Los filipinos se precian de
ser uno de
los países angloparlantes más populosos del planeta.
Andan por los 100 millones y para ellos el inglés es lengua oficial, a
la que han vuelto nativa y orgullo patrio, al punto que puede ocurrir
que en un hotel de Manila, por ejemplo, al visitante le festejen cuando
lo habla correctamente, casi a nivel de nativo. Lo hablan con una
suavidad que parece condecir con otros gustos, por ejemplo los
musicales. Maravilla, por ejemplo, como en los restoranes o taxis se
escuchan con fruición cierto roquito supersoft de los 1970 y primeros
1980, bandas como America o
Air Supply que en los pubs suelen versionar en tríos de dos
guitarras acústicas más percusión.
Occidente, desde días de Alejandro, se ha visto perturbado por eso que
llama suavidad asiática, algo que con el tiempo, y según el momento
histórico, transmuta en la percepción de una abrumadora ferocidad
asiática. Fuera de estas consideraciones logocéntricas, o
falologocéntricas, se puede decir sin apasionamiento que Manila es un
incansable hormigueo de hombres y mujeres, siempre bajitos, casi siempre
bellos, y que si uno recorre la ciudad no tiene más remedio que sentirse
en Asia, claro está, comenzando por una arquitectura que importa de
Camboya o Vietnam, y de India o China, del Islam pero también, y por
supuesto, de Occidente, un apabullante eclecticismo que no descuida el
chato resabio colonial, allí por donde alguna vez estuvo España.
Cualquier angloparlante se maneja por ahí perfectamente, pero lo que
resulta perturbador es oírlos hablar entre ellos,
en su otro idioma nacional, el filipino, que se entiende es nada más una
reformulación de tagalo: uno no puede saber qué cosa dicen, pero sí,
invariablemente, de qué hablan. Esto no debe extrañar ya que la lengua,
sea filipino o sea tagalo, incluye un 40% de préstamos del castellano, y
por supuesto, numerosos del inglés, aunque según se puede averiguar, lo
mismo que su arquitectura, el filipino pide empréstitos en todos lados,
del sánscrito, del chino, del árabe, del japonés
e incluso del nahuatl.
La razón histórica es simple.
Malayo-polinesios como eran los nativos, la llegada, primero del
Islam pero luego de España les embutió un mundo nuevo y aluvional,
atestado de cosas para las que el tagalo carecía de nombre. Casi todas
las cosas que fueron llegando, y a las que apuntaban con el índice, se
debían decir en castellano, como se siguen diciendo hoy: bangko
(banco), puchero, doctor, dentista, propesor
(profesor), iha (hija), libro, putbol (fútbol),
sine (cine), hepe (jefe), kumpisal (confesar),
dalanghita (naranjita) silya (silla), kabayo
(caballo), relos, harina, oras, gobierno,
saklolo (socorro), luku-loko (loco), porke, gwapo
(guapo), kwento, kolum (columna) e incluso, faltaba más,
si uno lo busca en línea resulta que interrupter vendría a ser
interruptor.
Lo más inquietante, de todos modos, es verificar que el tagalo parece
estar a la vanguardia. Muchos filipinos se siguen llamando Cruz,
González, María, Eduardo, etc., pero hablan inglés o tagalo, habiendo
enterrado el castellano en la guerra de 1898 que pasó a las Filipinas a
la órbita de Estados Unidos. El castellano, como la arquitectura
colonial, es en buena medida vestigial, algo que se puede verificar, a
mundo y medio de Filipinas, en el Cono Sur. Si se atienden, por ejemplo,
los doblajes de televisión, de cualquier canal, pero para poner uno de
inmediato comprobable en el control remoto del lector, elíjase el
National Geographic, uno cae en la cuenta de que todos sus documentales
están narrados en una lengua con vago parentesco con la lengua en que
había nacido. No es ni portugués, ni italiano, ni valenciano; los
sustantivos invariablemente suenan castellanos pero los verbos están
conjugados en vaya a saberse qué idioma y las preposiciones, por
costumbre, se aplican con una lógica que jamás puede ser la española.
Los verbos y preposiciones establecen relación entre las cosas; son los
que nos dicen, no de qué se esta hablando sino qué, en rigor, se está
diciendo. Algo muy distinto es hablar de algo, por ejemplo, que
contra algo, o hablar de alguien o por alguien, y
ni qué decir, si entramos al dominio del adverbio, de lo que implica
hablar delante o detrás de alguien. Sin embargo, en
cualquier doblaje, pero más en este hipotéticamente serio de los
documentales, se deja oír un escombro de castellano. Pareciera que los
traductores automáticos, como el de Google, hace tiempo han dado cuenta
de nuestro idioma, que pasa de la televisión a los periódicos que
incluso dejan de lado al corrector humano, descansados en el de
Microsoft, y confunden invariablemente los adverbios, las preposiciones,
los tiempos verbales, en que el condicional se embarra sistemáticamente
de subjuntivo hasta que ambos, rendidos por el mamarracho, terminan
entregados al indicativo inglés, sencillamente porque el inglés carece
de subjuntivo.
