1) Ayer nomás
Una dictadura dispone de mil medios
para perpetuarse, aunque suele buscar más. La que padeció Uruguay
intentó estirarse a la chilena, proponiendo una reforma de la
constitución, en 1980, y creyendo que tenía todo ganado (Pinochet venía
de arrasar en Chile), para cumplir con las formas, concedió dos debates,
uno por radio y
otro televisivo, en el que participaron, por parte de los
dictadores, dos abogados, el además coronel Ernesto Bolentini y Enrique
Viana Reyes, y por parte de las fuerzas cívicas, que se oponían a
sancionar constitucionalmente una situación de facto, otros dos, de
estricta derecha, Enrique Tarigo y Eduardo Pons Echeverry. El bombardeo
propagandístico del régimen, a favor de la reforma, había durado todo el
año, para no decir siete años, pero ese 14 de noviembre, por primera
vez, cabía lugar para atender, aunque fuera por un rato, voces
disidentes.
En los debates, como es de rigor, las partes esgrimen sus razones, si
bien difícilmente se dé que una alcance una victoria lapidaria, o mejor,
que una se precipite en una derrota categórica. Sin embargo esto
ocurrió, a raíz de una cita literaria. Pons Echeverry, en determinado
momento, sostiene que, “como dice Ionesco, siempre habrá rinocerontes”,
Bolentini se declara ofendido (“no le permito que me llame rinoceronte”)
y Viana Reyes intenta tranquilizarlo en algo que es, de por sí, una
declaración de derrota: “déjelo, Coronel; nos han dicho cosas peores”.
En cualquier discusión, se sabe desde Aristóteles, tiene las de ganar
quien pueda establecer su ethos, es decir, su autoridad para
decir lo que está diciendo. Bolentini y Viana, en ese mismo instante,
habían renunciado al suyo porque un rinoceronte, claro está, no sabe de
qué está hablando. Hoy, mientras los políticos del país comienzan a
desgañitarse en busca de los votos que les dará o negará el electorado a
fin de año, este mismo argumento, que salvó a la democracia,
difícilmente hubiera funcionado porque las partes que debaten ignoran
equitativamente a Ionesco. Cabe aclarar, de todos modos, que en aquel
momento buena parte de los tres millones que conformaban el público
uruguayo ignoraba a Ionesco, si bien sabía lo suficiente de
rinocerontes, y sabía también que alguien citable (citable porque era
citado) al hablar de rinocerontes estaba refiriéndose a humanos, por lo
que el asunto, y la acusación de Ionesco en labios de Pons Echverry,
comportaban algo serio.
Se trataba de una acusación literaria, y como tal, algo inespecífica,
pero nunca abstrusa; por el contrario, era enteramente calibrable. No
era imprescindible andar indagando en libracos polvorientos sino
entender que el país respetaba la “alta cultura”, y en particular el
teatro, y recordar que pocos años atrás la Comedia Nacional había
estrenado Rinocerontes, de Ionesco. Es decir que, por entonces,
para hablar de Ionesco no había que hacerse el interesante sino, nada
más, concurrir al teatro, y la gente concurría al teatro porque entendía
se trataba de una actividad importante: iba al teatro para, en el
sentido kantiano, ilustrarse, es decir, venirse adulta,
desentendida de tutelas, autónoma en lo moral y responsable cívicamente.
Pero, más allá de la familiaridad o falta de familiaridad con Ionesco,
la democracia se salvó en Uruguay (y esto no es hipérbole, se definió en
ese debate) porque el pathos (aristotélicamente, el lugar de la
audiencia) asumía que una cita culta y literaria era algo saludable, una
autoridad atendible, una voz reveladora.
Para decirlo de otro modo. En aquel debate que los uruguayos siguen
conmemorando hoy día aunque sin entender del todo por qué, la cultura, y
la literatura en particular, eran todavía un hecho político, y se puede
decir, sin exagerar, que la literatura, en este caso la dramática,
reingresaba a la vida cívica, vía cadena nacional de televisión, en el
modelo ateniense del siglo V: discutía, debatía, ponía las normas en
juego sin resignarse a la pamplina. El debate Tarigo-Pons vs. Bolentini-Viana
Reyes fue un hecho político y nada tuvo de entretenimiento. Y como no
fue entretenido, ganó el más capaz de entender los meandros de lo
literario.
