1 Réquiem avícola
Habría que ver cuál de estos tonos es el
más adecuado para decir una verdad tan vieja como las vanguardias. Uno
es el despavorido de Jean Cocteau, cuando proclamaba “el campo, ese
lugar horrible donde los pollos andan crudos”, alertándonos, tout court,
que debíamos abandonar cualquier pretensión roussouniana de encontrar la
pureza del humano fuera del contrato social, es decir, de la polis. A
fin de cuentas, los elogios de la vida retirada, como la aurea
mediocritas horaciana, desde siempre han sido un sonsonete que trompetea
el abandono de lo político, si bien Cocteau no se detiene en genealogías:
aquí la gente; allá por el campo, obscenísimos, imposibles, marchan con
ladino fervor los pollos, rehuyendo la norma de la civilización, de esa
escritura que ya los tiene servidos en un resonante protocolo de
cuchillos y trinchantes, de vinos a la sazón, de entremeses, cubertería
y servilletas. De hecho, tan imposibles marchaban que, un siglo más
tarde, se han acabado sus paseos, alimentados en granjas de estrés que
los encorsetan, los aferran, les retiran cualquier pretensión de ser y
los dejan hechos un picoteo neurótico que los engorda sin tregua, al
punto de ni siquiera ser capaces de sostenerse, aeróstatos rasantes
sobre patas de alambre. Son apenas energía racionada en patas y pechuga,
algo que aleja a estas aves (las malas lenguas hace tiempo las dicen
transgénicas) del viejo y escandaloso bípedo de Cocteau, algo que de
alguna forma recoge en Estados Unidos la franquicia KFC, que eliminó de
su nombre la anacrónica palabra “pollo” que conociera por décadas las
telúricas marquesinas del Kentucky Fried Chicken.
La otra entonación, factura de Max Jacob, es casi dieciochesca. “¿El
campo?, ¿ese lugar donde los pollos se pasean crudos?”. Jacob, por lo
que se sabe, respondía así a la invitación a un picnic imposible, allá
por parajes recónditos donde, por ejemplo, la gente que no tiene mucho
que hacer se gasta en conspirar amores como, previo a la revolución que
acabara con Luis XVI, lo hiciera el Conde de Valmont en su
correspondencia con Mme. de Merteuil en Las relaciones peligrosas, la
versallesca novela de Choderlos de Laclos. Los pollos, sugiere esta
versión de la boutade, desatentos a toda etiqueta, comparecen como
manifestación indecorosa del malentendido: qué tiene que hacer la
naturaleza cuando uno habla de un tiempo y circunstancia, como el de las
vanguardias, cargados de futuro, de arte, de crítica, en fin, de
política.
Ahora bien, si los pollos eran un anacronismo roussouniano en días de
las vanguardias, las diferentes enunciaciones responden a los dos
términos en que la naturaleza se ve abatida. Se podría decir, por
ejemplo, que la más dieciochesca versión de Jacob se sostiene en
términos de civilización: la Edad Clásica (como llama Michel Foucault
muy francesamente a ese período que conjuga barroco, rococó y
clasicismo) se sostenía, hipercortesana, en una crítica del (buen)
gusto. La de Cocteau, en su desenfado pos-romántico y agónico, responde
a una civilización que ha sido pasada por el tamiz de la cultura a la
que la sometiera, siempre en Francia, el conde Joseph Arthur de Gobineau
en el siglo XIX. Como se recuerda, el buen conde, nostálgico de la
sangrientas ferreterías del Medioevo y espantado de la mescolanza
democrática en que le había tocado vivir, propone cancelar la noción de
civilización a favor de la cultura. Civilizados, es decir sedentarios,
habían sido los galos, frágiles celtas reducidos con facilidad por los
latinos, pero un francés con vestigios de nobleza debía buscarse en la
cultura, por ejemplo, la de los francos, indómitos conquistadores de los
residuos de Roma. La cultura, como la inicial de los francos, bien podía
ser nómade y, sobre todo, agresiva. La cultura, para decirlo de otra
manera, era una suerte de máquina de guerra.
