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Amir Hamed
ISSN 1688-1672

 


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          IMPOSTERGABLE

El regreso de la literatura

Amir Hamed

1) Ayer nomás

Una dictadura dispone de mil medios para perpetuarse, aunque suele buscar más. La que padeció Uruguay intentó estirarse a la chilena, proponiendo una reforma de la constitución, en 1980, y creyendo que tenía todo ganado (Pinochet venía de arrasar en Chile), para cumplir con las formas, concedió dos debates, uno por radio y otro televisivo, en el que participaron, por parte de los dictadores, dos abogados, el además coronel Ernesto Bolentini y Enrique Viana Reyes, y por parte de las fuerzas cívicas, que se oponían a sancionar constitucionalmente una situación de facto, otros dos, de estricta derecha, Enrique Tarigo y Eduardo Pons Echeverry. El bombardeo propagandístico del régimen, a favor de la reforma, había durado todo el año, para no decir siete años, pero ese 14 de noviembre, por primera vez, cabía lugar para atender, aunque fuera por un rato, voces disidentes.

En los debates, como es de rigor, las partes esgrimen sus razones, si bien difícilmente se dé que una alcance una victoria lapidaria, o mejor, que una se precipite en una derrota categórica. Sin embargo esto ocurrió, a raíz de una cita literaria. Pons Echeverry, en determinado momento, sostiene que, “como dice Ionesco, siempre habrá rinocerontes”, Bolentini se declara ofendido (“no le permito que me llame rinoceronte”) y Viana Reyes intenta tranquilizarlo en algo que es, de por sí, una declaración de derrota: “déjelo, Coronel; nos han dicho cosas peores”.

En cualquier discusión, se sabe desde Aristóteles, tiene las de ganar quien pueda establecer su ethos, es decir, su autoridad para decir lo que está diciendo. Bolentini y Viana, en ese mismo instante, habían renunciado al suyo porque un rinoceronte, claro está, no sabe de qué está hablando. Hoy, mientras los políticos del país comienzan a desgañitarse en busca de los votos que les dará o negará el electorado a fin de año, este mismo argumento, que salvó a la democracia, difícilmente hubiera funcionado porque las partes que debaten ignoran equitativamente a Ionesco. Cabe aclarar, de todos modos, que en aquel momento buena parte de los tres millones que conformaban el público uruguayo ignoraba a Ionesco, si bien sabía lo suficiente de rinocerontes, y sabía también que alguien citable (citable porque era citado) al hablar de rinocerontes estaba refiriéndose a humanos, por lo que el asunto, y la acusación de Ionesco en labios de Pons Echverry, comportaban algo serio.

Se trataba de una acusación literaria, y como tal, algo inespecífica, pero nunca abstrusa; por el contrario, era enteramente calibrable. No era imprescindible andar indagando en libracos polvorientos sino entender que el país respetaba la “alta cultura”, y en particular el teatro, y recordar que pocos años atrás la Comedia Nacional había estrenado Rinocerontes, de Ionesco. Es decir que, por entonces, para hablar de Ionesco no había que hacerse el interesante sino, nada más, concurrir al teatro, y la gente concurría al teatro porque entendía se trataba de una actividad importante: iba al teatro para, en el sentido kantiano, ilustrarse, es decir, venirse adulta, desentendida de tutelas, autónoma en lo moral y responsable cívicamente. Pero, más allá de la familiaridad o falta de familiaridad con Ionesco, la democracia se salvó en Uruguay (y esto no es hipérbole, se definió en ese debate) porque el pathos (aristotélicamente, el lugar de la audiencia) asumía que una cita culta y literaria era algo saludable, una autoridad atendible, una voz reveladora.

Para decirlo de otro modo. En aquel debate que los uruguayos siguen conmemorando hoy día aunque sin entender del todo por qué, la cultura, y la literatura en particular, eran todavía un hecho político, y se puede decir, sin exagerar, que la literatura, en este caso la dramática, reingresaba a la vida cívica, vía cadena nacional de televisión, en el modelo ateniense del siglo V: discutía, debatía, ponía las normas en juego sin resignarse a la pamplina. El debate Tarigo-Pons vs. Bolentini-Viana Reyes fue un hecho político y nada tuvo de entretenimiento. Y como no fue entretenido, ganó el más capaz de entender los meandros de lo literario.

