1. Viral.
Desde que en 1898 H G Wells
publicara La guerra de los mundos, hemos quedado
encerrados en la imaginación del virus. El libro vio luz meses antes de
que, en 1899,
Martinus Beijerinck,
aislara el
primer virus conocido, el del
mosaico del tabaco,
y al momento, los virus aislados y descritos superan los 5.000. Sin
embargo, detenerse en su cuantía es irrelevante; lo que cabe apreciar es
que menos importantes son los virus que la imaginación del virus. Hoy,
por ejemplo, el virus ha hecho cuerpo en los zombis, ayer hombres y
mujeres que, porque algo invisible puebla el aire, se transforman en una
carne semoviente y sin deseo, en una muchedumbre de virus bípedos, es
decir que el zombi deviene su propio virus, que va contagiando a la
humanidad hasta reducirla a cero. Ayer, los extraterrestres de Wells,
superiores tecnológicamente a los terrícolas, sucumbían entonces a los
microbios del resfrío, como demostrando que el vigor planetario consiste
en su capacidad para producir y resistir virus.
Y
ciertamente, la modernidad surgió a partir de virus, aquellos que los
europeos transportaron a la Terra Incognita que luego se
bautizaría como América. Los pueblos americanos, como se sabe
últimamente, sucumbieron, sí, pero menos que ante los cañones y
armaduras de los europeos, ante sus pestes. Bernal Díaz del Castillo, en
su
Historia Verdadera de la Conquista de la Nueva España,
dijo que lo que encontraron en Mexico-Tenochtitlan era reminiscente de
las fábulas de caballerías (algo que llevaría a los escritores del
boom latinoamericano a reivindicar las novelas de caballerías
denunciadas por Cervantes), pero más dejó en claro que las armaduras de
metal los cocinaban a fuego lento en el calor mesoamericano, y que los
conquistadores abrazaron los calpullis, armaduras de algodón de
los nativos, al tiempo que se les humedecían los cañones en los pantanos
y quedaban inservibles.
Sin embargo, los españoles habían venido armados con una notable
cantidad de virus para los que los americanos, aislados por miles de
años, no encontraban defensas, y fue así que la viruela, contagiada por
el agua en la que los muy higiénicos mexicas se bañaban a diario,
aniquiló las defensas de Mexico-Tenochtitlan. El episodio de la caída de
la capital azteca es emblemático, porque sentó las bases para toda la
conquista del territorio, y marcó, también, el asombroso exterminio de
la población originaria de América, que en los primeros 130 años después
de que Francisco del Puerto gritara “Tierra, tierra”, según se estima,
se habría reducido un 95%.
La modernidad, que ponía al hombre como agente de la historia en
Maquiavelo, como sujeto que hace del mundo representación (Descartes),
había empezado en 1492, cuando una civilización del virus hizo de los
pueblos de América sus aliens, su no-gente: no hubo, como con
Alejandro Magno o con Roma, un imperio que incluyera al conquistado en
una nueva civilización: se dijera que la gigantesca fosa atlántica, por
un lado, y la aniquilación viral, hicieron imposible traer de América
cultura, desembarcando en Europa solo sus minerales y cultivos, oro y
plata, también cobre, chocolate, tabaco, papas. Se podría pensar que, ya
por entonces, conquistar América era una empresa semejante a hacerse hoy
con Marte. Imponer colonias, viralizar el territorio, cargarlo no solo
de gentes sino además de vacas y caballos, de cerdos y ovejas, y también
de gérmenes que transformarían para siempre el sistema no solo humano
sino también la entera fauna y flora americanas. La imposición que
hicieron los colonos de sus animales, granos y frutos (cítricos,
manzanas, arroz, café) y de sus enfermedades fue denominada por Alfred
Crosby, en 1986,
imperialismo ecológico. Los europeos, en sus barcos, emplazaron
en América su biota, y esta biota aniquiló la existente.