2) Anteayer
En su libro
El declive del hombre público, Richard Sennet rastrea cómo el
hombre de letras se ha venido retirando de la esfera pública, una esfera
(esto no lo dice Sennet) que él mismo creó. Sennet se preocupa menos por
la difusión de los periódicos que abrieron ese pabellón democrático, la
esfera pública en Inglaterra, que del desarrollo del teatro y las
barricadas en Francia, en el siglo XVIII y XIX, respectivamente. El
teatro dieciochesco francés constituía aquel lugar en el que al público
le era dado ejercer la crítica, y cabría agregar (esto tampoco lo dice
Sennet), constituirse, precisamente, en público. Los dramaturgos
franceses, tradición en la que habrá que inscribir también al rumano y
vanguardista Ionesco, todavía en el siglo XX de alguna forma lideraban
la capacidad crítica de su sociedad. Ya para el siglo XIX, en pleno
frenesí revolucionario, Sennet enmarca en 1848 ese instante en el que,
por un segundo, el pueblo sublevado y el hombre de letras comulgaron. El
poeta Alphonse de Lamartine se sintió guía natural del pueblo
revolucionado, un pueblo que, un tris más tarde, se divorciará de él
(Lamartine les explicaba en la plaza por qué ellos eran vulgo municipal
y espeso, para decirlo en términos de Rubén Darío, y por qué él, letrado
superior, encarnación del espíritu, debía liderarlos, cosa a la que por
un ratito la masa revolucionada le dijo que sí, haciéndolo presidente,
pero casi enseguida le dio la espalda).
Hacía nada más ocho años que se había publicado, póstuma, la Defensa
de la poesía del británico Percy Shelley, obra en la que se afirmaba
al poeta como “legislador no reconocido”, algo que urdió al romanticismo
con la voluntad del intelectual decimonónico de participar en la
avanzada del cambio social, una voluntad que, con el curso fallido de
las revoluciones se verá traicionada, y de la que se podría poner como
ejemplo a Karl Marx, quien frustrado por la misma revolución que se
comió a Lamartine (frustración explicitada en su
Dieciocho Brumario de Luis Bonaparte) se
encerró en Londres, en la Biblioteca, para escribir El capital,
mientras en Alemania, Richard Wagner, servidor público, se recluye para
componer música en Bayreuth, tras escribir
Arte y revolución.
Más allá del diverso alcance de sus respectivos escritos, lo cierto es
que tanto en Marx como en Wagner la revolución se pasa a vivir como un
acontecimiento del futuro, si bien en el segundo comporta, además de un
hecho histórico, uno estético. Aquella conciliación que duró lo que un
fósforo entre el pueblo y Lamartine pasaba a buscarse como una
reconciliación venidera, diferida a aquel momento en que el pulso de la
Historia permitiría que la Poesía, por llamarla así, y el Hombre, se
reunieran una vez servidas las condiciones.
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El poeta (el escritor, el artista) se retiraba, para esperar
pacientemente que la Historia le pusiera la
verdadera revolución en la puerta, mientras la revolución, al menos en
Europa, ya para después de 1870, parecía por siempre diferida. Para
1898, entonces, tal vez cansado de esperarla, el
Affaire Dreyfuss le permitió a un novelista francés, Émile Zola,
poner de regreso al Poeta (el escritor) en el foro, argumentando el
caso del Intelectual, figura que no se conformaba con escribir libros
sino que debía batirse en la arena pública. Eran los prolegómenos del
escritor comprometido, figura que entró y salió de las turbulencias del
siglo XX y que, en Europa, acaso tuviera su última comparecencia en el
Mayo francés de 1968, cuando marchando por las calles de París tras Jean
Paul Sarte, los estudiantes llamaran a la imaginación al poder.
La imaginación, como nadie ignora, nunca llegó allí donde la pretendían,
el poder quedó en otras manos y, desde entonces, se ha verificado lo que
cabe llamar como retirada de la literatura; recluida primero en los
estudios académicos y luego, incluso, relegada por estos mismos estudios
a consignas sociologizantes, de inclusión, de épicas del subalterno,
etc.. Es decir que la imaginación, que alguna vez se llamó al poder,
quedó recluida al horror baladí de lo políticamente correcto, de
convocatorias a la integración
pero ya nunca más convocada por
clarinadas de liberación. Se trata de lo que nos dejó el mundito posmo,
resignado, automutilado, que tras el llamado a la revolución,
declarándose vencido, se retiró de la Obra para resignarse a una tómbola
de “identidades”, al orfelinato de los yositos y sus “testimonios”, que
no lejos de comportar una confesión agustiniana ponen en escena, como en
sus días dijera André Malraux, “un miserable amontonamiento de
secretos”.
