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Amir Hamed
ISSN 1688-1672

 


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         MUCHA GENERACIÓN Y POCAS NUECES

La crítica del Bombón

Amir Hamed

A propósito de una entrada
recientemente corregida por Wikipedia, recordamos hace unos días con Gustavo Espinosa a Mario González, mejor dicho, Mario “Bombón” González, alguna vez jugador de Peñarol. Para 1980, año en que coincidimos en la Facultad de Humanidades, nuestras charlas versaban sobre libros, discos y también fútbol, y Gustavo, quien del  fútbol profesional que se jugaba conocía lo que decían los periódicos y estaciones de radio que escuchaba en Treinta y Tres, tenía al Bombón por un titán, un titán que, cuando íbamos a almorzar salidos de clase a la Universidad Mayor, nos franqueaba el paso. Ya no era jugador; era portero.

Gustavo jamás lo vio jugar, ni siquiera por televisión. Cuando lo vio, lo vio de civil, abriéndole camino hacia las milanesas del comedor de la Universidad. En lo estricto, González, más que un jugador de fútbol, era una mitología. A mí, en el barrio, en las charlas de fútbol, los mayores hinchas de Peñarol me hablaban de la final de la Libertadores en 1970, en la cual en el partido de ida, en La Plata, se le encomienda a un debutante Bombón, que ingresa como recambio, la tarea de contener, bajo cualquier recurso, al mejor jugador de Estudiantes, la Bruja Verón. El juvenil que entra, al parecer, no tarda en revolear a la estrella argentina, y según sus apologistas, si bien es expulsado el Bombón, Estudiantes queda con diez jugadores también, al quedar Verón inutilizado. A mí me llamaba la atención ese cuento, porque una semana más tarde, en Montevideo, jugarían la revancha y, si bien el Bombón, suspendido, relumbraba por su ausencia, no así la Bruja, que jugó todo el partido. Resultado final, 0-0 en Montevideo, Estudiantes campeón.

Se sospechará, desde este primer aplauso, que el elogio del Bombón ya era una apología de la derrota. En puridad, se trataba de un futbolista reñido con lo que ya empezaba a ser los requisitos del deporte. Si llegaba al metro setenta era por milagro, o por los tapones altos. Usaba en sus mejores momentos un African look que lo estiraba un poco y ensanchaba su cara con unos bigotazos de charro mejicano. Lo de Bombón no era gratuito, porque era un jugador negro y redondo. Mientras él jugó, Peñarol, integrado por jugadores muy mediocres, con excepción de Fernando Morena y algún otro, fracasó sistemáticamente a nivel internacional (ganaba en casa bastante seguido, porque los otros equipos no contaban con Morena).

Si bien tenía decente técnica de marca, su movilidad era escasa, y se volvía nula en aquellos, sus peores meses de inicio de temporada, en febrero y marzo. Resulta que los carnavales lo agarraban en un bulín en Pando, donde se internaba a disfrutar lo que fuera, así que su regreso a las canchas lo encontraba esférico como un planeta, que padecía a los punteros izquierdos, por ejemplo, de River argentino, como Oscar Ortiz. Había logrado amilanar un poco a su predecesor, un ya muy menguante Pinino Más, pero con Ortiz, y recién venido del carnaval, la cosa ya daba para el ridículo.

Su gloria, ya se habrá advertido, era la intimidación. Lo lograba con unos punteros juveniles de Nacional y la connivencia de los árbitros, que en aquellas épocas permitían golpes inverosímiles que, desde hace años, desde que se universalizó la televisación de los partidos, se han vuelto abyectos, es decir, impensables. Pero el  Bombón, que apenas pasaba la mitad de la cancha, había nacido como un jugador anacrónico, en una época en la que ya se exigía laterales con “desdoble”, es decir, que pasaran al ataque, mientras para él llegar al medio de la cancha resultaba tarea ardua como la de remontar una duna.

Un episodio conmovedor de esta saga, según los cuentos, era su afán nutricionista con un juvenil de Peñarol, un entreala campeón sudamericano juvenil, reconvertido por Juan Alberto Schiaffino en lateral derecho. Se trataba de Víctor Hugo Diogo, el mejor lateral derecho que vería yo jugar en Uruguay, y supongo, para la historia futbolística del país, que habrá sido el mejor desde Schubert Gambetta, el campeón de Maracaná. Diogo, por entonces recién empezando, hacía no mucho venido del Treinta y Tres de Espinosa, nunca sería un deportista muy prolijo, tampoco, si bien, además de contar con una gran técnica, era un atleta. El asunto es que el Bombón se lo llevaba al bulín de Pando y, con unción de madre, lo sobrealimentaba férreo con ravioles y ñoquis, lo que hacía que ninguno de los dos se reintegrase en buena forma. Así seguía tirando González, amparado, además, en una convicción muy arraigada tanto en Nacional como Peñarol, relativa a que hay footballers que son “ganadores clásicos”, así que, antes de que se jugara ninguno, la duda era quién iba a poder enfrentar al temible Bombón, allá por ese lateral que vigilaba como el rabiante Cerbero guarda el pasadizo a otros mundos.

Me tocó ver su perdición, un clásico nocturno por la Liga Mayor, en el que Carlín Ocampo, un puntero de Nacional tenido hasta entonces como muy flaco anímicamente, hizo de cuenta que el Bombón no existía y surcó por la izquierda sin oposición, aburriéndose de levantar centros. Allí quedaría todo resuelto: Diogo al lateral, el Bombón en pase relámpago a Chacarita Juniors, en Argentina, y de Chacarita, todavía más velozmente, a la Portería en la Universidad.

