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Amir Hamed
ISSN 1688-1672

 


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          SUÉLTAME, HERMETISMO

La comunicación como némesis

Amir Hamed

1  Hermetismos.

Permítaseme, por una vez, exponer en calidad de escritor. Hace un par de semanas me llegó un reenvío de correo que daba cuenta de un coloquio, que se está realizando en estos días en París, sobre “Hermetismos programáticos en la literatura rioplatense contemporánea (1980 hasta nuestros días)”. En el programa se detalla una lista de trabajos sobre escritores argentinos que abarca, para decirlo en breve, desde Juan Gelman y Alejandra Pizarnik hasta una escritora “joven” muy promocionada, Pola Oloixorac. El encuentro sería de literatura argentina, estrictamente, de no mediar también una ponencia sobre mi álbum Cielo ½, es decir, la única obra de autor uruguayo atendida en el coloquio. La noticia me dejó un poco confuso. Por un lado, siempre es orgullo, y más que se estuviera tratando obra mía bastante reciente. Cada tanto, recibo trabajos, noticias de ponencias (sobre todo en Europa), o consultas de gente que está escribiendo sobre mis novelas históricas, Artigas Blues Band y Troya blanda, lo que me deja en estado de perplejidad pues se trata, por decirlo así, del siglo XX, obras que, de alguna manera, siento lejanas (íntimas sí, pero también distantes). Me preguntan detalles de ellas que no recuerdo, o reencuentro observaciones sobre episodios de esas novelas que tenía por completo olvidados. Es decir, hablan de algo que me queda lejos.

Sin embargo, que un libro tan parecido a ninguno, y de estos últimos años, fuera tratado en coloquio no dejaba de resultar reconfortante. La intriga era qué pudiera tener que ver uno con el “hermetismo”, y menos con escritores como Gelman o Pizarnik (la ponencia sobre ellos versa, según su título, sobre un “judaísmo inaccesible”). Ahora, hace un par de días, recibo correo de la organizadora de ese evento, quien me pide, además, responda un cuestionario del que participarán, también, Oloixorac, Carlos Gamerro y Sergio Chejfec.

El asunto no deja de tener su costado incómodo, pues todas las preguntas lo implican a uno en eso hermético que preside el coloquio. En el llamado a ponencias que me adjuntaron, uno aprende de cierto crítico o teórico francés que le ha dedicado su tiempo al hermetismo y a reformular nociones como aquellas viejas del estructuralismo y posestructuralismo, sobre lo legible (supongo que también sobre lo escribible), lo ilegible, la ilegibilidad buscada, en fin.

Confieso que, si bien puedo entender el punto, lejos estoy de identificarme con cualquier hermetismo, en la medida en que la pregunta por lo hermético (cuyo emblema estaría tal vez en Mallarmé), no parece suficiente. Así que, una a una, iba derivando mis respuestas hacia otros temas, o aspectos, que me resultaban más pertinentes. Recién en la última encontré lo que podría sospechar justifica los esfuerzos del coloquio.

La pregunta en cuestión es la siguiente: “En su opinión, ¿puede el hermetismo –entendido como gesto premeditado de ilegibilidad–, ser concebido positivamente, esto es, como una epopeya del sentido que, en contextos de crisis, resguarda (y no solamente horada) el valor de lo literario (valor que reposaría en el misterio de un sentido que convendría preservar de la mistificación de la comunicación light)?”.

En rigor, sigue siendo rechazable, al menos por mí, la noción de hermetismo así porque sí. No puedo sino pensar, en cuanto a lo hermético, en la tradición de Hermes Trismegistos, en las Academias fundadas en Italia, empezando por la de Marsilio Ficcino y, sí, en la conciencia de que hay sentidos recónditos, para iniciados, en las grandes obras. Para decirlo con las palabras de un sufí persa, ciertamente “hay otra lengua”.

