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Amir Hamed
ISSN 1688-1672

 


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          LA IDENTIDAD EVASORA DE GÉNERO

Sexo y metafísica

Amir Hamed

Como es bien sabido, fue un varón,
el doctor John William Money, quien fundó la tesis del “género” en tanto construcción social, asignación de roles, etc. que trascendería la biología, es decir, la sexualidad. Sabido en su momento, pero hoy algo olvidado, que justificó su tesis en su paciente David Peter Reimer, nacido varón pero socialmente reasignado como mujer luego de que una intervención quirúrgica de la infancia (circuncisión) lo dejara por accidente sin pene. También algo olvidado que, tras la modificación practicada por Money, quien “educó” previamente a su paciente para feminizar su conducta, Reimer fue rebautizada Brenda y con el tiempo se hizo lesbiana, se cambió legalmente de nombre, comenzó a vestirse como varón y se casó con una mujer, para finalmente suicidarse, incapaz de sostener su condición de mujer.

El episodio nos hace recordar, por ejemplo, cómo la circuncisión, práctica de origen faraónico, es siempre una mutilación, incluso la masculina (por más que parezca inocua y no, como la ablación femenina que se sigue practicando en algunos puntos de África, un extirparle órganos de placer a la mujeres). También trae a la mente el caso de Herculine Barbin, estudiado por Michel Foucault y más recientemente por Judith Butler: nacida con los dos sexos, Barbin fue criada como mujer para luego ser reasignada varón, suicidándose finalmente, incapaz de tolerar la imposición de vivir como hombre. En un caso, dos sexos, es decir, biología; en el otro, ninguno, resultado de una ablación, es decir, de cultura: en ambos, autoinmolación por incompatibilidad con la biología.

Se puede pensar que el martirologio, en ambos sucesos, responde a un conflicto de identidad. Mientras el sexo, tradicionalmente, es considerado lo dado por naturaleza, el género es esa asignación social que nos forzaría a vivir de acuerdo a patrones diseñados por otros. Si se lo pusiera en términos marxistas, habría que decir que la biología sería la base, por así decirlo; el género, la superestructura.

Pero, ¿realmente es esto así? Butler en Gender Trouble  ha asumido que también el sexo es una construcción social, ya que los cuerpos sexuados carecerían de significación si no se tuviera en cuenta el género: afirma que no hay manera de universalizar una identidad de género (por ejemplo, esa femenina reivindicada por la mayoría de las feministas y que se significaría en oposición con la masculina, aunque más no sea en su silencio), ya que la universalización deja de lado las coordenadas específicas, de tiempo y circunstancia, en que sexo y género se dan. Ambos, sexo y género, asevera Butler, se dan en performance.

El planteamiento de Butler, por un lado, deshace las reivindicaciones identitarias, que son las que generalmente manejan los grupos LGBT, y sobre todo cierta sobredeterminación del patriarcado a la que estos grupos suelen recurrir indiscriminadamente. Basta recordar la sexualidad de la Atenas de Esquilo o Platón, madre de esa noción que llamamos Occidente, para comprender, como hace Butler, que tanto el patriarcado como las identidades que se proyectan contra éste no tenían nada que ver con lo que modernamente se entiende como tales. La sexualidad, por entonces, respondía, según algunos, a una racionalidad económica (control de la natalidad) y por tanto la cópula sin reproducción era altamente valorada, lo que llevaba a que el sexo fuera un acto básicamente público, asunto de gimnasio carente de penetración (un hombre mayor cortejante, esrastos, un adolescente cortejado, erómenos, un frotamiento de entrepiernas), mientras las esposas, como minotauros, eran recluidas a lo más hondo de la casa, donde ningún hombre pudiera siquiera atisbarlas, y a cuyas vaginas los maridos llegaban furtivos, nada más que cuando andaban en afán de procrear. Aquello, el patriarcado ateniense, era una cultura homosexual y pedófila (las mujeres tenían unas noches al año, un brevísimo paréntesis celebratorio de Adonis en que se visitaban por la noche a través de las azoteas), pero los hombres, salvo algunos, que padecían burla, renunciaban a ser cortejados como erómenos una vez les crecía la barba (y recuérdese, no se penetraban): podían amar a los de su sexo pero repudiaban feminizarse. El patriarca, por decirlo así, era un homofílico enconado que se resignaba a una bisexualidad más bien ocasional.

Puesto en otros términos, no se puede hablar de una “identidad gay” (es una práctica por completo distinta la homosexualidad pagana de la cristiana; también diferente la percepción de la práctica). La homosexualidad, por otra parte, es palabra cientificista, del siglo XIX: se entendía que los homosexuales lo eran por fatalidad fisiológica y se les achacaba un ano infundibuliforme, o en forma de embudo, para explicar su conducta. Antes de la homosexualidad lo que había era libertinos, sodomitas o también pederastas. Se podría, a lo sumo, hablar de identificaciones, transacciones coyunturales, de las que también reniega Butler.

Ahora bien, dejando de lado que Steven Pinker, en su libro The Blank Slate: The Modern Denial of Human Nature ha afirmado que la ciencia desarma las teorías ideológicas desentendidas de todo fundamente biológico, preciso es anotar un elemento llamativo y algo ominoso de la elaboración de Butler. El sexo y el género comparecerían en términos análogos a los que usara Francois Lyotard para definir la condición posmoderna: a falta de macrorrelatos, lo que nos queda es la performance, decía Lyotard, la capacidad de la máquina de decirse en funciones. Dicho de otro modo: la máquina no requiere otra legitimación que funcionar (porque funciona, vale). Esto, claro está, implica la desvinculación de la tecnología con respecto a la ciencia, siendo que la máquina ya no tendría que dar sus razones, que decirnos su por qué. La pregunta, decía Jean Baudrillard, había pasado a ser ¿por qué no?: en este sentido, se puede entender que el género y las actuales políticas trasns, feministas, gays, etc. estarían condenados, básicamente, a ese por qué no, aleatorio, más que a una racionalidad tradicional que busque principio de causa, o al menos una economía general, a no ser nos resignemos a calibrar que, como con Reimer o Barbin, sexo y género se dan, más que en performance, en tensión.

Aquí vale la anécdota de aquel elocuente ciudadano iraní que, en días del ayatolá Ruhollah Musaví Jomeini, pide cita con el líder espiritual y solicita realizarse un cambio de sexo. Él era una mujer atrapada en el cuerpo de un hombre, por lo que Jomeini accede (la Revolución Islámica no puede tolerar la práctica de los varones homosexuales, que considera perversa, pero sabe excusar un descuido de Alá). Si la base es contraindicada y contiene lo que no debe, el cirujano se hace lícito.

Esta anécdota nos pone en otra pista porque, a fin de cuentas, ¿qué otra cosa puede contener ese envase, la biología, sino el alma? El andrógino o los hermafroditas proponen una interrogante que no deja de ser biológica. Sin embargo, la identificación que persigue una “vocación de género” nos habla fatalmente de otra cosa, del alma buscándose a sí misma en la contrariedad del cuerpo. En definitiva, no nos habla sino de metafísica. 

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