A
propósito de una entrada
recientemente corregida por Wikipedia, recordamos hace unos
días con Gustavo Espinosa a Mario González, mejor dicho, Mario “Bombón”
González, alguna vez jugador de Peñarol.
Para 1980, año en que coincidimos en la Facultad de Humanidades,
nuestras charlas versaban sobre libros, discos y también fútbol, y
Gustavo, quien del
fútbol profesional que se jugaba conocía lo que decían los
periódicos y estaciones de radio que escuchaba en Treinta y Tres, tenía
al Bombón por un titán, un titán que, cuando íbamos a almorzar salidos
de clase a la Universidad Mayor, nos franqueaba el paso. Ya no era
jugador; era portero.
Gustavo jamás lo vio jugar, ni
siquiera por televisión. Cuando lo vio, lo vio de civil, abriéndole
camino hacia las milanesas del comedor de la Universidad. En lo
estricto, González, más que un jugador de fútbol, era una mitología. A
mí, en el barrio, en las charlas de fútbol, los mayores hinchas de
Peñarol me hablaban de la final de la Libertadores en 1970, en la cual
en el partido de ida, en La Plata, se le encomienda a un debutante
Bombón, que ingresa como recambio, la tarea de contener, bajo cualquier
recurso, al mejor jugador de Estudiantes, la Bruja Verón. El juvenil que
entra, al parecer, no tarda en revolear a la estrella argentina, y según
sus apologistas, si bien es expulsado el Bombón, Estudiantes queda con
diez jugadores también, al quedar Verón inutilizado. A mí me llamaba la
atención ese cuento, porque una semana más tarde, en Montevideo,
jugarían la revancha y, si bien el Bombón, suspendido, relumbraba por su
ausencia, no así la Bruja, que jugó todo el partido. Resultado final,
0-0 en Montevideo, Estudiantes campeón.
Se sospechará, desde este primer
aplauso, que el elogio del Bombón ya era una apología de la derrota. En
puridad, se trataba de un futbolista reñido con lo que ya empezaba a ser
los requisitos del deporte. Si llegaba al metro setenta era por milagro,
o por los tapones altos. Usaba en sus mejores momentos un
African look que lo estiraba
un poco y ensanchaba su cara con unos bigotazos de charro mejicano. Lo
de Bombón no era gratuito, porque era un jugador negro y redondo.
Mientras él jugó, Peñarol, integrado por jugadores muy mediocres, con
excepción de Fernando Morena y algún otro, fracasó sistemáticamente a
nivel internacional (ganaba en casa bastante seguido, porque los otros
equipos no contaban con Morena).
Si bien tenía decente técnica de
marca, su movilidad era escasa, y se volvía nula en aquellos, sus peores
meses de inicio de temporada, en febrero y marzo. Resulta que los
carnavales lo agarraban en un bulín en Pando, donde se internaba a
disfrutar lo que fuera, así que su regreso a las canchas lo encontraba
esférico como un planeta, que padecía a los punteros izquierdos, por
ejemplo, de River argentino, como Oscar Ortiz. Había logrado amilanar un
poco a su predecesor, un ya muy menguante Pinino Más, pero con Ortiz, y
recién venido del carnaval, la cosa ya daba para el ridículo.
Su gloria, ya se habrá
advertido, era la intimidación. Lo lograba con unos punteros juveniles
de Nacional y la connivencia de los árbitros, que en aquellas épocas
permitían golpes inverosímiles que, desde hace años, desde que se
universalizó la televisación de los partidos, se han vuelto abyectos, es
decir, impensables. Pero el
Bombón, que apenas pasaba la mitad de la cancha, había nacido
como un jugador anacrónico, en una
época en la que ya se exigía laterales con “desdoble”, es decir, que
pasaran al ataque, mientras para él llegar al medio de la cancha
resultaba tarea ardua como la de remontar una duna.
Un episodio conmovedor de esta
saga, según los cuentos, era su afán nutricionista con un juvenil de
Peñarol, un entreala campeón sudamericano juvenil, reconvertido por Juan
Alberto Schiaffino en lateral derecho. Se trataba de Víctor Hugo Diogo,
el mejor lateral derecho que vería yo jugar en Uruguay, y supongo, para
la historia futbolística del país, que habrá sido el mejor desde
Schubert Gambetta, el campeón de Maracaná. Diogo, por entonces recién
empezando, hacía no mucho venido del Treinta y Tres de Espinosa, nunca
sería un deportista muy prolijo, tampoco, si bien, además de contar con
una gran técnica, era un atleta. El asunto es que el Bombón se lo
llevaba al bulín de Pando y, con unción de madre, lo sobrealimentaba
férreo con ravioles y ñoquis, lo que hacía que ninguno de los dos se
reintegrase en buena forma. Así seguía tirando González, amparado,
además, en una convicción muy arraigada tanto en Nacional como Peñarol,
relativa a que hay footballers que son “ganadores clásicos”,
así que, antes de que se jugara ninguno, la duda era quién iba a poder
enfrentar al temible Bombón, allá por ese lateral que vigilaba como el
rabiante Cerbero guarda el pasadizo a otros mundos.
Me tocó ver su perdición, un
clásico nocturno por la Liga Mayor, en el que Carlín Ocampo, un puntero
de Nacional tenido hasta entonces como muy flaco anímicamente, hizo de
cuenta que el Bombón no existía y surcó por la izquierda sin oposición,
aburriéndose de levantar centros. Allí quedaría todo resuelto: Diogo al
lateral, el Bombón en pase relámpago a Chacarita Juniors, en Argentina,
y de Chacarita, todavía más velozmente, a la Portería en la Universidad.
