Hasta donde se ha podido saber,
jamás, como hasta este año, habíamos tenido la
oportunidad de asistir, con todo su dramatismo, no a la despedida de un
hablante sino de una lengua. Hasta donde sabíamos, el latín era una
lengua muerta, pero ni bien accedió al trono vaticano en 2005 como
Benedicto XVI, el alguna vez inquisidor cardenal Ratzinguer promovió la
resurrección del latín en la liturgia y erigió una academia de la
latinidad,
para difundir el buen uso de ese idioma. El nombre y la medida son
congruentes: Benedicto, cuyo nombre quiere decir bien dicho, o dicho
bien, sucedía a un papa que, como Juan Pablo II, se apagara en una
progresiva disfonía a raíz de un cáncer de garganta que lo retiraba de
este valle de lágrimas, nuestro mundo, pidiendo ronco perdón por la
infinidad de pecados cometidos por la esposa de Cristo, es decir, la
Iglesia.
Claro que este sonoro buen decir de Benedicto se podía dar solo
en términos esotéricos, es decir, entendido por unos pocos, opaco para
la casi totalidad de la feligresía. Se trataba, en rigor, de proclamar
el entresijo de Dios en la lengua que lo entronizó: si los caminos del
Señor son misteriosos, parecía decir Benedicto, ya su lengua no es del
mundo, o barruntable por el mundo. Dios, decía en la práctica el papa,
nos gobierna desde lo incomprensible, desde su lengua hoy remota, en la
que por más de un milenio, digamos desde San Agustín, proclamara su
catolicismo o pureza, su universalidad y su ortodoxia. En la Edad Media,
los herejes, por ejemplo el Maestro Ekhardt o la beguina Margarita
Porete habían sido sometidos a la candente purificación de la hoguera
menos por escribir sus encuentros místicos con Cristo que por andar
encontrándose con él en lengua vulgar, es decir en lengua subrepticia,
por entonces intolerable para la teología. Y en el Renacimiento, Lutero,
el Gran Cismático, no encontró vigorizante mejor para romper con la
Iglesia, incluso más que la promesa de mujer para el sacerdote, que
traducir la Biblia al alemán, y difundirla a través de la imprenta.
Pero hoy parecería que Ratzinguer, no en vano un inquisidor, fuera el
único en recordar sus latines. Ni siquiera las crestas púrpuras de los
cardenales se sacudieron a tiempo cuando, reunidas en pleno colegio, con
voz grave el papa les informó, entre otras cosas, ut incapacitatem
meam ad ministerium mihi commissum bene administrandum agnoscere debeam,
es decir, que Benedicto reconocía su incapacidad para seguir
administrando lo que le habían comisionado, y renunciaba. Fue una
periodista de ANSA, la única entendida en latín entre los que cubrían la
reunión, la que se dio cuenta de lo que estaba pasando. Solo dos
antecedentes de renuncia conocía el Vaticano hasta ese momento, y
ninguna en los últimos quinientos años.
Óptimamente dicho, su santidad. El latín, lengua declarada muerta, la
misma que hizo a Occidente, se merecía esta oportunidad de, póstuma,
inmolarse urbi et orbe en su renuncia. Así como, en las primicias
de su era, los cristianos debían renunciar al mundo (se decía, como
repetiría luego Agustín, renunciar al siglo), ahora el latín, la lengua
de Julio César, Horacio, Virgilio, Tito Livio, Lucrecio, Apuleyo o
Virgilio, cooptada durante milenio y medio por Dios desde que en el
siglo IV San Jerónimo acuñara la Vulgata, o Biblia latina, debía
renunciar ahora a sí misma, pero no en esa dejadez paulatina del olvido,
sino con un desfallecimiento espectacular, en el que su máximo
oficiante, Benedicto, se declaraba “falto de fuerzas”.