2) Anteayer

En su libro El declive del hombre público, Richard Sennet rastrea cómo el hombre de letras se ha venido retirando de la esfera pública, una esfera (esto no lo dice Sennet) que él mismo creó. Sennet se preocupa menos por la difusión de los periódicos que abrieron ese pabellón democrático, la esfera pública en Inglaterra, que del desarrollo del teatro y las barricadas en Francia, en el siglo XVIII y XIX, respectivamente. El teatro dieciochesco francés constituía aquel lugar en el que al público le era dado ejercer la crítica, y cabría agregar (esto tampoco lo dice Sennet), constituirse, precisamente, en público. Los dramaturgos franceses, tradición en la que habrá que inscribir también al rumano y vanguardista Ionesco, todavía en el siglo XX de alguna forma lideraban la capacidad crítica de su sociedad. Ya para el siglo XIX, en pleno frenesí revolucionario, Sennet enmarca en 1848 ese instante en el que, por un segundo, el pueblo sublevado y el hombre de letras comulgaron. El poeta Alphonse de Lamartine se sintió guía natural del pueblo revolucionado, un pueblo que, un tris más tarde, se divorciará de él (Lamartine les explicaba en la plaza por qué ellos eran vulgo municipal y espeso, para decirlo en términos de Rubén Darío, y por qué él, letrado superior, encarnación del espíritu, debía liderarlos, cosa a la que por un ratito la masa revolucionada le dijo que sí, haciéndolo presidente, pero casi enseguida le dio la espalda). 

Hacía nada más ocho años que se había publicado, póstuma, la Defensa de la poesía del británico Percy Shelley, obra en la que se afirmaba al poeta como “legislador no reconocido”, algo que urdió al romanticismo con la voluntad del intelectual decimonónico de participar en la avanzada del cambio social, una voluntad que, con el curso fallido de las revoluciones se verá traicionada, y de la que se podría poner como ejemplo a  Karl Marx, quien frustrado por la misma revolución que se comió a Lamartine (frustración explicitada en su Dieciocho Brumario de Luis Bonaparte) se encerró en Londres, en la Biblioteca, para escribir El capital, mientras en Alemania, Richard Wagner, servidor público, se recluye para componer música en Bayreuth, tras escribir Arte y revolución.  

Más allá del diverso alcance de sus respectivos escritos, lo cierto es que tanto en Marx como en Wagner la revolución se pasa a vivir como un acontecimiento del futuro, si bien en el segundo comporta, además de un hecho histórico, uno estético. Aquella conciliación que duró lo que un fósforo entre el pueblo y Lamartine pasaba a buscarse como una reconciliación venidera, diferida a aquel momento en que el pulso de la Historia permitiría que la Poesía, por llamarla así, y el Hombre, se reunieran una vez servidas las condiciones.



El poeta (el escritor, el artista) se retiraba, para esperar pacientemente que la
Historia le pusiera la verdadera revolución en la puerta, mientras la revolución, al menos en Europa, ya para después de 1870, parecía por siempre diferida.  Para 1898, entonces, tal vez cansado de esperarla, el Affaire Dreyfuss le permitió a un novelista francés, Émile Zola,  poner de regreso al Poeta (el escritor) en el foro, argumentando el caso del Intelectual, figura que no se conformaba con escribir libros sino que debía batirse en la arena pública. Eran los prolegómenos del escritor comprometido, figura que entró y salió de las turbulencias del siglo XX y que, en Europa, acaso tuviera su última comparecencia en el Mayo francés de 1968, cuando marchando por las calles de París tras Jean Paul Sarte, los estudiantes llamaran a la imaginación al poder.

