Un ritual de cortejo
rioplatense
—¡ay, tiempos! ¡ay,
costumbres!—
abría las conversaciones de la pareja ya abrazada en el baile con la
pregunta ¿trabajás o estudiás? Por entonces, una selección natural
familiar, cuando no social, solía marcar el rumbo de los que ya habían
arrancado para las ocho horas, abandonando secundaria, y los que se
confiaban a los rigores de las aulas para, en un futuro, acceder a un
título de nivel terciario. Aquellas sociedades apelmazadas de
inmigrantes, todavía crédulas en el progreso y en el ascenso social en
base a esfuerzo, establecían, en aquella disyuntiva, sus términos de
inclusión. No es que el siglo XXI, tempranamente nihilista, la haya
abandonado, sino que se ha resignado reconstruir la disyunción, ayer
exclusiva, en una inclusiva. Por ejemplo, en todo el mundo, y en América
Latina en particular, se acumulan por millones los “ni-nis”,
adolescentes y jóvenes que ni trabajan ni estudian, término adaptado del
inglés NEET (not in education, employment or training). Se
resignan, según los sociólogos que los encuestan y diagnostican, a que,
hagan lo que hagan, trabajen o estudien, estarán en una situación
inferior a la de sus padres, en un mundo marcado por el infraempleo y el
escaso respeto a la formación educativa.
Ciertamente, esto forma parte del desbarajuste de los sistemas
educativos del capitalismo, que instruyen para un mercado mercurial que
achatarra disciplinas y, de cualquier saber, anteayer venerable, hace
instantáneo trasto. Pero resulta llamativo para los que los estudian que
aquellos que no quieren estudiar tampoco quieran agachar un poco el lomo
para agarrar unos pesos rápido. La primera respuesta es que si de algo
habla un ni-ni es del no future que ya va para cuarenta años
punkeaban los Sex Pistols, y que debe seguir entendiéndose como
que el mundo no es capaz de interpelarlos.
La segunda respuesta a barajar es que el mundo no los interpela porque
tanto el trabajo como el estudio han perdido su valor, en un mercado de
satisfacción instantánea de los apetitos. No habría tiempo ni energía
para desear (el deseo se tramitaba por el estudio y el trabajo), algo
que lleva, por ejemplo, a Sandino Núñez, a pensar que hace tiempo
se finiquitó lo social). Pero esto no debe hacer olvidar que ambos
términos, trabajo y estudio, ya habían sido largamente devaluados, en
tanto moneda deseante, por la urgencia de productividad. El punk
de ayer y el ni-ni de hoy barruntan que no estudiarán ni trabajarán para
ellos sino para algún lóbrego imperativo fordista que, para empezar, le
ha quitado al estudio su carácter de tal, transformándolo en un
exhibicionismo fabril. Estudio, si estudio, para la máquina que
requerirá mis saberes. Es decir que el estudio hace tiempo que es
sinónimo de trabajo, y no del aplicarse la mente a la adquisición de
conocimiento, aquella concepción del estudio que creció con el siglo XII,
pareja al surgimiento de las universidades.
Más, incluso en los templos del “saber por el saber”, las
Humanidades,
como quiso definirlas para Uruguay Carlos Vaz Ferreira, el estudio ha
desaparecido hace tiempo. Los estudiantes de
Humanidades de grado o
posgrado, en cualquier facultad de las distintas Américas, hace tiempo
han dejado de estudiar y lo que hacen es “trabajar” temas, algo
impensable en la primera mitad del siglo XX, en la cual los scholars,
todavía, estudiaban. Así, Ernst Robert Curtius estudiaba la latinidad
clásica y medieval, Oswald Spengler el declive de occidente o Arnold
Toynbee la evolución de las civilizaciones, lo mismo que en nuestra
lengua hacían Dámaso o Amado Alonso con los metros medievales, la poesía
de Neruda, etc.. Pero hoy, siguiendo patrones de la academia
estadounidense, los académicos trabajan tardovanguardia,
mundonovismo, Caribe, etc..
Del autor a la teoría
Por supuesto, no hay sinonimia ninguna entre trabajar y estudiar. Tanto
que resulta obsceno trabajar autores como Shakespeare, Dante o Hegel,
algo que recuerda al chulo que trabaja una esquina, cuando en realidad
la labor es realizada por la puta
—alguna vez sacerdotisa de Afrodita, hoy trabajadora sexual. Si
uno estudia, de alguna forma reverencia; si uno trabaja, no hace sino
enmarcarse en la misma cadena de producción del trabajado, y en
comparación con el autor, da talla de enano. Por ese motivo, los
humanistas hoy prefieren trabajar dolce stil nuovo, o idealismo,
o teatro isabelino, o modernismo, exotismo, negritud, diáspora,
subalternismo, en fin, áreas que en buena medida neutralizan el peso de
la autoridad. Dicho de otro modo: los autores no son trabajables; las
áreas, nociones y volátiles modas teóricas, sí.
