H enciclopedia 
es administrada por
Sandra López Desivo

© 1999 - 2013
Amir Hamed
ISSN 1688-1672

 


/ / / / / /

         POR FALTA DE COMPROMISO

La novela en bancarrota

Amir Hamed

1. Retirada. Para la gente de las letras las vacaciones son ocasión inmejorable para ponerse al día con la lectura atrasada. Este columnista suele destinarlas a leer novelas, género que, en buena medida, se dijera en retirada hoy día. No es que no se produzcan novelas; es más bien que escasean las interesantes y no abundan los autores del género que se entienda imprescindible conocer. Esta pérdida de interés tal vez responda a que, en un planeta y siglo dominados por infoentretenimiento, propaganda y publicidad es decir por las variantes de quebranto del logos alguna vez entendida como neomalse hace progresivamente más difícil entender qué es lo que pueda aportar una ficción al entendimiento del siglo XXI.

Ya hacía bastante tiempo que otro género ficcional, el cuento moderno, aquella variante del relato acuñada por los periódicos del siglo XIX y por maestros como Edgar Allan Poe, Guy de Maupassant o Anton Chejov, había perdido su encanto, probablemente por la incapacidad de los cuentos, salvo cuando son recogidos en volúmenes en alguna medida unitarios, como las Crónicas marcianas de Ray Bradbury, la Misteriosa Buenos Aires de Manuel Mujica Láinez o incluso De qué hablamos cuando hablamos de amor, de Raymond Carver, de producir o manifestar una perspectiva homogénea, una alternativa a eso que es nuestra vida. Dicho de otra manera, el cuento suele ser el dominio de la anécdota mientras la novela, como se sabe, descorre un mundo.

Pero, por más mundo que se asuma trae, también la novela ha perdido interés (y eso que se trata de un género notable por lo maleable y multiforme). En el siglo XX, por ejemplo, D H Lawrence ya había subrayado que era preciso resignarse a que los escritores, es decir los escritores de ficción, eran “todos unos malditos mentirosos”, retomando con crudeza y resignación aquel llamado a la “suspensión del descreimiento” alguna vez realizado por Samuel Taylor Coleridge. El asunto, de todas formas, siempre ha sido qué verdad puede encontrar el lector en la prolongada mentira convenida por las novelas: la retirada del género, no tanto de los cansinos estantes de las librerías como sí de la atención de aquellos más dedicados a elaborar pensamiento, responde a un crecido decaimiento de su verdad.

De todos modos, para sus practicantes, como por ejemplo este columnista, el género debería tener algo para decir, a pesar de que la rutina de consumir novelas que cada día parecen más escritas para su puesta en pantalla, casi como si fueran guiones, pareciera demostrar lo contrario. Es por ese motivo que este caluroso enero acometí por fin con dos novelas cuyo comienzo, alguna vez, me había resultado llamativo. Los arranques de novela no son un accidente; son su punto de ignición: desencadenan todo lo que va a venir. Basta pensar en el Quijote, en Tale of Two Cities, en Moby Dick, en El lazarillo de Tormes, en El señor presidente o en las Memorias de Adriano paran calibrar que, en las novelas, las líneas iniciales desatan el elemento a ser narrado son el punto de fisión que hace que aquello que era nada más blanco de página ahora sea el desencadenarse una fuerza.

2. Una más. Hace ya hace años en Madrid, cierta tarde, Henry Trujillo me mostró su flamante compra, en traducción castellana, de la Earthly Powers, de Anthony Burgess, cuyas primeras líneas me resultaron ejemplares. Burgess la había publicado allá por 1980, y hoy es por muchos considerada su mejor obra, al tiempo que su apertura también es proclamada una de las mejores de lengua inglesa en las últimas décadas.  

