a) Lo que pasa no es lo mismo
que lo
que sucede, establece una vieja distinción
de crítica literaria. Por ejemplo, si salgo, llueve y me mojo, llego a
casa y me seco con una toalla, lo que pasa es la lluvia. Pero si me
acabo de agarrar una pulmonía esto es algo que me sucede.
b) Tengo para mí que parte del gran desmayo actual es
que pasa muchísimo pero casi no sucede nada, o incluso peor, casi todo
lo que pasa está ahí para ocultar que algo sucede o pueda suceder.
c) Por ejemplo, y para no apartarnos de momento de la
práctica literaria, buena parte de lo que se escribe hoy es sobre cosas
que pasan y no suceden (y pensar que ya Aristóteles establecía que lo
importante es lo que sucede –no lo decía en esos términos, pero el
cambio de fortuna y la anagnórisis, las claves del relato dramáticos,
son cosas que suceden, no que pasan). Por ejemplo, en la mayoría de las
pseudoépicas del Yo que tanto se celebra, no sucede casi nada, pero los
yocitos que narran se pasan hablando de cosas que pasan, hasta que
terminamos derrumbados por cataratas de anécdotas pasajeras.
d) Esto no quiere decir que se deba amontonar sucesos.
Por ejemplo, algunas de las muestras literarias más gratificantes de los
últimos dos siglos son de relatos en los que, hipotéticamente, no pasa
nada pero en los cuales, en rigor, suceden al menos dos cosas: sucede la
nada y sucede la escritura que nos da cuenta de esa nada.
e) Tampoco quiere decir, en relatos poblados de
antihéroes, de protagonistas con vocación de minoridad, se deba esperar
grandes proyectos. Tal vez uno de los personajes más conmovedores de los
últimos dos siglos sea Charles Bovary, médico de provincia y varón a
todas luces mediocre que se enamora de Ema, quien lo dejará en
bancarrota. Carlos la llora cuando ella muere hasta que un día decide
leer su correspondencia, que le revela lo que sospechaba en las cartas
entre Ema y Rodolfo. Poco después, su pequeña hija descubre a Carlos
sentado en el banco de siempre, en el cenador, pero muerto. Es que,
cuando sucede, la escritura también mata.
f) Alguien podrá decir hoy que, si en la literatura
sucede poco es porque en el mundo sucede poco. Eso es pensar que el
arte, o la literatura, deben ser, ya no imitación, sino servidumbre. Es
cierto que todo parece preparado para que nada suceda. Obsérvese, nada
más, la sarta de respuestas prefabricadas que presentan los noticieros
para dar cuenta de lo que cubren. Cada vez que ingresan una noticia, la
insertan en un tonel de obviedades, como para decirnos que cualquier
horror no es un acontecimiento. Casi recuerdan aquellos diálogos de Juan
José Morosoli en que un personaje, para hablar de un lobizón o de
cualquier cosa, decía “esas cosas pasan, cómo no”.
g) Se puede argumentar que, cuando sucede algo, el
mundo queda a merced de su extinción. Si algo, por ejemplo, distinguió a
las administraciones de George W Bush y Barack Obama fue que, en días
del primero, sucedían cosas. En primer lugar, el Word Trade Center y el
11 de setiembre, y al respecto poco importa que, más que un atentado de
fuerzas foráneas fuera una suerte de autogolpe (como día a día parece
más probado). Por entonces, Jean Baudrillard, que se había venido
quejando de que ya nada acontecía, escribió que por fin teníamos un “acontecimiento
absoluto”.
h) Claro que eso no fue el único acontecimiento, sino
que la invasión de Afganistán e Irak, de consecuencias nefastas para el
Medio Oriente y medio planeta y, por supuesto, la crisis económica de
2008, fueron las señales probatorias de que, cuando finalmente los votos
fraudulentos de Florida fueron aceptados y Bush ungido presidente,
Washington, y con Washington el mundo, ya había provocado un
acontecimiento magno aunque indeclarable: la entronización de la idiotez
(algo que en su momento etiqueté como “neomal”).
Se podría decir que los años de su sucesor, Barack Obama, han sido
precisamente aquellos destinados a borrar todo suceso, manteniendo las
misma políticas, a menos a nivel internacional. Más, se podría decir que
el juego de Washington, durante Obama, ha sido el de decir “esto ni
siquiera está pasando”, como por ejemplo el incansable, cotidiano,
sigiloso asesinato por medio de drones que lleva años realizando
Washington en Yemen, en Pakistán y Afganistán y en varios países
africanos. El dron, asesino anónimo, es refractario a la noticia. He ahí
que el Departamento de Estado estalló en nerviosísima carcajada cuando
comenzaron las denuncias de Wikileaks y la entonces canciller Hillary
Clinton preguntó si no podrían matar a Julian Assange con un drone (“Can´t
we just drone this guy?”).
i) Y cuando no mata con drones, la administración Obama
lo ha hecho a través de terceros, como hiciera en Libia, a través de
militantes, o como lo hiciera, hasta ahora sin otra fortuna que llevar
la destrucción hasta sus últimas consecuencias, en Siria, donde incluso
llegó a conformar una coalición internacional para proteger a las
milicias islamistas extranjeras, ni siquiera árabes, que operan en Irak
y Siria: les tiran a los de ISIS unas bombas estrábicas, que dan en la
arena, los golpean de a ratos, aprovechando para que los kurdos se
expandan, siendo que el plan posguerra es partir y, en el peor de los
casos “federalizar” el territorio, y luego los sueltan, como acaban de
hacer, para que marchen a tomar de nuevo Palmira. No dejan de resultar
conmovedoras, si es que la hipocresía pueda llegar a conmover de alguna
manera, las fotos de los helicópteros apache estadounidenses escoltando
las camionetas y jeeps de ISIS, la primera vez que marcharon de Irak a
Palmira. Otro agente a través del que las políticas agresoras de
Washington se han tecerizado, para esconder todo protagonismo, es el
ejército de ONGs que maneja el magnate George Soros, quien no ha tenido
empacho en declarar que desestabilizar gobiernos extranjeros, a los que
considera represivos, es algo en extremo “divertido”.