Esas otras redes
Pronto se manejó que esta escasez de vigor respondía, entre otras cosas,
a unos recientes
Vatileaks pero también a un informe confidencial, pedido por el
propio pontífice, que daba cuenta de la corrupción económica de la banca
vaticana y de una orgiástica conspiración homosexual (una
red clandestina de homosexuales, según se repitió) que se extendía
por media Roma y por cada pabellón de la sede de San Pedro: los
mandamientos seis y el siete, relativos al sexo y al robo, habrían
derrumbado el espíritu reformista de Benedicto, que en 2010 ya había
tenido que hacer frente a un alud de acusaciones por abusos de
sacerdotes pederastas en Estados Unidos. El cristianismo, religión de
pescadores que creciera en sus primicias bajo el imperativo de la red
que capturaría los pejes de la edad de Piscis, ahora se veía recomido,
congruentemente con un mundo resignado a una red de redes, en una red de
corrupción financiero-sexual. Se necesitaba alguien
—o
acaso algo—
más robusto para emprender la reforma en la que desfalleció Benedicto, y
el Vaticano, por tanto, dio un viraje radical. Del
inquisidor que persiguió y dejó semiextintos a los teólogos de la
liberación latinoamericanos, se pasó a un papa argentino, hincha de San
Lorenzo, atento a los pobres y
aplaudido por los teólogos de la liberación que todavía boqueaban.
Del latín litúrgico se pasó a una asunción de Francisco I pronunciada en
italiano y, de una Europa descreída, corrió presto el Vaticano a
buscarse en la masa de creyentes más constante, la latinoamericana; de
la opulencia vaticana a residir en un hostal, recordando al santo de
Asís, y entonces también, según se colige, mudando el propio Vaticano a
las menesterosas sandalias de las órdenes mendicantes que, como la de
San Francisco a inicios del siglo XIII, regresaban a ese mundo al que
los monasterios le habían dado la espalda.
Los gobiernos de América del Sur, mancomunados en su festejo progre,
decidieron saludar a Francisco en Brasil, a donde llegó la semana pasada
y donde lo recibieron masas fervorosas pero también el abucheo de la
misma multitud que había denunciado, un mes atrás, el despilfarro en
estadios y aeropuertos que representaban la Copa de campeones y el
Mundial 2014. Campeante la corrupción en Brasil y las necesidades
sociales desatendidas, los fastos del papa, junto a las Jornadas
Mundiales de la Juventud, costaron más de 40 millones de euros, por lo
que muchos, al ponerle precio a la visita, por contigüidad con el fútbol
denunciaban al papa como craso espectáculo, y además de craso, oneroso
como ninguno. Esta recepción hubiera resultado impensable una década
atrás, pero resulta que ni al Vaticano, institución opulentísima pero
tan ruinosa en lo moral que invita a la renuncia de su sumo pontífice,
le sobra nada, ni la fe brasilera es la misma. Si los católicos eran el
99,7% de los brasileños en 1872, hoy son apenas el 64%, y se estima que
en un par de décadas, de continuar esta tendencia, en Brasil habrá
tantos de ellos como evangélicos. Ciertamente, sitiado por el
crecimiento del milenarismo evangélico, como en Latinoamérica, y por el
llano descreimiento en Europa, el catolicismo afronta su progresiva
desaparición, o cuando menos, encogimiento, incapaz de dar respuesta a
los mandatos de un mundo que se mueve al dictado del capital.
Reconversión vs
inversión
En medio de las ruinas, mientras arrecian interpretaciones de las
Centurias de Nostradamus y las predicciones de San Malaquías que
dicen a este Bergoglio el último papa, a poco de llegado a Brasil,
Francisco contraataca y
llama a evangelizar, como hiciera Francisco de Asís. Y ciertamente
hay un punto en que le asiste toda la razón, porque desde sus inicios la
Iglesia cobró fuerza en el proselitismo, es decir, en la evangelización,
en convertir a los demás. Así, mientras una vez más se hunde la banca
vaticana, es decir, su inversión, mientras esa denunciada red practica
lo que, según los mandamientos (y según
Luz del mundo: el papa, la Iglesia y los signos de los tiempos,
el libro de Benedicto XVI) es inversión sexual, el nuevo papa llama a la
riqueza evangélica, a la conversión. Pareciera recordar Francisco que el
último filósofo cristiano en el siglo XIX, y el primer existencialista,
Søren Kierkegaard, autor del Tratado de la desesperación, se
preguntaba cómo era posible ser cristiano de entrada, es decir, cómo es
posible ser cristiano sin proceso de conversión, de renuncia a Satanás,
de renuncia al error, para buscar esa verdad que, según el evangelio,
habría de hacernos libres.
Claro está que a lo que llama Francisco es menos a una conversión que a
una, inédita hasta ahora, reconversión (sexual, espiritual,
confesional), y que esto es un llamado, como mínimo, sensato a la
espiritualización en un mundo comido por el capital, la especulación y
el descreimiento. La fe se ha perdido, pero es preciso recuperarla, nos
dice a su modo Francisco, y retomarla allí donde los evangélicos, más o
menos como Lady Pacman, le han comido devotos al Vaticano: se debe
reconvertir al catolicismo al que ayer fue católico. En definitiva,
después del mortal repliegue del catolicismo, Francisco proclama el
contragolpe.