En este sentido, cabe entender que la novela de Wells no era sino la
transposición, en clave inversa, de una guerra futura en la que los
terrícolas, confiados en su superioridad viral, podrán barrer con los
nativos de otros planetas, por más que estos puedan llegar a estar
tecnológicamente más avanzados. Más recientemente (1997), Jared Diamond,
en
Armas, gérmenes y acero. Breve historia de la humanidad en los últimos
13.000 años, ha venido a explicar este imperialismo, sin
llamarlo así, por la mayor capacidad de los “euroasiáticos”, según los
denomina, para producir virus, algo que en su origen estaría signado por
su capacidad para domesticar animales y absorber sus virus. Los
americanos, por ejemplo, y según señala Diamond, solo habrían
domesticado camélidos, como la llama, la vicuña y la alpaca (y eso, por
otra parte, no hace sino recordar que, según algunos, habría que
encontrar los orígenes de la sífilis, que arrasó prontamente Europa
mientras Pinzón mandaba sus barcos de regreso con productos de las
primeras colonias ultramarinas, en la cópula de europeos con llamas y
vicuñas).
2. Rizoma.
Durero
(Albrecht Dürer) declaró que jamás
había visto maravilla tan grande como las dos grandes ruedas, de oro
una, de plata la otra, que Moctezuma envió, a través de Hernán Cortés,
al emperador Carlos V, y con esto logró que las exhibieran durante dos
meses antes de que las fundieran. Europa, civilización viral, nada quiso
saber de este por así decirlo, “mal americano” (como llamaron
tempranamente a la sífilis). Acaso, a su manera, los europeos no
estuvieran preparados, por entonces, para recibir ningún virus
americano, por lo que lo más aconsejable era, profilácticamente, pasarlo
a moneda conocida, es decir, a lingotes, y desposeer el regalo de la
alteridad (el americano) de toda impronta cultural, sea cosmológica o
ritual.
Como señaló en su momento Tszvetan Todorov, por más que a Durero lo
hayan asombrado las ruedas, éstas no influyeron en lo más mínimo en su
pintura: antes y después, fue un neto pintor renacentista.
Tal vez el más perfecto acto de asimilación cultural denegatorio de este
contacto sea la proclama de los franceses quienes, para el siglo XVIII,
insistían que Francia se extendía hasta aquel punto del planeta hasta el
que llegaran las papas fritas. La consagración pictórica de este aserto,
que sería remate para todo lo que no pintó Durero, acaso hubiera que
encontrarlo en las pinturas de Van Gogh, atentas a las papas, que
descansan en cesto, aparentemente inocentes (a fin de cuentas, la crisis
de la papa irlandesa había traído la subsiguiente llamarada
revolucionaria de 1848) y parte fundamental de la dieta campesina (ver
su “ Papas en un cesto” y “Los comedores de papas”).
El segundo gran movimiento francés sobre la papa, es decir, de
apropiación cultural de la papa, movimiento que habría que entender
antiviral, llegó en 1972, en
El Antiedipo. Capitalismo y esquizofrenia, de Deleuze y
Guattari, quienes esgrimen el rizoma como imagen de pensamiento, como un
modelo descriptivo y epistemológico en red, que oponen al jerárquico del
árbol.
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La Historia, dirán allí y luego en Mil mesetas (1980), es un modelo
basado en el árbol, que establece un tronco común, del que se desprenden
ramas, y de estas ramas, otras, como el árbol que uno planta en su casa,
en la plaza pública, etc. Pero el rizoma establece una relación que no
es de raíz sino reticular, nomádica: a la Historia, que es arbórea,
contraponían el nomadismo de la red, los tallos subterráneos con retoños
múltiples, que crecen de forma horizontal y cuyos nudos emiten raíces y
brotes.
Nudos (nodos), brotes que son terminales de una interconexión ilimitada.
Hasta hace no mucho, el rizoma, que vendría a ser respuesta a una
hecatombe viral, asunción europea de un cataclismo americano, resolución
cognitiva, algo retardada, a la primera de la guerra de los mundos,
había sido la imagen privilegiada para dar cuenta del funcionamiento en
red que nos ha impuesto la informática y eso que, ahora, un tanto
apresuradamente, llamamos sociedad de la comunicación y de la
información. En la imagen del rizoma, Guattari y Deleuze llamaban a
hacer máquina, a coextenderse en prótesis, y preferentemente en
prótesis deseantes, sin padre, sin Edipo y sin árboles de raíz común, a
abandonarse al flujo del capital.