Difícil discrepar con el dictamen de la cátedra sajona respecto a la apertura de Earthly Powers (Asuntos terrenales) pero sí respecto a cuánto se debe entender abarca este inicio. La parte que los críticos se limitan a citar es la línea inicial, que dice: “Era la tarde de mi cumpleaños ochenta y uno y estaba yo en cama con mi catamito cuando Ali anunció que el arzobispo había venido a verme”, oración que invita a resolver hipotéticas incongruencias, a tratar de entender dónde y cuándo sucede la acción y, por supuesto, abre el suspenso de qué pueda suceder con una visita pontificia a un pederasta. Sin embargo, la felicidad del comienzo no reside en esta línea inaugural, muy buena pero prefabricada, sino en lo que dice apenas un poco más abajo, cuando el narrador debe apelar a su honestidad. “Me retiré hace doce años de la profesión de novelista. Sin embargo, ustedes estarán obligados a tomar en consideración, si en algo conocen mis trabajos y se toman la molestia de volver a leer la primera oración, que no he perdido para nada mi vieja astucia para concebir esa estratagema conocida como un comienzo impresionante (arresting opening)”. La belleza de la apertura, por tanto, no está en la astucia sino en la sinceridad metadiscursiva. Burgess (y el narrador novelista, Kennet Toomey) sabe que una cosa es el arte y otra la técnica, y cuando la técnica se pone abusiva, como ocurre en la primera línea, la obligación es denunciarla.

Y a propósito, toda esta novela de 700 páginas está escrita en la tensión entre el arte y la técnica, en la que finalmente predomina esta última. El octogenario y homosexual Toomey, para cuya construcción Burgess se basó en Somerset Maugham, es un escritor tan popular como mediocre que, sin embargo, tiene la capacidad de calibrar y emocionarse toda vez que percibe, en los demás, verdadero talento. Así su biografía da cuenta del Reino Unido, Europa y Estados Unidos, además de Marruecos, países hipotéticos del África descolonizada más alguna colonia del Pacífico en el transcurso de unas siete décadas, incluyendo dos guerras mundiales y la explosión de la contracultura en Estados Unidos. Y esta biografía evoca un mundo, ciertamente, si bien roza apenas los momentos más memorables del arte del siglo XX. Por ejemplo, Toomey se dice amigo, o cuando mínimo conocido, de James Joyce, Ernest Hemingway o T S Eliot, entre muchas luminarias, pero en rigor poco tienen estas figuras para decir, cuando se los recuerda en el texto, para iluminar las transformaciones del arte moderno. Congruentemente, será un abonado a la técnica, y dictará conferencias en universidades estadounidenses, defendiéndola, haciendo, básicamente, de la narración no un arte sino una artesanía. El narrador a la Maugham, es decir, un decimonónico extraviado en las artes del siglo vigésimo, se convierte en el intertexto de Earthly Powers, narración que avanza lineal y lenta, cuando le hubiera resultado más provechoso elaborar con mayor rigor la razón de la escritura (el arzobispo de la primera línea había llegado para que Toomey escribiera una vida de un difunto papa, que a su vez era su cuñado, pero al conocimiento entre ambos se llega un poco tarde en la narración), que por otra parte es en todo punto demorada por diálogos a veces inverosímiles que hubiera convenido fueran resueltos en muchas menos páginas. De todos modos, como bien se sabe, Burgess siempre fue un escritor, además de talentoso, fino, y la prosa de Earthly Powers, por lo general más que decente se vuelve, por momentos, muy buena. Todo esto para decir que, a pesar de que algunos pretendan que ésta sea la novela de Burgess que haya de permanecer en la memoria, seguramente no ocurra así, ya que se trata de un texto legible pero ajeno a lo memorable. De alguna forma, la elección de la figura del narrador complaciente y a contrapelo del arte de su tiempo ha condicionado el texto, que se debe leer, para decirlo de algún modo, como una novela más, como un mojón de nada, incluso dentro de la obra de Burgess. Las líneas iniciales, prefabricadas, alevosas, no pudieron ser contrarrestadas; Earthly Powers nunca llegó a ser arte.

¿Cuál es, finalmente, la diferencia entre arte y técnica? La técnica, que debe estar al servicio del arte, solo reproduce modelos. El arte, fatalmente, genera uno nuevo. Por más que el arte sea mimesis, es decir, imitación, esta imitación siempre ha terminado inventando cosas, es decir que la buena imitación, como la traducción, solo es aquella que, al repetir, pervierte. Es por ese motivo que suele salirse de las manos del creador, como por ejemplo el Quijote, personaje al que Cervantes, en un inicio, había programado para nada más una salida risueña pero que pronto exigió más y tuvo que regresar para munirse, entre otras cosas, de un escudero que lo sostuviera en las múltiples aventuras que, a lo largo de dos novelas, habría de sufrir a golpetazos.

