1) Toda la información.
Escenario
no tan hipotético. A Hal 9000, la
computadora de 2001, a Space Odissey, se le encarga la educación de un
grupo de alumnos de secundaria o, si se prefiere, la de todos los
estudiantes de un país. Se entiende con razón que Hal puede desarrollar
múltiples interfaces, cargar y descargar muchísima más información que
un ser humano, presentar la data de las distintas disciplinas de manera
no aleatoria sino necesaria. En fin, Hal 9000 es la mayor máquina
pedagógica que se haya jamás instalado. ¿Cómo serán sus resultados? No
hay como precisarlo, aunque sí se puede saber esto: serían inferiores a
los resultados que podría conseguir un docente de enjundia, estilo
Joaquín Torres García, Domingo Faustino Sarmiento o Washington Tabárez.
¿Por qué? Porque Hal, en rigor, no sabe qué enseñar. Apenas contiene
información.
2) Bondades de la maldición. Hace ya infinidad de décadas se viene
confundiendo educación con didáctica, es decir, con las técnicas de
desarrollo del aprendizaje. Esto está en estrecha relación con una
creciente desconfianza en los contenidos: casi nadie se cree en el
derecho de saber algo y, por lo tanto, de transmitirlo. Más: una cosa
vendría a ser saber algo; otra tener derecho a transmitirlo, ya que el
educador, se entiende, se transforma en opresor. De alguna forma, se
sospecha que el educador está repitiendo la escena primordial de la
conquista y colonización de América, por la cual al salvaje desnudo se
lo entendía desposeído de todo conocimiento, una tabula rasa a la que
Occidente catequizaba a su antojo. Quien quiera repasar esta escena, lea
Los cuatro viajes del Almirante y su testamento, de Colón-Las Casas, y
algún monumento barroco, como El Criticón de Baltasar Gracián, o mejor
The Tempest, drama de William Shakespeare que al pensamiento
latinoamericano regalara dos emblemas educativos, Ariel y Calibán.
Siguiendo a Ernest Renán, José Enrique Rodó entendía que el proceso
educativo debía sostenerse en algo inconsútil, el arielismo, y por ello
los arielistas se hacían cruces con el indígena Calibán, al que veían
material, y grotesco. Sin embargo, el díscolo Calibán es el alumno por
antonomasia, aquel que se queja de que aquello que le propinan los
maestros no le está sirviendo para hacerse con un mundo que es de otros,
de los amos, y por lo tanto la lengua que le enseñan, solo “[le] sirve
para maldecir”. Claro que maldecir el mundo es decirlo de otro modo,
procurar cambiarlo, y quien quiera cambiar o maldecir debe haber
aprendido cómo es ese mundo que le resulta ajeno, y eso solo es dable
poniendo en cuestión aquello que aprende, invariantemente un contenido.
3) Satanás y la liberación. Cuando Calibán se transforma en héroe
latinoamericano, la educación unidireccional, esto es, el pasaje
autoritario de un conocimiento del docente al educando, pasa a ser
percibido como tiránico, del mismo modo que todos, sin excepción, hemos
aprendido a ver mejor los viejos westerns y a hacernos hinchas de los
indios. De alguna forma, hemos madurado viendo The Wall, la película de
Alan Parker guionada por canciones de Pink Floyd, o absorbiendo la
Pedagogía del oprimido, de Paulo Freire, quien, a su turno, no hacía
sino repetir el modelo más elemental de Occidente: la educación, en su
modelo colonial, era una suerte de catequesis, de paulina liberación de
las cadenas de Satanás, como para los gnósticos de Alejandría la
sabiduría era escabullirse de las fraudulentas doctrinas del Demiurgo, y
antes, para Parménides, Sócrates y Platón, liberarse del imperio de la
doxa u opinión. Educarse es liberarse, pero, ¿cómo liberase si se ignora
el nombre del demonio?
4) Inevitabilidad del contenido. Las últimas décadas han traído una
receta desatinada: se debe “enseñar a aprender”, como si esto fuera algo
que se pueda realizar en el vacío. Quien aprende, por supuesto, no hace
otra cosa que aprender a aprender, algo que surge de la introyección de
un contenido. Y para transmitir contenidos, hay que conocerlos, por
alguna vía. Una escena inicial de instrucción no colonial podría ser la
del hermano mayor (sálgase uno de cualquier esquema patriarcal)
advirtiéndole al menor que no meta los dedos en el enchufe. Sea que haya
adquirido este saber por experiencia, es decir, por electrocución, o
esté repitiendo una sabiduría que otro le enseñó, el mayor está en
condiciones de transmitir una lección sin necesariamente estar
oprimiendo al otro. Si el otro, por su cuenta, aprende a desconectar la
llave general primero para sacarse el gusto, esto será un aprendizaje
adquirido a partir de la lección inicial. Dicho en breve, no hay manera
de enseñar si no se tiene qué, y eso, invariablemente, es un contenido.
