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Amir Hamed
ISSN 1688-1672

 


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          FIN DE LOS TIEMPOS: LA PREVIA

Pirámides en busca de sponsor

Amir Hamed

Las culturas dejan sus huellas, como los cerritos funerarios de los indios del Uruguay, pero las civilizaciones dejan moles, como las pirámides mexicas que retrepó Hernán Cortés disimulando su vértigo para que lo siguieran confundiendo con un dios. Y las moles hacen lo que pueden, como por ejemplo la Esfinge de Giza, en Egipto, que ha estado echada al sol del desierto por miles de años haciéndole la guardia a unas pirámides, impávida ante la milenaria curiosidad que despierta, e impávida también cuando en cierto momento perdió la nariz y la barba. Hace tanto que está por ahí, certificando los devaneos de los humanos, que alguna se dijo fueron los soldados de Napoleón, muy aburridos bajo el solazo, tal vez ya definitivamente aburridos de aquel siglo XVIII que, con toda su energía lumínica, se estaba evaporando, los que encendieron una mecha y le volaron la ñata de un cañonazo.

De todos modos, se entiende que se trata este incidente de leyenda, de patraña napoleónica, y que la nariz, en rigor, llevaba tiempo perdida a raíz de la cólera de un muy previo sufí, Muhammad Sa'im al-Dahr, escandalizado porque los campesinos, anhelosos de prosperidad para sus cosechas, todavía en 1378 le llevaban ofrendas. Se entiende que la Esfinge habría sido, en sus primicias, deidad solar, y tan magnética que todavía en el siglo XIV seguía convocando el paganismo, por lo que el sufí Sa’im habría puesto algunas dotes de ingeniería y vaya uno a saber cuántas cuadrillas de iconoclastas piadosísimos para rebajarla, mesándole y rapándole las barbas y sajándole también el naso. Es casi dulce imaginarlo al sufí, semisatisfecho antes esos vestigios en la arena –idólatras residuos de esfinge recién tusada, lamentándose, sin embargo, de que no le dieran las fuerzas como para meterse con toda la mole. Los musulmanes, por entonces, desecraban ojos, barbas y narices, para quitarle su vigor a los iconos paganos, pero antes tanto coloso todavía intacto cabe barajar al sufí rezando para que llagase alguna vez el día en que la divinidad sola e indisputable, Alá, en su infinita misericordia le suministrase misiles o jets saturados de bombarda que, en caso de necesidad, redujeran escombro las infinitas muestras de idolatría que Egipto, por milenios, ha venido sembrándole al mundo.

Ese  día, como nadie ignora, ha llegado. El humano, con los años, ha sabido desarrollar tecnología capaz de derrumbar cualquier bastión idólatra. Todos vimos, no hace tanto, desplomarse dos torres colosales, casi babélicas, en la isla de Manhattan, e insisten en que quienes las derribaron fueron jihadistas. Hace semanas, el Califato Islámico, un grupo armado que lucha en Irak y Siria y extiende su vasallaje a Libia, Nigeria, y varios puntos del Magreb, con un entusiasmo que habría  hecho suspirar a Muhammad Sa'im al-Dahr, se las agarró con unas reliquias  que creyó milenarias del museo de Nínive, haciéndolas escombro, si bien al parecer, según advirtieron autoridades de museo, desde Bagdad, que se trataba nada más de copias. Todos recordaron, entonces, cómo a principios de este milenio los talibanes afganos la habían emprendido a cañonazos contra dos colosales estatuas de Buda, a las que entendieron paganas; también se hizo inevitable recordar que desde hace unos años van en aumento los de los salafistas (doctrina que impulsa Arabia Saudita y que, entre otros, abrazaron los talibanes y también los militantes del Estado Islámico) para deshacerse, ya no apenas de la Esfinge, sino de esos otros “símbolos de paganismo”, las pirámides,  que en Egipto, si este columnista mal no recuerda, suman unas noventa y nueve.

Algunos, como el vicepresidente tunesino, Abdel Fattah Moro, recordaron que los musulmanes no destruyeron estatuas cuando conquistaron Egipto, milenio y medio atrás, porque eran ídolos que ya nadie (y aquí estaría contradiciendo al sufí Sa’im) reverenciaba, así que cómo puede arrogarse nadie el derecho a destruirlos. Sin embargo, más allá de estos argumentos, los reclamos a esta altura vienen de todos los rincones del corazón salafita, de Kuwait, de Bahrain o de incluso el propio Egipto. Algunos, como cierto jeque bahrainí, entienden explícitamente que ahora la tecnología permite lo que a los ancestros (es decir, el salaf) no les fue dado, y llegó exigirle al entonces presidente de Egipto, el pronto depuesto islamista Mohamed Morsi, que “destruyera las pirámides y así consiguiera lo que no había podido lograr el Amr bin al-As”, compañero del Profeta que tuviera a su cargo la conquista de Egipto en el 642 EC. Lo que no podía el Profeta, por decirlo de este modo, hoy sí lo podemos, algo que es verdad no solo para hacer picado fino con arquitecturas ciclópeas, porque lo que no podía ni el Profeta, ni tampoco podía Cristo, que era exterminarnos, aniquilar la especie, ahora también lo podemos, desde ciertas jornadas de agosto de 1945, cuando el humano se ungió como bípedo atómico.