Si Gobineau había transmutado los valores en que se que sostenía la
civilización, autoproclamada en sus edificios y murallas desde días de
Gilgamesh, su prédica, sostenida en términos de genética y de raza, y
específicamente en la superioridad de unas razas sobre otras, terminaría
desaguando en el complejo de superioridad aria y en el emporio de
horrores que consagró la Segunda Guerra Mundial. Ahora bien, se lo llame
civilización, esto es, acto de vivir sedentario, se lo llame cultura, es
decir, una apertura hacia una errabundez ocasionalmente conquistadora,
lo cierto es que hablamos de aquello que, desde un comienzo nos
distingue de los pollos: la inscripción por la cual el bípedo se escinde
de la naturaleza, es decir, por la cual se hace humano.
Porque, como nadie ignora, sea sedentaria y civilizada, sea nómade y
belicosa, la cultura es lo opuesto a la naturaleza. Y la cultura, a
pesar de la pretensión de Rousseau de que el hombre es “bueno por
naturaleza”, ya que “en estado de naturaleza” no desea el sufrimiento de
nadie, jamás ha imitado a la naturaleza. Todo lo contrario, es la
cancelación de lo natural. Su primer gesto, llámeselo cocción, como
pretendía Claude Lévi Strauss, llámeselo ablación genital, hueso
atravesado en la nariz, lo que se prefiera, es alterar lo dado en estado
natural. Más aún, lo que ha hecho al humano es, precisamente, su
negación de la naturaleza, su pasaje de la zoé, o mera vida, a la vida
digna de ser vivida (como diría Aristóteles hace mucho y más
recientemente Giorgio Agamben) a bios, el ingreso del bípedo a lo
político, a esa dimensión en que, dicho con sorna de antigua vanguardia,
los pollos no han de pasearse crudos. Lo que cabe preguntarse, entonces,
es por qué se insiste, todavía hoy, en rousseaunizar la relación entre
cultura y naturaleza.
2 Edípicas (tu abuela y el simio)
¿Se tratará, en definitiva, de una reacción edípica? A fin de cuentas,
ni Sigmund Freud ni Jacques Lacan son entendibles sin Rousseau, cuyo
Emilio, quemado públicamente en París y Ginebra en 1762, literalmente
inventó el Edipo (lo real lacaniano) al servicio de la polis: “Déjese
que las madres se dignen a amamantar a sus hijos y la moral cambiará,
sentimientos naturales serán provocados doquier y el estado se
repoblará”, avisaba el Emilio. De todos modos, Rousseau es inentendible
sin el Leviatán de Hobbes, que en buena medida había politizado, un
siglo antes que él, el deseo, proponiéndolo como razón para implementar
ese Contrato que Rousseau llamará “social”. El hombre, famosa y
literalmente, según Hobbes, es el lobo del hombre, y de no establecer un
gobierno, es decir, de no relegar en un otro soberano, en el gobierno,
viviría en una perpetua guerra de “todos contra todos”, es decir, que lo
que lo hace hombre es el contrato, entiéndase, la escritura (el logos,
decía Aristóteles, que es lo que lo hace ser político, zoon politikon).
El asunto es que ese gobierno, en manos de un soberano, consagración por
vía de contrato de la violencia del lobo hobbesiano, será entendido
luego por Rousseau como maniobra. Si Dios hace todo bueno, el hombre, a
través del Contrato (ese No[mbre] del Padre, dirá en el siglo XX Lacan),
todo lo pervierte. Lo bueno se da en estado de naturaleza, siendo la
naturaleza instancia de revelación de Dios, sobre todo de la divinidad
cósmica y más bien masónica que abrazó el siglo XVIII, pero el padre (el
hombre en calidad de represor, esclavista, denegador) lo pervierte. Lo
bueno, por decirlo así, se da en estado niño (y el niño, dirá pronto
William Wordsworth, “es el padre del hombre”), algo que seguiremos
sosteniendo hasta el día de hoy, ya que no hemos renunciado a la
proclama parricida de la Revolución Francesa. Libertad, Fraternidad e
Igualdad entre los hijos de un mundo sin padre, sin represión, sin un
contrato perverso que nos aleje de nuestra naturaleza y, por tanto, de
nuestro deseo.
Es que el Padre, en su versión Contrato, había llegado para inventarnos
el deseo, al menos en tanto clarinada libertaria que batalla contra la
represión (todas las instancias del sujeto freudiano contenidas en la
interdicción del Contrato), ansiosísima por volver a la teta roussoniana,
al cuerpo de lo real. Esto, de todos modos, debe ser complementado por
lo siguiente: toda pretensión de volver a esa teta nos deriva a una más
vieja, y de loba, como la de Rómulo y Remo, porque es el Contrato,
sencillamente, eso que convierte nuestra necesidad en represión y, por
tanto, en deseo; es el Contrato el que nos fuerza a la civilización.