Eso fue lo que en rigor sucedió, pero la memoria, y sobre todo la memoria del hincha, confunde. Así, por ejemplo, una página dedicada a la gloria de Peñarol, que es de lo poco que la web retiene del memorable Bombón, y conserva 124 nombres de jugadores para no olvidar, dice lo siguiente.

74. Mario González. Volante central. Típico 5 al que el hincha siempre le confía la camiseta para partidos importantes, no se destacaba por su técnica pero sí por la garra.  

No deja de resultar notable que un murmullo de patadones haya encumbrado al Bombón a la altura de campeones mundiales con la selección uruguaya como Míguez, Schiaffino o Pelegrín Anselmo, que eran jugadores, según se sabe de notable destreza, o de campeones del mundo con Peñarol como el Pardo Abbadie, Pedro Virgilio Rocha, Ladislao Mazurkiewicz, Néstor Goncálvez, Alberto Spencer o Juan Joya Cordero (y que por ejemplo no incluya al cimbreante Venancio Ramos, cuyo juego de cintura recordaba al de Garrincha).


El punto de que incluso se lo ponga en un puesto en que jamás jugó es, nada más, pleonasmo. Casi nadie lo vio jugar pero hablan de él como si lo hubieran hecho. No se trata del discreto jugador de fútbol que fue sino, meramente, de un principio de mitología.

Es de esperar que, en el dominio de internet 2, interactiva, la entrada sea amonestada, como fue recientemente corregida por Wikipedia su entrada relativa a la “Generación del  45” en Uruguay que hace unos meses, nada más, exhibía un ditirambo bombónico, una superlativa valoración de algo que fue mucho menos. La entrada por entonces, lo mismo que este artículo de César di Candia que sigue como referencia y al que se ve había tomado como su principal insumo, la calificaba como “severa en la crítica y brillante en la creación”, y su desarrollo no se privaba de hipérboles, como destacar la cuantía de sus representantes brillantes, etc.

Ahora, la entrada de Wikipedia es mucho más recatada, por suerte, lo que la priva de errores. De todas formas, cabe señalar, por un lado, que no es más que una descripción, ahora poco valorativa, contario a lo que hacía el artículo hipercholulo de Di Candia que fuera la base para la versión anterior. Al respecto, habría que recordar que lo de Di Candia también recuerda una época en algún sentido mejor, en la medida en que había bares de intelectuales, bares como el Sorocabana que gente no intelectual admiraba, precisamente, por ser bares para letrados. Cuando a mí me tocó frecuentar el Sorocabana, por ejemplo, la única presencia ilustrada, con sus lentes verdes de avispón y su rabiante pelo rojo, era Marosa Di Giorgio, que pasaba las tardes enteras allí porque no tenía dinero y el bar permitía pasar cualquier tiempo con tal de consumir nada más un café.

Cabe aclarar que, en lo particular, las conversaciones de bar entre intelectuales no me resultan edificantes, y menos aquellas que mis mayores, como Vicente Cicalese, mi profesor de latín, me contaban de aquella generación. Veinticinco cholulos arremolinados en una mesa para escuchar hasta la extenuación a Francisco Espínola contando por enésima vez uno de sus relatos no me parece, nunca me pareció, un modelo a seguir.

De todos modos, para evitar valoraciones como la de un Bombón González centre-half, cabría aclarar que una cosa que no se dice de la mentada generación es, en primer lugar, que fue la “única generación”. Es decir, se erigieron como tal y desde allí proclamaron a sus precedentes, la “del 900”, que veneraron, y la “del 30”, que repudiaron. En la práctica, todo fue una maniobra, según me contó uno de sus integrantes, Carlos Maggi, impulsada por un español, José Bergamín, quien venía de la España gongorina del 1927. Según me contaba el finado Maggi, Bergamín era un “fenómeno”, que los alentó con lo de la generación y “a la semana estábamos todos peleados”.

Por otra parte, salvo que se quiera cometer el error de un juicio tan estrábico como el de encomiar un Bombón ya no mediocampista sino centreforward, se debe establecer que esa generación tan “severa en la crítica” era una aglomeración de bachilleres, es decir, de improvisados, que no sabían de crítica y, como ha sido mostrado, aquí jamás produjeron una de calidad, siquiera pertinente (ver aquí y aquí). Confundían crítica con tallerismo, por un lado: ahí, por ejemplo, Amanda Berenguer de cuya obra, creo, nadie ha sido más elogioso que quien esto escribe me citaba siempre el “ostinato rigore” de Da Vinci, aduciendo que entre ellos se leían la producción y que eran implacables en la valoración. Y por último, si eran muchos (Ángel Rama producía unos listados interminables de hipotéticos poetas y narradores) los buenos fueron escasos. Hay que recordar que ni Francisco Espínola, ni Juan Carlos Onetti, ni Juan Cunha ni Carlos Quijano pertenecieron a esa generación, como tampoco Felisberto Hernández ni Susana Soca. Pasado el tiempo, queda para rescatar, de ellos, unos diez poemas de Idea Vilariño; unos cuantos más de Amanda Berenguer;  la obra narrativa de Armonía Somers (ninguneada por todos los pudibundos que hacían la generación), algunos pasajes iluminados del fárrago ensayista de Carlos Real de Azúa; con muy buena voluntad, algún relato criollo de Mario Arregui y poco o nada más, salvo alguna obra crítica de Rama o de Emir Rodríguez Monegal cuando el exilio los forzó a abandonar mandarinazgos y comportarse con mayor decencia de la que acostumbraban.

Es decir que, como empieza a advertir Wikipedia, o si se quiere, el siglo XXI, eso era mucha generación y pocas nueces. 

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