Pero la justificación, me parece, a todo el coloquio, está en esa “comunicación light”, que en rigor no debería llamarse así sino, sencillamente, “comunicación”. Es que el problema actual de la literatura, para decirlo de algún modo, es precisamente la comunicación, la creencia en un lenguaje que se agota en su comunicabilidad. Si el último truco de Satanás, en palabras Baudelaire, era proclamar su inexistencia, el último truco del lenguaje, para esconderse de nosotros, es decir que anda comunicando.

2 Comunicación, capitalismo, aniquilamiento.

Hace un tiempo, en una entrevista para un medio argentino, Gustavo Espinosa declaró, como explicitando un arte poética, que “cada frase debe ser un pequeño espectáculo”. Eso, para decirlo de alguna manera, me pareció de una precisión absorbente en la medida en que pareciera estar hablando por mí, que por ese entonces había desarrollado cuatro libros escritos en párrafos. Cada párrafo, no me lo había dicho hasta entonces pero sí podía decirlo después de leer la declaración, debe ser leído como un espectáculo. Ahora bien, ¿es esto una elección transtemporal o tiene una justificación, un contexto?

El contexto, precisamente, es el de la comunicación. Un escritor admirable, aunque algo repetitivo, fue Jean Baudrillard, un campeón renuente, casi desganado, del éxtasis de la comunicación, un eufórico denunciante de la desaparición de la realidad a manos del simulacro. Leer a Baudrillard, por ejemplo en El crimen perfecto, no dejaba de acarrear ese extrañamiento que produce la mejor literatura, en la medida en que había desarrollado una prosa que dramatizaba aquello que no se sabe bien si estaba denunciando o ensalzando. Se lo leía a celeridad de vértigo, un lenguaje tan adelgazado que parecía ingrávido; una pompa. Se cerraba el libro y uno se preguntaba, en definitiva, ¿qué es lo que he leído? Algo que se podría decir de otro modo: ¿pero no hay algo definitivamente aterrador en esta comunicabilidad? Y eso, se me ocurre, comportaba una gran lección de estilo (una suerte de estilo en permanente autoaniquilación). También, un estilo para un momento dado, el del lenguaje aniquilándose en su comunicabilidad.

Tengo para mí, y entiendo que esto debería ser percepción clara y distinta para cualquier escritor, que el lenguaje, a la vez, se va velando y desvelando, y que un lenguaje potente nos va a mostrar el mundo de otra forma, ocultando lo que creíamos saber, el clisé, digamos, y descorriéndose bajo otra lumbre, aprehendiendo para nosotros cada objeto como si fuera la primera vez. Para ponerlo en términos más germánicos, el lenguaje se desoculta; cuando muestra una faz está encubriendo otra. En este sentido, el llamado al espectáculo que hace Espinosa, sospecho, es un llamado a exhibir el lenguaje en su pesantez, una pesantez que, al mismo tiempo, señala que algo ha quedado ingrávido y más allá, trascendido de sí. Es como si se dijera que ese espectáculo estaquea al lenguaje en su espesor para permitirle apuntar hacia esos otros furtivos pliegues que en ese mismo momento se están ocultando.

Esto, al menos, resulta en dos derivas. Por un lado, entender que el lenguaje literario debe ser epopeya de sentido, ese misterio, reserva de significación. Y sucede por otro lado que la comunicación (que el coloquio, sin dar cuenta del pleonasmo, llama ligth) es, nada más, uno de los avatares del capitalismo, una religión que, como decía Walter Benjamin, no conoce sabáticos, no conoce días fastos ni nefastos, que se practica sin cuartel. Una religión que lo ha profanado todo y lo ofrece como espectáculo, como recuerda Giorgio Agamben. En ese sentido, lo que debe ofrecer la literatura, cabría entender, es un contraespectáuculo que, a su turno, abra la oportunidad de reconsagrar, de reabrir el mundo a su trascendencia, una trascendencia que sólo puede surgir de un “no darse del todo” del lenguaje. Obsérvese que no quiero decir oscuridad sino que quiero decir que el lenguaje, que cuando es potente y sano es también pudoroso, no debe agotarse en una desnudez de mera comunicabilidad. Debe conservar el arbitrio de decir “pero estoy diciendo algo más”.