Para decirlo de otro modo, no es posible desear ni simbolizar en estado
de naturaleza: el deseo, aquello que a veces confundimos con los
reclamos de la máquina de nuestro organismo, no es sino la negación de
la naturaleza, mientras el edipo freudiano, como se sabe, no es sino un
acto civilizatorio e hiperburgués, con lo suyo de reductor, por el cual
la gana polimorfa (para Freud, perversiones) del niño se canaliza hacia
el cuerpo de la madre. Claro que el Edipo se puede sostener apenas en
una generación, en lo que cabría llamar la “escena del Edipo”, porque
detrás de la madre siempre se puede rastrear a la fiera, como le avisa
en el Renacimiento, y en la Celestina, el siervo Sempronio a su amo
Calixto, quien se había declarado hereje y “melibeo”: “Y lo de tu abuela
con el simio, ¿hablilla fue?”
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3 La mula muerta
Siempre que queramos reivindicar una identidad, incluso un deseo
identitario, corremos el riesgo de ser asaltados por la abuela cachonda,
asaltada a su turno por la naturaleza, en un salto fuera de la especie,
un movimiento antiedípico que ya no es guerra sino un refregarse de
todos contra todos. Y entonces, ¿por qué hoy día los multiculturalistas,
defensores de la “diversidad cultural” se aferran a su símil roussoniano
para defender sus proclamas? Esgrimen que la biodiversidad es “algo
bueno” en la naturaleza y, por tanto, que una diversidad cultural
debería ser igualmente benigna. ¿Pero esto cómo? Puede ser que Dios
haya hecho la diversidad biológica, pero las distintas especies de
arañas no son por sí mismas algo ni bueno ni malo, sino algo funcional
al ambiente; se puede entender que su ausencia dañe a un ecosistema y
que, por tanto, su presencia comporte beneficio, pero no por esto
debería el humano, que no es un insecto, por más que sepa tejer,
arrancar en ocho patas hacia el almacén si lo que busca no es una
mutación sino limones para el vermú de la tarde.
E incluso, por más que se pueda entender que el humano estudie a las
arañas para devenir vigilante u hombre-araña, eso no lo hace diverso: lo
hace una mutación anómala, probablemente incapaz de reproducirse, ni de
alcanzar el rango de especie. Las especies animales, como nadie ignora,
no se reproducen fuera de sí, con excepción de la mula, que es producto
de apareamiento heteróclito y estéril. La mula, por decirlo así, es un
producto terminado, con fecha de caducidad, incapaz de devenir. Es
criatura liquidada de antemano, razón por la cual, por definición,
patear una mula es patear una mula muerta.
Sirva esto para apreciar cuánto la pretendida diversidad cultural, que
los multiculturalistas enarbolan como dogma a seguir hoy día, tiene de
mula muerta. En primer lugar, y como se veía más arriba, se sostiene en
un símil anticultural, precisamente porque busca su espejo en la
naturaleza. Si Dios hizo a la naturaleza diversa, entonces la cultura
debe ser diversa (una falacia semejante a la que se usó por siglos, y
todavía se repite, respecto a que el sexo entre miembros del mismo sexo
es “antinatural”, como si eso debiera importarle al hombre o la mujer,
que son cultura). En segundo término, porque lo diverso nada tiene de
cultural, en la medida que la cultura es cultivo de sí, un hacerse (bildung,
decían los siempre industriosos germanos), nunca un producto acabado,
nunca una identidad cerrada surgida de un menú, esa pretendida
diversidad de marcas de arroz que nos sirve el escaparate del
supermercado.
Lo diverso, entiéndase, no es sino la etiqueta industrial de lo Mismo,
desentendida de todo acto de cultura: es apenas una administración de
identidades, que pasan su código de barras por el cajero del
multiculturalista (crítico o gestor),
que termina sirviéndolas todas juntas, en el mismo envoltorio. Es que
nada hay más idéntico y anticultural que semejante administración
de identidades. Hay que resignarse, al respecto, que lo diverso poco
tiene que ver con la diferencia, ya que la diferencia no se da en la naturaleza sino en la
ética: se sostiene en el acto de diferir (y diferenciar). Lo diverso, si algo es, es
aquello previamente empaquetado, mientras que la cultura, todo lo
contrario, se manifiesta como disidencia, como contracultura.
