Las culturas dejan sus huellas, como
los cerritos funerarios de los indios del Uruguay, pero las
civilizaciones dejan moles, como las pirámides mexicas que retrepó
Hernán Cortés disimulando su vértigo para que lo siguieran confundiendo
con un dios. Y las moles hacen lo que pueden, como por ejemplo la
Esfinge de Giza, en Egipto, que ha estado echada al sol del desierto por
miles de años haciéndole la guardia a unas pirámides, impávida ante la
milenaria curiosidad que despierta, e impávida también cuando en cierto
momento perdió la nariz y la barba. Hace tanto que está por ahí,
certificando los devaneos de los humanos, que alguna se dijo fueron los
soldados de Napoleón, muy aburridos bajo el solazo, tal vez ya
definitivamente aburridos de aquel siglo XVIII que, con toda su energía
lumínica, se estaba evaporando, los que encendieron una mecha y le
volaron la ñata de un cañonazo.
De todos modos, se entiende que se trata este incidente de leyenda,
de patraña napoleónica, y que la nariz, en rigor, llevaba tiempo perdida
a raíz de la cólera de un muy previo sufí,
Muhammad Sa'im al-Dahr, escandalizado porque los campesinos, anhelosos
de prosperidad para sus cosechas, todavía en 1378 le
llevaban ofrendas. Se entiende que la Esfinge
habría sido, en sus primicias, deidad solar, y tan magnética que todavía
en el siglo XIV seguía convocando el paganismo, por lo que el sufí Sa’im
habría puesto algunas dotes de ingeniería y vaya uno a saber cuántas
cuadrillas de iconoclastas piadosísimos para rebajarla, mesándole y
rapándole las barbas y sajándole también el naso. Es casi dulce
imaginarlo al sufí, semisatisfecho antes esos vestigios en la arena –—idólatras
residuos de esfinge recién tusada—,
lamentándose, sin embargo, de que no le dieran las fuerzas como para
meterse con toda la mole. Los musulmanes, por entonces, desecraban ojos,
barbas y narices, para quitarle su vigor a los iconos paganos, pero
antes tanto coloso todavía intacto cabe barajar al sufí rezando para que
llagase alguna vez el día en que la divinidad sola e indisputable, Alá,
en su infinita misericordia le suministrase misiles o jets saturados de
bombarda que, en caso de necesidad, redujeran escombro las infinitas
muestras de idolatría que Egipto, por milenios, ha venido sembrándole al
mundo.
Ese día, como nadie ignora,
ha llegado. El humano, con los años, ha sabido desarrollar tecnología
capaz de derrumbar cualquier bastión idólatra. Todos vimos, no hace
tanto, desplomarse dos torres colosales, casi babélicas, en la isla de
Manhattan, e insisten en que quienes las derribaron fueron jihadistas.
Hace semanas, el Califato Islámico, un grupo armado que lucha en Irak y
Siria y extiende su vasallaje a Libia, Nigeria, y varios puntos del
Magreb, con un entusiasmo que habría
hecho suspirar a Muhammad Sa'im al-Dahr, se las agarró con unas
reliquias que creyó
milenarias del museo de Nínive, haciéndolas escombro, si bien al
parecer, según advirtieron autoridades de museo, desde Bagdad, que se
trataba nada más de copias. Todos recordaron, entonces, cómo a
principios de este milenio los talibanes afganos la habían emprendido a
cañonazos contra dos colosales estatuas de Buda, a las que entendieron
paganas; también se hizo inevitable recordar que desde hace unos años
van en aumento los de los salafistas (doctrina que impulsa Arabia
Saudita y que, entre otros, abrazaron los talibanes y también los
militantes del Estado Islámico) para deshacerse,
ya no apenas de la Esfinge, sino de esos otros “símbolos
de paganismo”, las pirámides,
que en Egipto, si este
columnista mal no recuerda, suman unas noventa y nueve.
Algunos, como el vicepresidente tunesino, Abdel Fattah Moro, recordaron
que los musulmanes no destruyeron estatuas cuando conquistaron Egipto,
milenio y medio atrás, porque eran ídolos que ya nadie (y aquí
estaría contradiciendo al sufí Sa’im) reverenciaba, así que cómo puede
arrogarse nadie el derecho a destruirlos. Sin embargo, más allá de estos
argumentos, los reclamos a esta altura vienen de todos los rincones del
corazón salafita, de Kuwait, de Bahrain o de incluso el propio Egipto.
Algunos, como cierto jeque bahrainí, entienden explícitamente que ahora
la tecnología permite lo que a los ancestros (es decir, el salaf) no les
fue dado, y llegó exigirle al entonces presidente de Egipto, el pronto
depuesto islamista Mohamed Morsi, que “destruyera las pirámides y así
consiguiera lo que no había podido lograr el Amr bin al-As”, compañero
del Profeta que tuviera a su cargo la conquista de Egipto en el 642 EC.
Lo que no podía el Profeta, por decirlo de este modo, hoy sí lo podemos,
algo que es verdad no solo para hacer picado fino con arquitecturas
ciclópeas, porque lo que no podía ni el Profeta, ni tampoco podía
Cristo, que era exterminarnos, aniquilar la especie, ahora también lo
podemos, desde ciertas jornadas de agosto de 1945, cuando el humano se
ungió como bípedo atómico.