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“Deseo una iglesia pobre y para los pobres, que salga de los palacios y
vaya a las periferias”, ha declarado Francisco, mientras investiga la
banca vaticana, comienzan a marchar a presidio sus capitostes, y el papa
declara no descartar el cierre de sus instituciones bancarias. Gestos
como éste son bien recibidos en todo el planeta, y cuando se lo ve
caminar a Bergoglio entre la gente, se ve que estamos frente a algo
distinto y determinado: para empezar, camina, se mueve, renuncia al
hieratismo litúrgico para ponerse, en lo posible, del lado del mundo.
De todos modos, cabe preguntarse por cuáles son las reales posibilidades
que tiene este papa argentino de reconvertir una institución, su
iglesia, que hace ya demasiados siglos se jugó a otra economía, que no
se agota en lo monetario. Dicho de otro modo: ¿es posible un Vaticano
que no quede comido por las contravenciones a los mandamientos seis y
siete, es decir por la inversión especulativa y sexual?
Dilapidación evangélica
Algo de esto barrunta Bergoglio, por lo visto, porque ni bien deja atrás
la escalerilla que lo despega de Río
de Janeiro, improvisa en el avión una conferencia de prensa, y tirando
todo precedente por la borda, declara que él no es nadie para juzgar a
los gays (“quién soy yo para juzgar al gays”), pero se proclama
contrario a todos los lobbies, incluyendo los de homosexuales.
Esto, por supuesto, derrumba siglos y siglos de doctrina: Francisco
declara, de algún modo, que quién es él para ser más papista que el
papa, y llama
al
Vaticano a vivir en la realidad. También aquí deshace la inversión en
nombre de una reconversión.
Sin embargo, esta realidad se relaciona menos con los crecientes
derechos que los gays, por fortuna, van recibiendo de a poco en el
planeta, que con un realismo más descarnado. ¿Quién es el papa para
discutirle la sexualidad a medio Vaticano,
incluyendo sus estrechos colaboradores? Las instituciones se adaptan
como pueden a los tiempos, y el Vaticano, alguna vez latiniparlo y
casto, se ha convertido, por elección propia, al arbitrio de sus
concilios, y según propias palabras de Benedicto, en una institución
inconfesamente gay, en una red que termina rindiendo a quien pretenda
remediarla. Porque baste recordar que, si en el siglo XIX El Capital
de Karl Marx denunciaba la “mano muerta de la Iglesia”, es decir, su
condición de terrateniente feudal, enemiga de la inversión, estaba
denunciando no solo
a sotanas retrógradas, o cuando mínimo, precapitalistas, sino también a
toda una economía libidinal y sexual, ya que por entonces, el crédito de
la Iglesia consistía en administrar, por un lado, la creencia, la fe, es
decir, la fidelidad de los creyentes y, por otro, sus bienes mundanos,
también a través del celibato.
En los primeros días del cristianismo, como ya aconsejaba San Pablo, no
era conveniente reproducirse, porque el Fin estaba próximo y la
reproducción implicaba siglo, es decir mundo, que era con lo que había
que acabar. Satanás se guardaba en los testículos, como aprendiera
temprano Orígenes de Alejandría, padre de la Iglesia que se castró en el
siglo III para ir abreviando la batalla con el Enemigo. El Concilio de
Elvira, en el siglo IV, predicó el celibato, pero vale la pena repasar
las Confesiones de San Agustín, un letrado que buscó la fe por
todas partes antes de llegar a Dios Padre, para calibrar cuán ardua
resultaba, para el siglo V, la renuncia a la mujer, y en ella, al siglo,
para aquel sacerdote que no practicara la profiláctica de Orígenes. Seis
siglos más tarde y ya demoradísimo el Fin, el Concilio de Letrán, de
1123, reguló el celibato, que no fue seguido de forma estricta, obligado
por razones económicas: los bienes no debían ser repartidos entre
descendientes, en tiempos en que la Iglesia entraba en la Querella de
las Investiduras con el Emperador, que se los disputaba.