Ya hace unos años, en su
En defensa de la intolerancia, Slavoj Zizek se
preguntaba si la protesta de tolerancia del multiculturalismo no era
sino la aceptación de la despolitización de la economía, y en último
término, la rampante ideología del actual capitalismo global. Por
supuesto que lo es, y por supuesto también le asiste razón a Zizek
cuando afirma que el multiculturalista está dispuesto a aceptar al
“diverso” siempre dentro de un marco esterilizador, porque no sabe qué
hacer con la diferencia cultural, por ejemplo, cuando ese Otro insiste
en practicar, por ejemplo, la ablación genital a las niñas, algo que
habría que preguntarse si enriquece o si contiene, en sí, la bancarrota
del multiculturalismo.
De modo análogo, tiene lo suyo de ominoso establecer como diversidad
cultural prácticas sexuales, al menos si no se lo define de manera
conveniente, ya que corremos el riesgo de que todo se transforme en una
reivindicación identitaria. Así como van las cosas, en nombre del
multiculturalismo, los devotos del sexo oral deben salir a manifestar en
nombre de una identidad lamecoño o chupaverga, mientras los retrecheros
que le siguen haciendo asco deberían enarbolar una identidad
no-chupadora y, sin más trámites, iniciar gestiones para ser reconocidos
como minoría. Así, podría seguir, reclamándose marginados y lesionados
en sus derechos los fetichistas del tobillo o del pichí, los lameortos,
las sadomaso o las chupadedos, los fanáticos del ombligo para afuera, en
fin, cualquiera que no solo desee sino además se complazca: pronto habrá
que esperar pancartas de los aspiradores de rapé, de la minoría de
bebedores de ajenjo, del ticholo con mayonesa, del asado bien escupido,
en fin, de todo aquello que uno quiera definir como un estilo de vida y
una particular forma de vida. Esto se aleja de la boutade ni bien se
percibe que las reivindicaciones que por ejemplo terminan en el
matrimonio igualitario no son una diversificación de la cultura
dominante: todo lo contrario, son una incorporación al sagrado lazo del
matrimonio de aquellos que se habían alejado de él, extendiendo la
monogamia, por decirlo así, hacia las sexualidades que se habían
resistido a su marco económico.
La respuesta para tanto dislate acaso se guarde en los albores de la
escritura, en un sumerio, Enki y el Señor de Aratta, que articula el
mito que luego Génesis transmutará en Babel y torre. Para resolver un
conflicto entre dos ciudades que disputan sus bienes, Enki, dios
agrimensor e ingeniero, señor del agua dulce, divide las lenguas. Con la
partición en lenguas, dice el poema, advienen también las fieras, las
alimañas, las sierpes. Es decir que la biodiversidad, todo lo contario a
lo que pueda creer el neorroussonianismo, adviene de la lengua, de la
celebrable fatalidad de la diferencia. El hombre, desde un inicio, ya es
muchas lenguas que difieren, que no se entienden y es esa diferencia
cultural lo que inventó la riqueza biológica, que es una riqueza hostil
y depredadora. Es el agónico acto de diferir lo que hace posible la
naturaleza y la multiplicidad de especies, lo que las “cultiva”. En ese
gesto, de por sí trágico, se da el mundo, es decir, la cultura; no se
trata un gesto inclusivo, sino de apartamiento que abre la de la
posibilidad de ser. Invita al mundo a darse, a devenir.
Y ése, precisamente, es el problema de la diversidad. Se estima (la
UNESCO estima) que de las 6.000 lenguas que se hablan todavía en el
planeta, la mitad habrá desaparecido para finales de este siglo.
Mientras más se sostenga lo diverso (productos terminados, perfectos,
antitrágicos y, como tales occisos) más nos precipitamos hacia el
monolingüismo y, con él, y nada paradojalmente, a la destrucción del
ambiente y de esa mentada diversidad biológica que no es lo variopinto
de la Creación sino la posibilidad de entender el ambiente en
diferencia.
La diversidad, dígase en términos de Cocteau, esa instancia de Occidente
donde los pollos se pasean muertos.
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