Detrás del reclamo, de todas formas, no solo está la capacidad sino además la voluntad, y para reclamar hoy lo que no hicieron el Profeta y sus compañeros, es preciso suscribir a un error, proyectar hazaña horrenda en el ancestro Amr bin al-As: la quema de lo que quedaba de la Biblioteca de Alejandría. En rigor, el conquistador nunca tuvo siquiera la voluntad de quemarla, si bien siglos más tarde, algunos celosos musulmanes dieron cuenta de este supuesto hecho, e hicieron arder en su imaginación la biblioteca, con untuosa desmesura, durante seis meses. Quien cuenta este infundio con mayor pormenor,  en el siglo XIII, es cristiano Bar-Hebraeus, un obispo ortodoxo cuya Historia Compendiosa Dynastiarum hace inquirir, anacrónicamente, a cierto “Juan Gramático”, que había vivido mucho antes que el Profeta, por los libros de la “biblioteca real”, lo que mueve a Amr a pedir instrucciones al Califa Omar, quien a su turno responde que si esos libros son acordes al Corán son innecesarios y si se le oponen, entonces deben ser quemados.

Colosos en busca de patrocinio

Hoy día se entiende que el hecho que puede haber dado pie a esta leyenda fue la restauración del sunismo en Egipto en el siglo XIII, a cargo de Saladino, quien, al destrozar las colecciones de libros de los sultanes ismailitas, habría dado pie a la creencia de que la piedad del Islam también habría dado cuenta de los tesoros paganos. Por supuesto, y como sobrado se sabe, fue a través del Islam, y de sus traductores, especialmente los de la ciudad siria de Harran en el siglo VII, que sobrevivió el helenismo en la Edad Media latina, y por siglos los musulmanes habían considerado que Alá repartía a todos, aunque fuera en distintos grados, su sabiduría, por lo que fue, en términos generales más tolerante que el cristianismo en la Edad Media. Lo importante, de todos modos, es no olvidar, en primer término, que desgarrar la hoja de un libro equivale, en buena medida, a pulverizar una pirámide (porque quien la desgarra está viendo, en esa escritura, la cola de Satanás), y en segundo lugar que, desde la Ilustración, Occidente primero, y buena parte de la humanidad después, han elegido vivir en un mundo pagano, es decir en un mundo de incógnita, o si se prefiere, en un mundo en que se plantea una incógnita para, a partir de ella, empezar a saber.

Y si hoy se llama a destruir la Esfinge y todo aquello que guarda (las pirámides, por ejemplo) esto no es sino por la misma razón que en los comienzos; en la Esfinge se guarda el enigma. Pero precipitar a la Esfinge, algo que aprendió Edipo con sangre, ceguera y exterminio, es proeza nefasta. Y al respecto vale aclarar que esta proeza,  exigida hoy a voz en cuello y literalmente por los jeques salafistas, exigencia que repiten monocordes sus madrassas o escuelas coránicas (las mismas que dieron a luz a los talibanes, odiadores de la música y las artes), está siendo exigida, de forma apenas más subrepticia, también por Occidente en todas las abominables variantes de su actual neopragmatismo. “Hay que terminar con las pirámides” es lo que a su manera grita un presidente que recién dejó de serlo cuando llama a las letras y humanidades viru viru; “hay que terminar con las pirámides” es lo que gritan los rectores y decanos de las universidades de élite cuando exigen sponsor comercial para los proyectos de investigación; “hay que terminar con las pirámides” es lo que gritan, también a su manera, los que exigen destemplados, y hoy mismo, un nuevo tango y nuevos bailarines y empujan a sus oficiantes actuales a participar en madrassas de género. Para el autoproclamado justo, el fariseo de todas las horas, todo lo que llegó antes que él es simplemente pagano, idólatra, inservible; su sueño no tan secreto es aniquilar la civilización, siendo la civilización, como se sabe, una pacientísima, casi equilibrista, acumulación de esfinges sobre esfinges. Unos llaman idólatra llana y lisa a la pirámide; los otros la llaman anacrónica, improductiva, rémora de las eras; los segundos se horrorizan de los primeros, es cierto, pero más que nada por el derroche. Recuerdan, en su escándalo, a aquel bujarrón de Francisco de Quevedo y Villegas que se horrorizaba del rey Herodes porque mataba a los niños, en lugar de violarlos, es decir, de sacarles provecho (“De Herodes fue enemigo, y de sus gentes,/no porque degolló los inocentes,/mas porque, siendo niños, y tan bellos,/los mando degollar, y no jodellos”). Se trata, de más está decir, de un escándalo solidario, ya que a su manera ambas variantes comportan una sociedad para aniquilar la civilización, producir gentes como niños incapaces de cuestionar el mundo, aptos nada más para consumir lo primero que se les ofrezca.

Así que, si recientemente ha ocurrido lo impensable, que las pirámides y todos los colosos que haya producido la humanidad hayan quedado en jaque, primer escalón para exterminar finalmente a la humanidad, pronto sabremos si la ruta a la aniquilación ya se ha abierto, como el Mar Rojo, definitivamente para nosotros: antes de haber desaparecido, en el penúltimo acto, algún gestor cultural egipcio les habrá conseguido patrocinador a las pirámides, un mecenas que, como el bujarrón de Quevedo, les saque rédito. 

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