Detrás del reclamo, de todas formas, no solo está la capacidad sino
además la voluntad, y para reclamar hoy lo que no hicieron el Profeta y
sus compañeros, es preciso suscribir a un error, proyectar hazaña
horrenda en el ancestro Amr bin al-As: la quema de lo que quedaba de la
Biblioteca de Alejandría. En rigor, el conquistador nunca tuvo siquiera
la voluntad de quemarla, si bien siglos más tarde, algunos celosos
musulmanes dieron cuenta de este supuesto hecho, e hicieron arder en su
imaginación la biblioteca, con untuosa desmesura, durante seis meses.
Quien cuenta este infundio con mayor pormenor,
en el siglo XIII, es cristiano Bar-Hebraeus, un obispo ortodoxo cuya
Historia Compendiosa Dynastiarum hace
inquirir, anacrónicamente, a cierto “Juan Gramático”, que había vivido
mucho antes que el Profeta, por los libros de la “biblioteca real”, lo
que mueve a
Amr a pedir instrucciones al Califa Omar,
quien a su turno responde que si esos libros son acordes al
Corán
son innecesarios y si se le oponen, entonces deben ser quemados.
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Colosos en busca de patrocinio
Hoy día se entiende que el hecho que puede haber dado pie a esta leyenda
fue la restauración del sunismo en Egipto en el siglo XIII, a cargo de
Saladino, quien, al destrozar las colecciones de libros de los sultanes
ismailitas, habría dado pie a la creencia de que la piedad del Islam
también habría dado cuenta de los tesoros paganos. Por supuesto, y como
sobrado se sabe, fue a través del Islam, y de sus traductores,
especialmente los de la ciudad siria de Harran en el siglo VII, que
sobrevivió el helenismo en la Edad Media latina, y por siglos los
musulmanes habían considerado que Alá repartía a todos, aunque fuera en
distintos grados, su sabiduría, por lo que fue, en términos generales
más tolerante que el cristianismo en la Edad Media. Lo importante, de
todos modos, es no olvidar, en primer término, que desgarrar la hoja de
un libro equivale, en buena medida, a pulverizar una pirámide (porque
quien la desgarra está viendo, en esa escritura, la cola de Satanás), y
en segundo lugar que, desde la Ilustración, Occidente primero, y buena
parte de la humanidad después, han elegido vivir en un mundo pagano, es
decir en un mundo de incógnita, o si se prefiere, en un mundo en que se
plantea una incógnita para, a partir de ella, empezar a saber.
Y si hoy se llama a destruir la Esfinge y todo aquello que guarda (las
pirámides, por ejemplo) esto no es sino por la misma razón que en los
comienzos; en la Esfinge se guarda el enigma. Pero precipitar a la
Esfinge, algo que aprendió Edipo con sangre, ceguera y exterminio, es
proeza nefasta. Y al respecto vale aclarar que esta proeza,
exigida hoy a voz en cuello y literalmente
por los jeques salafistas, exigencia que repiten monocordes sus
madrassas o escuelas coránicas (las mismas que dieron a luz a los
talibanes, odiadores de la música y las artes), está siendo exigida, de
forma apenas más subrepticia, también por Occidente en todas las
abominables variantes de su actual neopragmatismo. “Hay que terminar con
las pirámides” es lo que a su manera grita un presidente que recién dejó
de serlo cuando llama a las letras y humanidades
viru viru;
“hay que terminar con las pirámides” es lo que gritan los rectores y
decanos de las universidades de élite cuando exigen sponsor comercial
para los proyectos de investigación; “hay que terminar con las
pirámides” es lo que gritan, también a su manera, los que exigen
destemplados, y hoy mismo,
un
nuevo tango y nuevos bailarines y empujan a sus oficiantes actuales
a participar en madrassas de género. Para el autoproclamado justo, el
fariseo de todas las horas, todo lo que llegó antes que él es
simplemente pagano, idólatra, inservible; su sueño no tan secreto es
aniquilar la civilización, siendo la civilización, como se sabe, una
pacientísima, casi equilibrista, acumulación de esfinges sobre esfinges.
Unos llaman idólatra llana y lisa a la pirámide; los otros la llaman
anacrónica, improductiva, rémora de las eras; los segundos se horrorizan
de los primeros, es cierto, pero más que nada por el derroche.
Recuerdan, en su escándalo, a aquel bujarrón de Francisco de Quevedo y
Villegas que se horrorizaba del rey Herodes porque mataba a los niños,
en lugar de violarlos, es decir, de sacarles provecho (“De Herodes fue
enemigo, y de sus gentes,/no porque degolló los inocentes,/mas porque,
siendo niños, y tan bellos,/los mando degollar, y no jodellos”). Se
trata, de más está decir, de un escándalo solidario, ya que a su manera
ambas variantes comportan una sociedad para aniquilar la civilización, producir gentes
como niños incapaces de cuestionar el mundo, aptos nada más para
consumir lo primero que se les ofrezca.
Así que, si recientemente ha ocurrido lo impensable, que las pirámides y
todos los colosos que haya producido la humanidad hayan quedado en
jaque, primer escalón para exterminar finalmente a la humanidad, pronto
sabremos si la ruta a la aniquilación ya se ha abierto, como el Mar
Rojo, definitivamente para nosotros: antes de haber desaparecido, en el
penúltimo acto, algún gestor cultural egipcio les habrá conseguido patrocinador
a las pirámides, un mecenas que, como el bujarrón de Quevedo, les saque
rédito.
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