Y para seguir con el género, se puede decir que, cuando aparece una decisiva, no se parece a ninguna novela que existiera hasta entonces: piénsese en las ya mencionadas, como el Quijote, el Lazarillo o en esa larga epístola, que recuerda las confesiones de Agustín, que es Las memorias de Adriano, o en Ulysses, o En busca del tiempo perdido, o cualquiera de las de Kafka, o el Tristam Shandy, o en El rojo y el negro, a la que Stendhal debía adosar cartas explicando cómo debía ser leída. Esto no tiene nada que ver con la “experimentación” ni con la vanguardia: tiene que ver con el hecho de que una novela, para alcanzar dimensión debe forzosamente comprometer al género. Dicho en otros términos, el arte es negatividad y una novela, para ser decisiva, no debe parecer novela: debe contestar al género y, al hacerlo, contestar al mundo.

Puesto así, queda claro que hace tiempo no aparecen novelas capitales. Son escasísimos los nombres de aquellos que, al escribirlas, se comprometen a sí mismos y al género (cualquiera puede mencionar sus excepciones: se me ocurren algunos nombres sajones, como Thomas Pynchon, Chuck Pahlaniuk incluso el virtuoso y fallecido David Foster Wallace y en castellano esa singularidad, César Aira). Se trata hoy día, más que nada, de la producción industrial de lo mismo, algo semejante a lo que ha ocurrido con el cine, alguna vez una épica de la narración que conoció maestros, hoy resignado a la producción masiva de películas. Las ficciones noveladas en su mayoría quedan en eso hoy, en apenas entretenimiento.

3. Una menos. La antípoda de lo que me había sucedido con Earthly Powers me pasó hace unos meses en una librería de viejo en la que comparecía un libro relativamente reciente, de narrador hispánico muy premiado, cuyo nombre retumbaba, en la portada, mucho más grande que el título del libro, por demás irrisorio, El sueño del celta: si la de Burgess tenía un arranque promisorio, ésta, que ya venía semiclausurada por su título, mostró uno por demás decepcionante: “Cuando abrieron la puerta de la celda, con el chorro de luz y un golpe de viento entró también el ruido de la calle que los muros de piedra apagaban y Roger se despertó, asustado”.

He comprobado que entre mis amigos nadie tenía presente esa novela, que es de 2010, y que en buena medida fue la contraseña para que a su autor, ese mismo año, le entregaran el premio Nobel. Esto es señal, por un lado, de lo dicho más arriba, es decir que las novelas han dejado de ser un imperativo y, por otro, de que en rigor Mario Vargas Llosa es un escritor que hace tiempo carece de importancia, por más promoción y premios que reciba. Por otro lado, es síntoma del estado de cosas actual que lleva a los novelistas a volverse insignificantes. En el caso de este celta somnífero, tal vez lo más triste, ni bien se advierte el título cursi que no dice nada y que compromete menos, sea recordar que, a pesar de que Vargas Llosa jamás fue un gran narrador (nada de arte, todo técnica), alguna vez se lo consideró un abanderado del indirecto libre y del torrente del pensamiento en letras hispánicas. Lo cierto es que bastaba leer la primera oración para calibrar a un escritor entregado de pies y manos a la bobería y los lugares comunes; menos el comienzo de una novela que un ejercicio de taller, como lo verifican las líneas siguientes, que tratan de elaborar un trabajoso suspenso (personaje que se revela presidiario, forzada intriga por qué pueda sobrevenir, en fin, demasiado largo para citar textualmente aquí).

Se trata de un texto que no se puede calificar de horrible pero sí de irrelevante, notable por lo repetitivo y, a pesar de estar sostenido en un probado pulso de novelista, azotado por chambonadas de principiante. Baste consignar que, si bien el texto se mercadea como novela, recuerda más otro género, el de una biografía novelada a propósito de Roger Casement, patriota irlandés acusado y sentenciado por traición por la Corona Británica y repudiado por homosexual que había denunciado los crímenes del Reino de Bélgica en el Congo y, luego, los de los caucheros en Perú. Pero siendo Casement el único responsable de la acción, Vargas Llosa se pasa aclarando que él es responsable de todas las acciones, en la mayoría de los casos apelando a consignar un feísimo Roger Casement + verbo (nombre completo que, por otra parte, desmiente el familiar uso del nombre propio de la primera línea). Roger Casement se levantó, Roger Casement guardó silencio, Roger Casement tomó una ducha, Roger Casement compró cigarros, en fin, que parecería que el novelista temía a cada momento estar por olvidar de qué estaba escribiendo.