De todas formas, no se vaya a creer que hay azar en
la desaparición del estudio. Varias coartadas, todas atendibles,
comparecieron para aniquilarlo. Se pueden rastrear instancias
institucionales y teóricas, que no dejan de ser coincidentes. Así, la
academia de Estados Unidos, a partir de las primeras décadas del siglo
XX, volcó las Humanidades a la publicación, por lo cual a partir de los
1930 ya impuso el lema publish or perish (publique o kaput)
que marcó de ahí en más a sus humanistas, entrampados en una carrera por
la publicación, sobre todo de papers.
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Por otra parte, debe entenderse que la denuncia que por la época hacía
Walter Benjamin, de la pérdida del aura de la obra de arte en la edad de
la reproducción, una pérdida que debía ser compensada por un esfuerzo de
interpretación, es decir, de reasignación de sentido, tiene más que ver
con esta noción de trabajo que con la de estudio, ya que aparta a la
obra del autor y pone el peso en la lectura, es decir, en la lectura
como trabajo de re-significación. Esto quedaría laudado en la irrupción,
en los 1940, de la “falacia intencional” de
Beardsley y Wimsatt. En términos estrictos: mientras el autor sea,
como pedía Platón en el Fedro, el “padre” de su obra, seguiré
condenado al estudio; pero en una edad post-romántica, ya incorporado el
lema de Wordsworth de que el niño es el padre del hombre, yo puedo
moverme dentro del nivel de la textualidad (ya no de la filología y la
intencionalidad), es decir en el ámbito de la teoría y del trabajo.
Claro que estas coartadas teóricas e institucionales no deben hacernos
olvidar el argumento de clase. El Intelectual, aquella figura que
coronaba la Fenomenología del Espíritu de Hegel como una nueva
clase capaz de reconciliar al Amo y al Esclavo, pasó con Lamartine, por
un segundo, a estar a la cabeza de la revolución, y de Marx a Lenin a
formar, nada menos, que el partido de vanguardia tras el cual debía
jadear el proletariado. Pero el que no estuviera a la vanguardia del
proletariado era confundible con un burgués retardatario, ombliguista,
torremarfilista, etc.. La capacidad del marxismo de erigirse en superyó
del intelecto no ha sido debidamente calibrada, ya que tuvo la virtud de
funcionar como deber ser, no importa cuán sólidamente amparado en
verdades, por lo cual los humanistas se asumieron movidos por el
interés, y ya no se resignaban a la dicción de Tácito, que se decía
escritor sine ira et studio (sin odio ni parcialidad). Por todas
partes, y sin descuidar el Río de la Plata, los intelectuales pasaron a
manifestarse trabajadores de la cultura, que militaban bajo el
ala de las distintas izquierdas, e incluso aquellos refugiados en las
universidades encontraron la forma de producir lectura, de volcar el
valor de uso al valor trabajo, como diría Roland Barthes en
S/Z, y es por eso que, para no generar malentendidos en el gran
baile de la vida, los académicos prefieren contestar que trabajan (que
producen) a asumirse unos púlpito-céntricos, onanistas, solipsistas o vaya
a saberse qué, a los que le sobra tiempo para andar leyendo cositas, en
vez de dedicarse a la vida seria.
El uso del término trabajo para amonestar lo que antes fuera
imparcialidad y estudio, ya estaba impuesto en la academia
estadounidense para la década de 1980, en la que explotaban los
Departamentos de Teoría. Curiosamente, desde entonces, casi ninguna
teoría relevante ha producido esa academia, y sacando libros puntuales,
como Gender Trouble, de Judith Butler, el pensamiento en las
Humanidades parece haber avanzado poco y cero. Últimamente empiezan a
leerse cuestionamientos sobre cómo la modalidad estadounidense,
esclava del paper cientificista, tiraniza y frustra los
saberes en otras regiones, por ejemplo, en el hispanismo. Si a esto
sumamos el yermo al que nos está empujando el imperativo del trabajo
académico, cabría preguntarse si será tan trasnochada idea buscarle
alguna vía de regreso, entre los estudiosos, al estudio.
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