La imaginación, como nadie ignora, nunca llegó allí donde la pretendían, el poder quedó en otras manos y, desde entonces, se ha verificado lo que cabe llamar como retirada de la literatura; recluida primero en los estudios académicos y luego, incluso, relegada por estos mismos estudios a consignas sociologizantes, de inclusión, de épicas del subalterno, etc.. Es decir que la imaginación, que alguna vez se llamó al poder, quedó recluida al horror baladí de lo políticamente correcto, de convocatorias a la integración pero ya nunca más convocada por clarinadas de liberación. Se trata de lo que nos dejó el mundito posmo, resignado, automutilado, que tras el llamado a la revolución, declarándose vencido, se retiró de la Obra para resignarse a una tómbola de “identidades”, al orfelinato de los yositos y sus “testimonios”, que no lejos de comportar una confesión agustiniana ponen en escena, como en sus días dijera André Malraux, “un miserable amontonamiento de secretos”.

3) Ayer mismo (la semana pasada)

Tres conversaciones

1.   Alma Bolón recién regresada de París, en su casa, cuenta que ahí, ahora, en las librerías se separan en pilas, como si fueran trincheras, los libros de filosofía y autoayuda. Entiende que los de autoayuda cumplen con la función que alguna vez tuvieron los textos religiosos, ya que sus lectores se sienten fortalecidos por la lectura, a lo que este columnista objeta que cualquiera sale convencido por un rato de que está mejor y que ahora sabe más, hasta que la realidad le demuestra lo contrario. Los usuarios de autoayuda entienden que el libro tiene la misión (y cumple la misión) de cambiarles la vida; por lo tanto, concluida la lectura, tienen la convicción instantánea de que ahora son más sabios y ya están en condiciones de lidiar con el mundo, convicción que se desmorona ni bien el mundo, unos 30 o 35 segundos más tarde, los noquea por vez enésima. La diferencia, insiste el columnista, es que los libros que están en la otra trinchera, los de filosofía, hacen preguntas y no vienen con soluciones, y que el peso de un buen libro está en a ayudarnos a interrogar, no en darnos las respuestas al crucigrama. Eso, dice entonces Alma, es lo que se perdió con “la retirada de la literatura.”

2.   Aldo Mazzucchelli, compartiendo un café tempranero, comenta la necesidad de volver a esos autores decimonónicos que descartó el siglo XX, como Michelet o Feuerbach. Le recuerdo las palabras de Alma y coincidimos en que ese olvido es parte del olvido de lo literario. El siglo XIX, cabe recordar, armó naciones y estados-nación con literaturas nacionales; el Estado-nación, ciertamente, es una institución en retroceso pero todavía no perimida, y sigue siendo la molécula jurídica por la que se rige la vida política internacional y la economía del mundo (que al capital trasnacional lo nacional le estorbe o le resulte irrisorio es bien otra cosa).

3.   El columnista se encuentra con Ramiro Sanchiz y la charla deriva en el Finnegans Wake de James Joyce y la ausencia hoy de obras de ese calibre, es decir, de grandes obras. Sanchiz pone sobre la mesa el socorrido nombre de Bolaño y su voluminosa novela, compuesta de novelas, 2666, a lo que este columnista responde que si se puede hablar de Bolaño es, precisamente, porque se trata de un caso aislado en un mar de escritura, ya no menor, sino con voluntad de minoridad, con voluntad, no de decir sino de balbucear. Sanchiz entonces recuerda un congreso en Madrid en el que Rodrigo Fresán, el narrador argentino, propinó, a un grupo de escritores jóvenes hispanoamericanos entre los que él se encontraba, la pregunta por la gran obra, pregunta que espantó a la concurrencia. Ese espanto tardoposmo es un síntoma más, quién puede dudarlo, de la retirada de la literatura.

Semejante simetría, tres charlas azarosas que coagulan en el mismo tema con apenas días de diferencia, parecería hablar de una necesidad, la de recuperar aquello que se ha retirado. Shelley, cabe recordar, afirmaba la capacidad legisladora del poeta (de la literatura) en su percepción de los ritmos (o latidos) del mundo. Al no poder dar cuenta de ese latido, al retirarse, la lengua se reseca, la discusión  pública se vacía, el orbe pasa a ser gobernado por guarismos de estadística y cientistas blandos, por encuestas de opinión, por coartadas de inclusión, por mentiras tan oportunistas como crasas a las que se pretende disimular bajo la rúbrica del “spinning” o, simplemente, por el arbitrio de la improvisación.

Sucede que, al retirarse, la literatura se ha llevado consigo el mundo. Hay que creer, por tanto, que su regreso, si no inminente, es impostergable. 

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