Eso fue lo que en rigor sucedió,
pero la memoria, y sobre todo la memoria del hincha, confunde. Así, por
ejemplo,
una página dedicada a la gloria de Peñarol, que es de lo poco que la
web retiene del memorable Bombón, y conserva 124 nombres de jugadores
para no olvidar, dice lo siguiente.
74. Mario González. Volante central. Típico 5 al que
el hincha siempre le confía la camiseta para partidos importantes, no se
destacaba por su técnica pero sí por la garra.
No deja de resultar notable que
un murmullo de patadones haya encumbrado al Bombón a la altura de
campeones mundiales con la selección uruguaya como Míguez, Schiaffino o
Pelegrín Anselmo, que eran jugadores, según se sabe de notable destreza,
o de campeones del mundo con Peñarol como el Pardo Abbadie, Pedro
Virgilio Rocha, Ladislao Mazurkiewicz, Néstor Goncálvez, Alberto Spencer
o Juan Joya Cordero (y que por ejemplo no incluya al cimbreante Venancio
Ramos, cuyo juego de cintura recordaba al de Garrincha).
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El punto de que incluso se lo
ponga en un puesto en que jamás jugó es, nada más, pleonasmo. Casi nadie
lo vio jugar pero hablan de él como si lo hubieran hecho. No se trata
del discreto jugador de fútbol que fue sino, meramente, de un principio
de mitología.
Es de esperar que, en el dominio
de internet 2, interactiva, la entrada sea amonestada, como fue
recientemente corregida por Wikipedia su entrada relativa a la
“Generación del 45” en
Uruguay que hace unos meses, nada más, exhibía un ditirambo bombónico,
una superlativa valoración de algo que fue mucho menos. La entrada por
entonces, lo mismo que
este artículo de César di Candia que sigue como referencia y al que
se ve había tomado como su principal insumo, la calificaba como “severa
en la crítica y brillante en la creación”, y su desarrollo no se privaba
de hipérboles, como destacar la cuantía de sus representantes
brillantes, etc.
Ahora, la entrada de Wikipedia
es mucho más recatada, por suerte, lo que la priva de errores. De todas
formas, cabe señalar, por un lado, que no es más que una descripción,
ahora poco valorativa, contario a lo que hacía el artículo hipercholulo
de Di Candia que fuera la base para la versión anterior. Al respecto,
habría que recordar que lo de Di Candia también recuerda una época en
algún sentido mejor, en la medida en que había bares de intelectuales,
bares como el Sorocabana que gente no intelectual admiraba,
precisamente, por ser bares para letrados. Cuando a mí me tocó
frecuentar el Sorocabana, por ejemplo, la única presencia ilustrada, con
sus lentes verdes de avispón y su rabiante pelo rojo, era Marosa Di
Giorgio, que pasaba las tardes enteras allí porque no tenía dinero y el
bar permitía pasar cualquier tiempo con tal de consumir nada más un
café.
Cabe aclarar que, en lo
particular, las conversaciones de bar entre intelectuales no me resultan
edificantes, y menos aquellas que mis mayores, como Vicente Cicalese, mi
profesor de latín, me contaban de aquella generación. Veinticinco
cholulos arremolinados en una mesa para escuchar hasta la extenuación a
Francisco Espínola contando por enésima vez uno de sus relatos no me
parece, nunca me pareció, un modelo a seguir.
De todos modos, para evitar
valoraciones como la de un Bombón González centre-half, cabría
aclarar que una cosa que no se dice de la mentada generación es, en
primer lugar, que fue la “única generación”. Es decir, se erigieron como
tal y desde allí proclamaron a sus precedentes, la “del 900”, que
veneraron, y la “del 30”, que repudiaron. En la práctica, todo fue una
maniobra, según me contó uno de sus integrantes, Carlos Maggi, impulsada
por un español, José Bergamín, quien venía de la España gongorina del
1927. Según me contaba el finado Maggi, Bergamín era un “fenómeno”, que
los alentó con lo de la generación y “a la semana estábamos todos
peleados”.
Por otra parte, salvo que se
quiera cometer el error de un juicio tan estrábico como el de encomiar
un Bombón ya no mediocampista sino centreforward, se debe
establecer que esa generación tan “severa en la crítica” era una
aglomeración de bachilleres, es decir, de improvisados, que no sabían de
crítica y, como ha sido mostrado, aquí jamás produjeron una de calidad,
siquiera pertinente (ver
aquí y
aquí). Confundían crítica con tallerismo, por un lado: ahí, por
ejemplo, Amanda Berenguer —de cuya obra, creo,
nadie ha sido más elogioso que quien esto escribe—
me citaba siempre el “ostinato rigore” de Da Vinci, aduciendo que entre
ellos se leían la producción y que eran implacables en la valoración. Y
por último, si eran muchos (Ángel Rama producía unos listados
interminables de hipotéticos poetas y narradores) los buenos fueron
escasos. Hay que recordar que ni Francisco Espínola, ni Juan Carlos
Onetti, ni Juan Cunha ni Carlos Quijano pertenecieron a esa generación,
como tampoco Felisberto Hernández ni Susana Soca. Pasado el tiempo,
queda para rescatar, de ellos, unos diez poemas de Idea Vilariño; unos
cuantos más de Amanda Berenguer; la obra narrativa de Armonía
Somers (ninguneada por todos los pudibundos que hacían la generación),
algunos pasajes iluminados del fárrago ensayista de Carlos Real de Azúa;
con muy buena voluntad, algún relato criollo de Mario Arregui y poco o
nada más, salvo alguna obra crítica de Rama o de Emir Rodríguez Monegal
cuando el exilio los forzó a abandonar mandarinazgos y comportarse con
mayor decencia de la que acostumbraban.
Es decir que, como empieza a
advertir Wikipedia, o si se quiere, el siglo XXI, eso era mucha
generación y pocas nueces.
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