Una
colección de marcos dorados, cinco, parecen conformar una
palabra, o cuando menos un logo de marquesina, pero en rigor, salvada la
confusión inicial a la que nos empujan estos días saturados de
tilinguería y diseño, parece decir nada. En esos marcos, otrora, y hoy
en cualquier museo, encajaba cómoda la figura de una señora prefajada en
un corsé, o la del señor burgués, propietario de la casa, o incluso,
digamos para poner un nombre alevosamente anodino, la del teniente
general Máximo Tajes, estadista nimio, o como mínimo para nosotros
nimio, que según documentan los libros, allá por 1886, desde la
presidencia, inició una transición del gobierno militar al civil en la
República Oriental del Uruguay. Pero los marcos, que parecen cada vez
más protuberantes en su profusión de dorado, no están vacíos: dentro de
ellos, en su centro exacto, hay algo que de lejos parece un insecto pero
que de cerca se revela es una figurita, o con más detenimiento un
grafito sobre algodón que viene a ser la foto de un presidente de esa
misma República Oriental del Uruguay, es decir, los cinco que hemos
conocido desde que el país, a partir de 1985, recuperara la vida de sus
instituciones y el sufragio.
Con menos no se puede decir
más. Esta colección de marcos tiene como título “Estadistas” y es parte
de la explosión que, bajo el rubro muestra, abriera el pasado 8
de agosto Oscar Larroca
con el título Santas Pascuas: una historia de los simulacros en
el Museo de Arte Moderno de Montevideo. En cada uno de esos marcos,
adviértase desde ya, se abre el infinito, pero bajo la rúbrica de lo
infinitesimal: cinco presidentes (Sanguinetti, Lacalle, Batlle, Vázquez,
Mujica) revelados en su verdadera talla, que corresponde a la huella de
un meñique, pero que sólo es medible en tanto distancia con el marco que
los debiera contener. No se trata de sobreabundar en las dimensiones del
vacío —utravacuo emblema posmoderno— que aquí se abre en la tensión
entre la insignificancia de las figuras y discursos que nos ha venido
sitiando —el circo mediático— y la intransigencia del sentido, es decir,
la necesidad de sentido que reclaman esos marcos gordos y lustrosos que,
a toda luz, se indigestan con el verme que los tiempos han incrustado en
su centro.
Malditismo
No se trata, tampoco, de
representar, sino de medir, de taxonomizar. “Santas pascuas”, frase de
un político uruguayo, es remitida a la jerga del Joven Maravilla,
también conocido como Robin, el encapotado sidekick de Batman, y
desde ahí reenviada como un mantra a cuarenta años de vida política del
país, desde el inicio de la dictadura hasta hoy (1973-2013). ¿Se puede
ser más explícito? Larroca es, como pedía Baudelaire,
pintor de la vida moderna, pero no asume el malditismo para sí sino
que devuelve el mal allí donde está su raíz: a cada figura, que es la
figurita de este cuantiosísimo álbum Santas pascuas, el artista
adhiere un comentario, por lo general la frase que alguien ha dicho,
como sucede por ejemplo en el cómic de Batman que abre la muestra y la
reinscribe en los términos del combate entre el bien y el mal. Pero el
combate solo conoce un mal, el mal-decir, la exhibición despampanante
de que todo lo que nos hace oír la farándula politico-mediática es algo
maledetto, o mal dicho. Ahora bien, Larroca no dice que esto no
sea una pipa, como hizo
Magritte, sino que esto que dice ser una pipa es un tránsfuga, un
simulacro: para cada una de estas investiduras hay un traje, una arjé
y también un eidos, o si se quiere, para ser más prosaico, un
traje que reclama quién lo sepa llevar o decir bien. Y en términos de
lengua, sobra decir, reclama algo que debiera ser bien dicho, o
bendito.
En ese sentido, la muestra es
muestra de una muy inusual integridad, la del artista, que irrumpe para
desintegrar, o mejor, para exhibir el estado de desintegración de lo que
nos rodea. Así, por ejemplo, el “Corte anatómico de un presidente”
devuelve al actual, Mujica, a su intimidad de máquina, de médula, huesos
y venas, lo desembaraza de su aspaviento y nos lo deja en lo que es,
fisiología exigida y agónica. Así, la muestra es muestra también de la
vivísima memoria de Larroca, de una biografía que ha discurrido por sus
primeros álbumes de figuritas, primer fervor taxonómico, pero también
por una educación sentimental, que habla de la apropiación del mundo de
todos a la medida de cada uno. Así, es emblemática la carátula de la
banda sonora de la muestra, intervención sobre Saturday Night Fever
y John Travolta, cuyo empaque y etiqueta le encajan muy bien
a Renzo Teflón, emblema del rock uruguayo de los 1980.
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Pero por contrapartida,
queda todo esa otra educación sentimental en la galaxia de afiches
publicitarios, que como si fuera filatelista, como si fueran los sellos
de unas cartas que nunca recibieron respuesta, despliega el artista para
nosotros, como recordándonos que todo hoy (y hace también buen tiempo),
menos que Ser es foto op, oportunismo, un emporio celestial de
promesas incumplidas, y las devela en lo que son: fantasmagoría y
garroneo.
El Guasón
El corte anatómico, claro
está, también puede ser aplicado a la plástica. Como advierte
Sandino Núñez
en el catálogo, el retozo del duende posmo retraído de su ambiente, que
sin embargo juega a ser, en secreto, un genio incomunicable, estalla en
Santas pascuas porque Larroca —y esto es lo que creo agrega esta
columna—, si juega a profanar lo hace porque sabe de la dimensión sacra
del arte. Dice mi amigo Sandino, y dice bien, que de alguna forma se
había olvidado la dimensión de genio del artista, y ese genio,
puntualícese, en buena medida lo ha venido trayendo Oscar Larroca a la
plástica, porque no está jugando al genio solapado, sino que en este
caso lo está dejando en pelota. Cierto, Larroca finge jugar a lo que
juegan todos, al collage, por ejemplo, y al humor, si bien una
palabra que jamás debiera entrar aquí es irreverencia, porque no
se es irreverente con el usurpador (y eso es lo que denunciaba Platón,
que los simulacros nos confunden porque usurpan el lugar de la cosa, del
paradigma, de la idea). Probablemente por eso comparezca en la muestra,
junto con Batman, e incluso más visible, El Guasón, carne rota,
carcajada cicatrizada del simulacro, costurones de la alegría, como un
recordatorio de que a cualquier profanación debe responder una
re-sacralización. Larroca, para decirlo en breve, es insólitamente
reverencial y, probablemente por eso, también insólitamente explícito:
no deja lugar a dudas sobre a qué se refiere en cada imagen y, al
mostrarlo, nos desnuda el mundo en su ridículo, en su lejanía sideral
respecto a lo que debiera ser. Reímos, pero reímos porque se nos
explicita el fantasma, el payaso malgré soi, la parodia
involuntaria. Y ahora que Larroca nos permite verlo, convendría empezar
a moverse hacia las cosas como debieran, es decir, ir llenando, aunque
sea de a poco, el marco que nos pusieron frente a la nariz.
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