Solo para citar un ejemplo de esta demolición, repárese nada más en el
sostenido error de traducción del inglés over y about,
algo que invariablemente revierte, en castellano, sobre la palabra
sobre. Una vez retransmitido por conductos prestigiosos como la
televisión se viralizan al punto que ya nadie habla de algo sino
sobre algo o alguien, y ya no hay ningún equipo que le gane a
otro sino que, en la voz de los comunicadores (cierto, se siguen
llamando comunicadores) Danubio ganó sobre Wanderers e incluso
Boca empató sobre Lanús, y hace unas cuatro semanas, en la
divisional B de Uruguay, Torque estaba perdiendo en el medio tiempo
sobre otro equipo.
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Dentro de muy poco, de más está decir, los libros de historia podrán
decir por fin que Darío III fue derrotado sobre
Alejandro Magno en Gaugamela y los informativos, con fanfarria de último
momento, anunciar que tal candidato, que era el favorito, contra todos
los pronósticos perdió sobre el menos pensado las elecciones
nacionales.
Como hemos asumido que todos los medios son buenos, y sobre todo, que
los medios audiovisuales y digitales son mejores que el libro,
herramienta antigua y ya para muchos educadores antipática, la terrajada
mediática ha quedado establecida como autoridad, cuanto más farandulesca,
más calificada. El asunto es que una cultura que no escribe, como ésta
que se deja doblar por máquinas, es una cultura que no produce, que deja
que escriban por ella, es decir, que piensen por ella y le den el mundo
servido en una lengua ajena.
Así, y esto se da en particular en Uruguay, país alguna vez orgulloso de
su grado de alfabetización, los futbolistas, que ayer se consideraba no
sabían hablar correctamente, ahora son un Cervantes redivivo, el
magisterio de la lengua. Sígase, por ejemplo, el uso en los medios del
país del pandémico pronombre lo,
ya ni siquiera loísta sino reiterativo, sobreenfático a continuación del
nombre, que pasa como muletilla del futbolista al comentarista deportivo
y de éste a los estadistas ( “Este
partido que lo jugamos y lo perdimos”; “Lo del reparto de cargos es un
asunto que tenemos que discutirlo”). Como los periódicos, sobre todo en
sus ediciones digitales, desconocen el entrecomillado, lo que alguna vez
era transcripto entre paréntesis y con la aclaración sic, que
hace cargar a quien lo enuncia con el furcio, ha pasado a enunciarse
como norma gramatical. Al hacer esto, por otra parte, lo que se
transcribe ya no es lo que dijo alguien, es decir, el contenido e
intención de lo que dijo, sino que lo literalmente pronunciado, por lo
general un solecismo no corregido, pasa a ser, sin entrecomillado, el
titular.
El desgano de escritura, uno de cuyos avatares es esta incuria
editorial, campea a tal punto que los uruguayos universitarios son hoy
día capaces de escribir, en una carta de solicitud de trabajo, que son
“hediondos para el cargo”, y los políticos, que habían olvidado el
dequeísmo, ahora, lo mismo que estos estudiantes, son incapaces de
acertar, en 15 entrevistas consecutivas, una concordancia de número o
género.
Uruguay, sin ir más lejos, ha entrado ya en una campaña electoral que
todavía no establece quién perderá sobre quién, pero que ha
saltado, en pleno enero, en un frenesí de interpelaciones pronunciadas
en una lengua entreveradísima. En momentos como éste se vuelve más
difícil escapar a los medios de comunicación masiva, y estos medios, que
son los que ahora oficializan los cambios lingüísticos, están de alguna
forma dirigidos por máquinas descarriadas, cabezas sin lengua,
operadores que introducen irreflexivas mutaciones lingüísticas jamás
maceradas por la oralidad del pueblo, del folk que alguna vez
celebraron los lingüistas.
Si esto sigue por esta pendiente, como todo hace suponer, cuando la
rabia comunicacional se vuelva imparable en invierno, servida por el
mundial de fútbol que se aparea con las elecciones 2014 en Uruguay, uno
podrá darse, en perfección, a la dicha del recuerdo: será como sentir el
monzón agobiante en el gélido agosto, o estar escuchando (ya
definitivamente desguazado el castellano, entonces asumido como otra
lengua colonial, improcedente y arcaica), la enigmática dulzura del
tagalo.
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