Por la misma época, e impulsado por Bernardo de Claraval (San Bernardo)
en Occidente se expande el culto de la virgen, lo que se llamó
mariología, culto compensatorio de la abstinencia: sublimación del
deseo, pero también garantía femenina del patrimonio eclesiástico. Cada
vez más incomprensible para los feligreses, rendidos, como pronto se
rendirá Dante, a la evolución de las lenguas
—y
del mundo en sus lenguas—
insistía en sus latines. Ya por entonces sería la universidad el único
ámbito secular en el que el latín habría de pervivir, mientras el mundo,
cada vez más amigo de la reproducción y el devenir, y pronto del capital
y su crédito, se entregaba a las lenguas del mundo. María, ahora virago
divinizada por el Hijo, se convertía en la mediadora entre los creyentes
y ese Cristo renuente que había decidido diferir, de forma
indeterminada, su segundo regreso o parusía, y entretanto los bienes de
la Iglesia se mantendrían intocados como reliquias: el resto de las
mujeres, las de carne y curva, aquellas cuya oreja perseguía Dante y
solo conoce de lengua vulgar, eran la herida misma, según el dogma y los
manuales de confesión, de la tentación y de aquella antiquísima
serpiente, Satanás.
Esto nada más para mostrar que la erótica de Dios marcha de la mano con
la administración de sus riquezas. El Concilio de Trento del siglo XVI,
en plena Contrarreforma, hizo estricto el celibato: nadie debería
llamarse a escándalo porque los sacerdotes, alguna vez perseguidores de
mujeres, se hicieran cultores de un sexo adverso a la reproducción,
restringido a los varones. La famosa mano muerta implicaba algo que Marx no se molestó en
denunciar: la renuncia a la reproducción, fuera sexual o económica
implicaba establecer, en vez de inversión capitalista, inversión sexual.
En el siglo XX, más exactamente en 1840, por iniciativa de Pío XII, el
Vaticano, diuturno negador de las finanzas, porque es negador de la
usura (tabú con el que rompió un protestante, Calvino) abrazó los
tiempos, es decir, el mundo, a través de su banca, y se convirtió, según
se repite desde hace años, en un paraíso, pero fiscal.
Lo que pretende Francisco, está claro, es que la
Iglesia se
derroche
en
los márgenes, se aleje de la retención anal que la ha marcado por siglos
y se reconvierta en los pobres. Pero nada de esto es posible sin que la
Iglesia establezca una nueva erótica, o como mínimo, una nueva política
de género. Tertuliano, a fines del siglo II y principios del siglo III,
argumentaba, contra el gnóstico Valentín, que las mujeres no podían
oficiar misa porque Dios había hecho al hombre a su imagen y que, por
tanto, el obispo, su representante en el mundo, debía ser varón. Desde
entonces, la Iglesia se consagró como un coto de varoncitos, proclives
como es natural a aparearse con sus pares, si se los condena a vivir en
encierro, y las redes del pescador que
siguió
a Jesús se transformaron en redes de pederastia y fraude. Después de
esto, queda claro que no tiene Francisco oportunidad ninguna de alcanzar
lo que proclama a menos que la Iglesia abra su red a las mujeres. Dicho
en otros términos, la única oportunidad que le queda al Vaticano de no
quedar tan interfecto como su latín es desenredarse, es decir,
desdecirse donde debe. Así como se supo abandonar a las lenguas del
mundo, y Francisco pretende se abandone en los pobres, es decir, que se
enriquezca en su dilapidación, debe abandonar su pretensión de
virginidad, moneda falsa si la hay.
Quién soy yo, se pregunta Francisco. Alguien que renuncia a la
infalibilidad pontificia en los hechos, que se baja del dogma y que no
enjuiciará por inclinación sexual. Pero luego debería decir, también, yo
soy aquel cuyo sexo, en rigor, no repite el de Dios, como hemos venido
mintiéndonos al menos desde Tertuliano. Solo podrá establecer la Iglesia
una nueva economía lingüística, monetaria y libidinal cuando reconozca
que, si a Satanás hay que denunciarlo, habrá que denunciarlo en más de
una moneda, pero no en la de ellas. Varias veces ya, Francisco ha
alertado que, si no encuentra a Cristo, es decir, si no evangeliza y
ama, la Iglesia
corre el riesgo de convertirse en una ONG más. Sería una Iglesia
dilapidada y no “pobre”, como pretende. El asunto es que no tiene
manera la Iglesia de encontrar a Cristo, de reconvertirse, si Cristo,
antes, no se convierte a la mujer.
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