“Tengo ahora 70 soles
peruanos”,
dice César Vallejo en la espeluznante exactitud del
adverbio. “Ahora”, para empezar, explica el precariato al que somete la
moneda, y esto no solo porque el intercambio hace que las monedas estén
para ir y venir, para descontarse, sumarse, reproducirse, fugarse,
evaporarse o ser agujereadas, como en las películas, por una bala. No
hay manera, por decirlo así, de tener una moneda, y mucho menos 70, como
exhibe el poema XLVIII de Trilce.
Cojo la penúltima moneda, la que suena
69 veces púnicas.
Y he aquí, al finalizar su rol,
quémase toda y arde llameante,
llameante,
redonda entre mis tímpanos alucinados.
Ella, siendo 69, dase contra 70;
luego escala 71, rebota en 72.
Y así se multiplica y espejea impertérrita
en todos los demás piñones.
Es líquida la moneda, se dijera, aunque no puede ser liquidada. No
encuentra liquidez; no puede ser convertida en dinero. Precisamente
porque es moneda. Y por tanto la moneda, que en sí es fetiche, no puede
ser fetichizada.
Es que en la moneda cabe el tiempo; ha nacido para el tiempo. En una
moneda jamás está el presente sino la cifra del futuro. Su invención,
hará tal vez unos 2.700 o 2.800 años, da cuenta de un exceso, según se
insiste, un exceso de bienes presentes que se tramita en bienes
adquiribles o venideros. Por eso la moneda nunca puede ser ahora, sino
que está dada, de antemano, para luego.
Pero “ahora” delata, también una liquidez abrasadora, incandescente,
porque el corazón de metal fundido en alguna parte de esa moneda late
todavía, como late todavía ígneo el corazón volcánico de la Tierra, por
más que los años parezcan haberla enfriado. Y late todavía en la herida,
o mejor, debajo de la herida, debajo de la cuña que entró en ella, —y
ella todavía blanda—, dejándola hispánica, rezando sol, rezando
peruano, o Banco Central, incinerándola en la efigie de
una (llameante) vicuña (o de una llama). El corazón es remoto, por así
decirlo. Prehispánico, y por eso púnico, es decir africanamente
fenicio, de los tiempos en que Cartago colonizara la península de los
íberos. Eso púnico notifica, a su modo, que la moneda se pudo acuñar
recién cuando hubo letra, y en Lidia primero, y pronto en Grecia, o en
Sicilia, empezaron a acuñarlas cuando contaron con alfabeto (en Egipto,
en Asiria, en Caldea, comerciaban, desde mucho atrás, con monedas
ciegas, aros de metal, por ejemplo).
Aunque eso púnico no hace sino alimentar aún más la perplejidad. Por un
lado, ya no hay manera de que un sol pueda ser peruano, es decir, que el
corazón fuliginoso del sol (qué otra cosa es el magma, qué otra cosa es
eso que llamea, qué otra cosa su brillo) pueda caber en letra de
Castilla, que es la letra de los latinos, aniquiladores de Cartago (y
que suministran los números de cada poema de Trilce), salvo de a
decenas, es decir, de a fracciones. Es que tener 70 soles no es sino una
fracción infinitesimal de aquel sol que alguna vez reinó en los cuatro
puntos cardinales del ahora descuartizado Tahuantisuyu, cuando al sol lo
llamaban Inti, padre del Inca y de todo el Incario.
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Antes, cuando Inti administraba la vida, no había
letras, pero sí escritura en el Ande, en esos hilos de colores que
llaman quipus, en tocapus, que son diseños textiles, e incluso desde
mucho, antes de los incas, en jeroglíficos acuñados en cueros de vicuña.
Y tampoco se conocía la moneda (más al norte, entre los quiché y los
mexicas sí se conocían, aunque no eran de metal árido, sino dulces, de
cacao), y ni siquiera se conocía el Perú (enseña el Inca Garcilaso de la
Vega que Perú es un error, el nombre de un indio, que quiso decir el
suyo, Berú, y el nombre del río, Pelú, por lo que los españoles habrían
decidido, con error, Perú). Pero ahora ya no hay sol padre vivificador
sino milimétricos soles peruanos, uno en cada moneda.
Ella, vibrando y forcejeando,
pegando grittttos,
soltando arduos, chisporroteantes silencios,
orinándose de natural grandor,
en unánimes postes surgentes,
acaba por ser todos los guarismos,
la vida entera.
Allí, es decir en eso, es decir en ese ahora ha quedado la energía de
Inti, es decir, la vida, desmenuzada en fracciones, descoyuntada en
números, hecha moneda. El sol eclipsado en una cuña púnica, hecho Perú.
César Abraham Vallejo, como se sabe, pensó en firmar Trilce,
imitando a Anatole France, como César Perú, pero terminó firmándose
César A. Vallejo (con su segundo y semítico nombre había sí firmado su
tesis de bachillerato Sobre el romanticismo en la poesía castellana),
lo que vendría a ser César Yo Mismo, en términos del Inca Garcilaso. El
libro, según se ha insistido, se llama como se llama porque el
imprentero había notificado que se vendería en tres soles, que el poeta
empezó a torcer en su dicción hasta que le quedó esa voz trilce,
que resuena hasta hoy. Es trilce, finalmente, la voz de un sol roto y
fugitivo, peruanizado en su numismática y, sobre todo, terciado en la
perplejidad del abecedario.
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