3) Ayer mismo (la semana pasada)
Tres conversaciones
1. Alma
Bolón recién regresada de París, en su casa, cuenta que ahí, ahora, en
las librerías se separan en pilas, como si fueran trincheras, los libros
de filosofía y autoayuda. Entiende que los de autoayuda cumplen con la
función que alguna vez tuvieron los textos religiosos, ya que sus
lectores se sienten fortalecidos por la lectura, a lo que este
columnista objeta que cualquiera sale convencido por un rato de que está
mejor y que ahora sabe más, hasta que la realidad le demuestra lo
contrario. Los usuarios de autoayuda entienden que el libro tiene la
misión (y cumple la misión) de cambiarles la vida; por lo tanto,
concluida la lectura, tienen la convicción instantánea de que ahora son
más sabios y ya están en condiciones de lidiar con el mundo, convicción
que se desmorona ni bien el mundo, unos 30 o 35 segundos más tarde, los
noquea por vez enésima. La diferencia, insiste el columnista, es que los
libros que están en la otra trinchera, los de filosofía, hacen preguntas
y no vienen con soluciones, y que el peso de un buen libro está en a
ayudarnos a interrogar, no en darnos las respuestas al crucigrama. Eso,
dice entonces Alma, es lo que se perdió con “la retirada de la
literatura.”
2. Aldo
Mazzucchelli, compartiendo un café tempranero,
comenta la necesidad de volver a esos autores decimonónicos que descartó
el siglo XX, como Michelet o Feuerbach. Le recuerdo las palabras de Alma
y coincidimos en que ese olvido es parte del olvido de lo literario. El
siglo XIX, cabe recordar, armó naciones y estados-nación con literaturas
nacionales; el Estado-nación, ciertamente,
es una institución en retroceso pero todavía no perimida, y sigue siendo
la molécula jurídica por la que se rige la vida política internacional y
la economía del mundo (que al capital trasnacional lo nacional le
estorbe o le resulte irrisorio es bien otra cosa).
3. El
columnista se encuentra con Ramiro Sanchiz y la charla deriva en el
Finnegans Wake de James Joyce y la ausencia hoy de obras de ese
calibre, es decir, de grandes obras. Sanchiz pone sobre la mesa el
socorrido nombre de Bolaño y su voluminosa novela, compuesta de novelas,
2666, a lo que este columnista
responde que si se puede hablar de Bolaño es, precisamente, porque se
trata de un caso aislado en un mar de escritura, ya no menor, sino con
voluntad de minoridad, con voluntad, no de decir sino de balbucear.
Sanchiz entonces recuerda un congreso en Madrid en el que Rodrigo
Fresán,
el narrador argentino, propinó, a un grupo de escritores jóvenes
hispanoamericanos entre los que él se encontraba, la pregunta por la
gran obra, pregunta que espantó a la concurrencia. Ese espanto
tardoposmo es un síntoma más, quién puede dudarlo, de la retirada de la
literatura.
Semejante simetría, tres charlas azarosas que coagulan en el mismo tema
con apenas días de diferencia, parecería hablar de una necesidad, la de
recuperar aquello que se ha retirado. Shelley, cabe recordar, afirmaba
la capacidad legisladora del poeta (de la literatura) en su percepción
de los ritmos (o latidos) del mundo. Al no poder dar cuenta de ese
latido, al retirarse, la lengua se reseca, la discusión pública se
vacía, el orbe pasa a ser gobernado por guarismos de estadística y
cientistas blandos, por encuestas de opinión, por coartadas de
inclusión, por mentiras tan oportunistas como crasas a las que se
pretende disimular bajo la rúbrica del “spinning” o, simplemente,
por el arbitrio de la improvisación.
Sucede que, al retirarse, la literatura se ha llevado consigo el mundo.
Hay que creer, por tanto, que su regreso, si no inminente, es
impostergable.
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