Vale aclarar, de todos modos, que este crecido arsenal de “cosas que
pasan, cómo no”, está para disimular el verdadero acontecimiento.
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Estados Unidos ya no es el “imperio”, es mera agencia del globalismo,
que lo hunde, como a los demás países, en una creciente e imparable
desigualdad de ingreso, en el desempleo, en una educación crecientemente
ineficiente, mientras el discurso oficial insiste en estar “empoderando”
minorías, como los negros, que después de ocho años de Obama y su
retórica políticamente correcta, siguen más desempleados, menos educados
y con menos expectativas que los blancos, e incluso que los hispanos, y
que, a niveles de asombro, se matan incesantes entre ellos en Chicago o
en Detroit.
j) Tanto ha pasado en estos últimos años que, de alguna
forma, hay cosas que empiezan a suceder. En las últimas semanas, sin ir
más lejos, la toma de Aleppo por el ejército sirio coaligado con Rusia,
Hezbolláh e Irán. Se la decía imposible y se afirma que ha sido posible
solo porque Moscú, con diplomacia y ofrecimientos de sociedad en el
expendio de gas, alejó a Qatar de la coalición que apoyaba a los
“rebeldes”, mejor dicho, fuerzas de ocupación extranjeras. Esto ha sido
una derrota en toda la línea para la OTAN y para Arabia Saudita, del
mismo modo que afianzó la reciente alianza entre Moscú y el tornadizo
Erdogán, presidente de Turquía que formaliza día a día más su ruptura
con Washington (se recordará que fue Estambul de los más activos apoyos
de ISIS, pero ha vivido la expansión kurda en Irak, en su combate a los
islamista, como amenaza para su soberanía), y ahora la toma de Aleppo, a
la que Erdogán soñó anexar, le indica que los dados están echados y se
tiene que pasar, con armas y bagaje, al otro bando. Tal vez se trate de
una batalla más importante que la de Stalingrado en la segunda guerra
mundial, algo que empezará a emerger ni bien los medios de
desinformación masiva de Occidente, ante la evidencia de sus
atrocidades, deban abandonar su relato
de rebeldes emancipadores perseguidos por el “carnicero Al Assad”
(de más está decir, si se quiere hablar de mamíferos faenados, que,
cualquier presidente de Estados Unidos, desde Roosevelt a esta parte, ha
sido mucho más carnicero que el sirio).
Y el otro acontecimiento, claro está, ni siquiera ha empezado, si bien
se insinuó tajante. Todo estaba preparado, es decir, toda el sistema de
desinformación planetario estaba preparado y dispuesto para sentar en la
Casa Blanca un eslogan: soy mujer, votame (aunque no presente
plataforma, aunque nadie ignora que siempre he sido y sigo siendo
extraordinariamente corrupta, aunque se pueda decir de mí que a veces
actúo nítidamente como sicópata, aunque a mí y a mi marido, el ex
presidente, nos siga una estela de muertos desde que él era fiscal en
Arkansas, más de uno habiéndose suicidado con un balazo en la nuca). Los
únicos argumentos para votar a Hillary Clinton eran el de una pretendida
corrección política (romper el techo de cristal que apartaría a las
mujeres de la Casa Blanca) y que el oponente, en este caso el
multimillonario Donald Trump, es sencillamente impresentable.
Si ha habido acontecimiento, ya, es que el esquema de la corrección
política (que ha tenido moqueando a los estudiantes universitarios por
un mes, incapaces de entender que el mundo pueda girar en un sentido
distinto al que le enseñaron sus fanáticos profesores, y que, por
ejemplo, como en los viejos tiempos, pueda verse movido por el interés
–la mayoría de las mujeres blancas no votó por Clinton sino por el
políticamente incorrecto) ha sufrido un colapso del que acaso no pueda
levantarse. Pero el otro acontecimiento, el que tiene paralizado a
todos, es lo impensable. El planeta se encuentra en estado de hemiplejia
por una sencilla razón: Donald Trump, el multimillonario presidente, no
es siquiera nada de lo que lo acusan; no es ni un nazi ni un depredador
sexual. Es algo indescifrable, una energía enigmática, ya que nadie sabe
para dónde agarrará ni bien lo sienten en el sillón presidencial. No le
debe nada a nadie (con excepción, tal vez, de a su mayor financiador
durante la campaña, Sheldon Adelson, el multimillonario que tiene en su
nómina a gran parte del congreso de Estados Unidos y a la casi totalidad
del de Israel) y por lo tanto resulta impredecible. Como en el cuento de
H P Lovecraft, Trump es “el que acecha en el umbral”.
Cuando Lovecraft revela al acechador, lo narra así: “enormes globos de
luz reuniéndose hacia la abertura, y no sólo eso, sino aquellos otros
globos que estallaban, dando paso a unas carnosidades protoplásmicas que
fluían oscuramente para unirse unas con otras y formar ese horrendo
monstruo del espacio exterior…, ese monstruo amorfo, tentacular, que era
quien acechaba a la entrada, cuya máscara era como un cúmulo de globos
irisados: ¡el malvado Yog-Sothoth, que deambula eternamente en el caos
nuclear, más allá de las más inferiores fronteras del espacio y el
tiempo!”.
Es lo que sucede con los acontecimientos-en-veremos; dejan a medio
planeta, y a una buena ración de galaxias, en vilo.
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