Hoy, sin embargo, lo rizomático ha sido relegado por lo viral. Lo
que se lleva es viralizarse, aunque no se sepa para qué. En el rizoma
somos máquinas deseantes, en devenires tal vez amorales, pero lo cierto
es que en la imaginación del virus impera el mal. Somos zombis,
heterodirigidos, impulsados a una inmolación sin deseo; no cesamos como
organismo, pero mutamos, matamos lo que éramos para devenir otra cosa,
salvo que no en cosa deseante sino en zombi.
El
virus, algo que de alguna forma ya sabían esos mesoamericanos que veían,
en los europeos, demonios, es el mal; más devastador cuanto más
impalpable, cuanto más ínfimo. Unos teóricos más bien recientes, los
difusionistas, suelen esgrimir el siguiente episodio: una hormiga trepa
insistente en una hoja de pasto y cae, trepa y cae, y lo hace porque,
dentro de ella, se aloja un parásito cerebral que necesita ir a dar al
estómago de una vaca o de una oveja. Es decir que en el pasto no hay
nada para la hormiga pero sí para el
parásito (dricoelium dendriticum), y el esforzado insecto va
a la muerte para beneficio exclusivo (como en el Alien de Riddey
scott) de su inquilino. Si lo rizomático responde a un tejido
subterráneo y nutricio, lo viral, por su parte, no es sino un empuje
parasitario, que necesita convertir a sus usuarios ya no en máquina sino
en una carne anafrodisíaca e inarticulada, una carne que alimenta
imágenes de pensamiento heterónomas, provenientes, o de una matriz
superior y ajena, o de los impalpables demonios del aire.
3. Meme.
Según los difusionistas, los memes son la unidad de
información cultural transmisible
de un individuo a otro, de una mente a otra y de una generación
a la siguiente. El neologismo fue
acuñado en 1976 por Richard
Dawkins en
su libro El gen egoísta (The
Selfish Gene), buscando emparentarlo fonéticamente con “gene”, y
subrayar su
similitud con otros dos términos, “memoria” y “mímesis”. Los memes,
claro está, son virales, una suerte de “cadena de ADN con actitud”,
según otro difusionista,
Daniel Dennett. Algunos, los europeos, o los neo-europeos, para
llamarlos como llama Crosby a los que sobrevivieron a la exportación de
biota, generan memes, ideas virales que otros toleran mal, porque no
conocen anticuerpos, como por ejemplo es mal tolerada por el Islam la
pornografía. Los memes son ideas que se contagian, que se viralizan, y
que pueden acabar con organismos mal preparados; son virus, organismos
parasitarios, que liquidan al huésped indefenso.
Cualquiera podría decir que este inquilinato del parásito, que busca que
otro, autoinmolándose, lo alimente, no dista mucho
de la venerable crítica de la alienación iniciada por Hegel, seguida por
Marx y luego continuada, en el siglo XX, por la escuela de Frankfurt. Y
quien lo diga, dirá bien. Porque, a fin de cuentas, por qué debo
enajenarme en otro, trabajar para otro, cuando debería vivir para mí.
Claro que no es de descartar la defensa de lo viral como estrategia de
supervivencia por la cual uno esté convirtiéndose en su propio parásito,
en una suerte de parásito póstumo. Como se recuerda, en su momento, los
esclavos llevados a Haití tras el exterminio indígena del Caribe,
rebelados en ese mismo siglo de las papas fritas contra el amo francés,
se atrincheraban bajo tierra, para de allí emerger y poner en fuga a las
tropas de Europa. El zombi, en ese sentido, vendría a ser emblema del
enajenamiento emancipatorio, algo así como un virus de la libertad
genéticamente manipulado, que como resultado ha dado algunas cosas:
primero, un país que nació póstumo, Haití, y ahora esta cacareada
Sociedad de la Información Viral.
En
este sentido, viralizarme es repetir la operación cultural por la cual,
hace medio milenio, millones de indios fueron inmolados al Dios Germen,
y por la que luego unos africanos trasplantados al Caribe se dieron por
muertos para proclamar un país que, a saber por sus estadísticas y
relato, nació póstumo. Esto vendría a ser lo que digo cuando digo viral.
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