Y en cuanto a la tópica, se trata, más de un siglo después, de un pretendido ingreso de Vargas Llosa al corazón de las tinieblas de Joseph Conrad (figura que comparece en el relato) que es nada más una coartada liberal para dar cuenta de Casement, a quien, hoy día, muchos entienden como “padre de las investigaciones de derechos humanos”. Ya desde el título, para no decir desde la ominosa corrección política de su tema (protagonista de fuertes escrúpulos morales que debe ocultar su sexualidad en una era todavía victoriana e imperialista), nos encontramos frente a un paquete que corrobora que Vargas Llosa escribe cada vez peor. El relato, cuyo suspenso intenta sostenerse en el contrapunto entre dos tiempos, el presente en que ha sido sentenciado a muerte pero donde Casement y sus amigos esperan se modifique el veredicto, y el relato biográfico lineal, que cubre infancia, adolescencia, viajes al Congo y luego a Perú, y lo que va descubriendo allí, hasta llegar a su conversión y militancia irlandesa, llama la atención por lo reiterativo, como si el autor no estuviera seguro de lo que había consignado con anterioridad, o como si temiera que el lector fuera oligofrénico. Son casi infinitas las páginas que le insume a Vargas Llosa decir que su protagonista descubre, en Congo y Perú, que el imperialismo es un mal y que, por ende, también ése al que los británicos someten a los irlandeses, pero lo que encuentra el relato es nada más abusos y nunca explotación. No se termina de entender el paralelismo, porque la situación política de Irlanda no es presentada con claridad. Se sabe que los irlandeses han perdido por entonces el gaélico pero poco más se explica de las razones e historia del dominio británico sobre ellos.

Lo apabullante, de todos modos, es que, cuanto más papanatas se ponga el autor, más éxito institucional recibe, señal del vaciamiento artístico que gobiernos, instituciones y editoriales esperan de la novela y de la escritura en general. Por un lado, la alianza entre la corrección política promulgada por las universidades estadounidenses y el etiquetado identitario de los libros (novelas de minorías étnicas o de género, o religiosas) plantea que el lector, en vez de esperar lo nuevo, consuma lo consabido, se congele en la parálisis del pseudopensamiento liberal que confunde corrección política con posturas izquierda (el arte siempre está a la izquierda, no importa qué partido sufrague el artista, precisamente porque rompe y no comulga con el lugar común).

Da grima recordar que Vargas Llosa alguna vez estuvo incrustado en un movimiento, comercial, sí, pero que participaba de una épica, al que se denominó Nueva novela hispanoamericana, o novela del lenguaje, o incluso boom, que sostenía una bandera libertaria; este relato, su pasaporte para recibir el Nobel, dice menos sobre Casement o sobre Vargas Llosa que sobre lugares comunes: denunciar el imperialismo europeo cuando todo el planeta lo tiene crucificado desde hace al menos siete décadas viene a ser como denunciar que la lluvia moja; acometer al sesgo la sexualidad de una figura histórica cuando en buena parte de los países de Occidente se tolera e incluso alienta la homosexualidad (ni qué decir que hace ya bastante, en el mismo Reino Unido que mató a Casement, se vindica a Oscar Wilde como héroe del amor) es comprometerse con la nada. Pero eso, precisamente, es lo que hoy se premia y reivindica: lo nulo elevado a potencia enésima.

En último término, se debe asumir que no son estos buenos tiempos para la novela, porque las circunstancias institucionales y comerciales son refractarias al emprendimiento artístico. La pregunta, de todos modos, debe ser realizada a los verdaderos novelistas que por alguna parte deben seguir existiendo. ¿No será hora de que, antes de que termine de ser enterrado el género, empiecen a producir algo que tenga sentido? 

© 2016 H enciclopedia - www.henciclopedia.org.uy

Google


web

H enciclopedia