5) Disciplinamiento del alma. El imperio de la técnica, por su parte, ha
alejado cada vez más a la educación de los saberes, a los cuales se
llega por un (invariable) disciplinamiento del alma. Ese
disciplinamiento, a su turno, parte de un desborde: alguien debe saber
tanto de algo que no quiera sino derramarlo a los demás, enseñarlo. Es
la verdad del mensajero, es decir, la evangélica, ésa que San Agustín
cuenta en sus Confesiones, la del niño que canta y en su canto dice
“lee, lee”. No hay didáctica ni pedagogía que pueda superar ese estadio
inicial, el derroche de aquel o aquella que ama lo que hace y porque
ama, sabe. Y porque sabe, comparte. Los niños, los adolescentes, incluso
las bestias domésticas, rehúyen al que solo les propina técnica.
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6) El ciudadano como feligrés. Si Hal 9000
no puede superar a un maestro, o a una maestra, es porque no está en
condiciones de suministrar un saber consagratorio. Es decir, en última
instancia, Hal no sabe porque la escena de la educación debe estar
consagrada, algo que entendía bien Sócrates, quien se negaba a cobrar a
sus estudiantes (perseguido por el gremio de los docentes de entonces,
retóricos y sofistas, que lo entendían un carnero, fue como se sabe,
ajusticiado). Es virtualmente imposible separar a la educación de la
religión, la escuela del templo. Cuando la Ilustración trajo al Estado
moderno con sus ministerios de Educación, el Estado pasó a ser, además
de la divinidad, su propia iglesia, y los ciudadanos, es decir a
aquellos a los que se enseñaba a ser ciudadanos, sus feligreses.
7) Ni más ni menos. Un Estado que no
entienda sacra la escena educativa, ajena a la circulación de bienes, no
merece llamarse de tal. En ese sentido, lo que gane una maestra o un
maestro debe ser sencillamente incomparable, ajeno a ecuaciones. No es
pertinente comparar el sueldo de un educador, hombre o mujer, con el de
un policía, un senador, un futbolista, una conductora de tevé. No
importa cuánto: lo inadmisible es considerar que su salario pueda ser
comparable a los demás. Claro que nunca faltará la lectura economicista
que pretenda entender esto en términos de PIB. o en gráficas de torta.
Entonces, si un Estado destina tanto o más a sus educadores que a sus
generales o legisladores, estará mostrando, en tajadas, su dimensión
sacra.
8) El saber en modo de pausa. Porque la suya es actividad sacra, la
educadora es sacerdotisa, el docente es sacerdote. Los grandes maestros
nunca han sabido cuánto cobrar, y cuando les ofrecen lo rechazan, y lo
ofrecen al templo. Cuando el Estado olvida su sacralidad, los educadores
pasan a vivir entre andrajos, a burocratizar su tarea, a enarbolar
proclamas gremiales. Si la educación (sus oficiantes, sus gremios) se
declara en paro, es porque el Estado ya la había detenido.
9) Profesar. El profesor, como se sabe, profesa, y profesar es dimensión
confesional. Quien profesa está dado a algo en buena medida
intraducible, una divinidad de nombre secreto, o al menos no proferible,
y de ardua administración. Para decirlo de otro modo, siempre se enseña
de más. Quien haya olvidado la sacralidad, el profesar, debe, sin más,
abandonar la profesión.
10) Una lengua, s'il vous plaît. Ningún Estado es capaz de sobrevivir si
no sabe transmitirse, es decir, educar a sus ciudadanos. Tiene que tener
algo para decir de sí, de su lugar en el mundo, de sus expectativas:
cuando ha resignado su futuro, lo primero que hace el Estado es cancelar
la educación. Si Louis Althusser entendía el Estado como instancia
despótica, que monopoliza el uso legítimo de la fuerza, y que para
legitimarse hace uso de sus aparatos de reproducción ideológica (que son
tanto la religión, como la escuela, la familia, los medios de
comunicación o los sindicatos), lo cierto es que ya nadie parece
necesitar liberarse del Estado, porque éste ha hecho mucho por liberarse
de sí mismo. Acaso por mala conciencia (sígase la tradición francesa),
el Estado parece haberse ultimado, por ejemplo, en países como Uruguay,
cuya educación primaria y media han quedado en situación de catástrofe,
produciendo, en el mejor de los casos, una ración de estudiantes que
llegan a la Universidad sin casi saber escribir, con severos problemas
de comprensión lectora. Si antes el gesto libertario consistía en
denunciar cualquiera de las instituciones que señala Althuser, ahora,
como con Calibán, lo impostergable es exigir que el Estado genere una
lengua en la cual, al menos, sea dado maldecir.
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