuciones alocadas y en farsas de
Armagedón. Decía William Blake que crear una flor era labor de eras;
Homero, en medio del horror de la guerra, expandía imágenes de
tiempos de paz, incluso en las armas alababa la paciencia del orfebre,
precisamente el flanco artístico de la tejné. La técnica sola parece
estar ahí nada más que para hablarnos de la destrucción.
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En una entrevista, Werner Herzog
contaba que, cuando les preguntaba a sus estudiantes de Stanford qué cosa era la verdad, le respondían, para su horror, “los
hechos”. No, respondía Herzog, cuando uno alcanza una verdad alcanza una
cosa incandescente. Tiene razón: en este mundo miserablemente
sociologizado, mistificado por las estadísticas, no hay arte, porque no
hay arte sin verdad y sin trascendencia.
Hay, sí, técnicas. La lamentable tendencia de la industria
editorial en exigir géneros, a través de los cuales codificar la
producción literaria, está convirtiendo la literatura en su propio
subgénero. Y cuando no hay técnicas, hay pamplina, como el arte
conceptual que está ahí para decir ni siquiera soy capaz de crear una
obra que se parezca, mínimamente, a una obra.
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Hay de todas formas, un dato
incluso más alarmante: en algunos casos, como en el de la filmación, ya
ni siquiera hay técnica. Se han olvidado los rudimentos. Quien esto
escribe pasa muchas horas frente al televisor encendido pero sin volumen
(muchas cosas de la imagen se aprecian mejor sin volumen). Merced al
silencio uno puede ver televisión sin mirarla, mientras atiende cosas
más importantes. Lo que asombra es la pésima calidad de la fotografía,
carente por completo de profundidad. En Sony y Warner, por ejemplo,
abundan las series basadas en comics cuyos superhéroes deambulan en un
mundo plano al que solo saben dotar de una negrura que en nada logra
disimular su falta de profundidad.
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Alguna vez, la hondura gótica
del superhéroe estaba dada por imágenes de profundidad y contraste. Y
cuando no era dable esa profundidad, por guiones escrupulosos en clave
de farsa que nos daban, por ejemplo, la antiquísima y todavía
disfrutable serie de Adam West. Superhéroes y villanos (actuados por
César Romero o por Burguess Meredith) conocían con perfección su papel:
conocían su por qué y su lucha. Hoy, cada Batman o Flash, cada Flecha
Verde se mueve desconociendo a cabalidad por qué combate. Un documento
inmejorable de esto es la reciente
Batman vs Superman. Dawn of Justice. El Armagedón inminente,
asqueante en sus efectos de computadora, se vuelve francamente deseable
ni bien uno advierte cómo discurren los superhéroes, abombados por su
naturaleza, sin enterarse en momento alguno de por qué están haciendo lo
que hacen (y como es de esperar, el Armagedón no llega).
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Con la música sucede algo del
mismo orden. Campeones de la digitación no pueden sino sonar chatos,
incapaces de entender lo que están tocando. Todo, incluso los
covers del rock más aullado,
deviene el más desalmado pop. Esto se registra por doquiera pero se lo
puede calibrar, concentrado, en el furor de programas de competencia de
canto como The Voice, una
suerte de karaoke de alta gama, o en la atroz serie
Glee, epítome del
neomal, dedicada a arruinar, en cada capítulo, media docena de
clásicos. Es en este marco que cabría entender la aparición del
impecable Blue and Lonesome, el último disco de los Rolling Stones. Se trata
de una compilación de covers de blues, el género que los Stones
abrazaron desde un comienzo y del que se volvieron evangelistas (claro
que, como eran mucho más artistas que técnicos, por entonces, mientras
creían replicar el modelo estaban generando algo nuevo). Estas páginas
publicaron, ya hace buen tiempo,
una espléndida columna de Gustavo Espinosa explicando que las
leyendas del rock se convertían, por defecto, en músicos de blues, en
ejecutantes de un saber. Se dijera que los Stones, que siempre fueron
bluesmen y cuya creatividad
anda extraviada hace ya buen tiempo, pueden todavía defender la técnica,
seguir mostrando a generaciones que la han perdido cómo es que
se hace el blues; dónde está
el origen de eso que fuera una edad, el rocanrol. En fin, que la única
razón por la cual unos septuagenarios forrados de millones insistan en
tocar y grabar y convertirse en epígonos de sí mismos es combatir el
olvido, para rescatar el tiempo a sabiendas de que es tarde.
Muy tarde.
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