3 La doma de Proteo.

Hay ese fascinante capítulo de Las palabras y las cosas, “La prosa del mundo”, que contrasta la episteme renacentista, y su signo, cuyo emblema sería el Quijote (claro que Foucault no sabe decir barroco, y para él todo es la “edad clásica”) y el signo que tramitarán los gramáticos de Port Royal, en definitiva, el signo que todavía nos rige. Recuerda Foucault que, hasta estos gramáticos, el signo de alguna manera era el ternario de los estoicos, que reconocía un significante, un significado y la "coyuntura" (el τΰγχανον), que habría que entender como la forma de darse el signo. Esto lo ponía Foucault en relación con el renacentista, basado en las semejanzas, en un signo que, en esas semejanzas precisamente, ocultaba las afinidades y discernía entre  “lo marcado, lo que marcaba y lo que permitía ver en aquello la marca de esto”. Este último elemento, la semejanza, era "casi la misma cosa" que lo que designaba. El rostro del mundo, citaba Foucault a Turner, estaba “cubierto de blasones, de caracteres, de cifras, de palabras oscuras —de jeroglíficos".

Pero el signo de Port Royal, que imperará desde el siglo XVII, es binario. Ahí hay nada más el significante y el significado; los signos han perdido su relación con el mundo y están nada más en el pensamiento, en un orden de representación. Es un signo sostenido por trascendencia ninguna sino por la lógica, pero también por el hablante.

Como se recuerda, estos gramáticos usaron la semántica para la clasificación de los elementos de la lengua y supeditaron la significación al pensamiento. Este binarismo racionalista, claro está, es el principio que sostendrá el método cartesiano, la Poética de Boileau y luego los mejores momentos de Voltaire o de Racine. Pero este binarismo — recordemos— se probará pronto insuficiente y ya para la segunda mitad del siglo XVIII los alemanes andarán reclamando trascendencia y sublime.

La comunicabilidad se sostiene, para decirlo así, en esa superstición francesa, estirada por el suizo Ferdinand de Saussure, de la naturaleza bipartita del signo. Cualquier escritor, entiendo, sospecha de su insuficiencia y sospecha, también, que el lenguaje no es ese puzzle conceptual que se arma y desarma en su mente sino una criatura que lo trasciende, con sus propias reglas, con sus exigencias a veces inclementes, con su constante darse y velarse, al que de alguna forma hay que atrapar como atrapan Menelao y los suyos al egipcio Proteo, en el momento efímero en que se descansa, o finge descansarse, en una forma definitiva.

4 Acontecimiento y estallido.

Probablemente sea el imperio de la comunicabilidad la razón decisiva para la tan abundosa como afligente producción literaria de hoy. Los catálogos de las trasnacionales, pero también de las editoriales de nuestros países, rebosan en títulos cuyo sentido no es aprehensible. Me explico: parecen escritos porque sí, como un asunto de fueros, porque cualquiera tiene derecho a expresarse y comunicar, pero son muy contados los casos en que esa manifestación pueda dar cuenta de un sentido, de una razón, de respuesta a consideraciones de por qué escribir. Este yo me comunico está, decididamente, reñido con el deber ser de lo literario, que es el de poner en jaque nuestros lugares comunes. Parecen, por el contrario, sólo estar alimentados de clisés.

Un antídoto contra esta nadería sería volver obligatoria la lectura de El discurso vacío, la novela de Mario Levrero que es, precisamente, una exaltación, no de escribir nada, sino de escribir sobre nada. Se dijera que atrapó como ninguno, o casi ninguno, ese angustiante imperativo de comunicabilidad, ese mismo que por entonces andaba denunciando Baudrillard, y mimetizado en ese supuesto éxtasis hubiera planeado la lección de mostrarnos cómo, por maestría de oficio, nos forzaba a leer una narración vacua, una narración sobre cero. A esos gestos, la crítica de hace unas décadas los llamaba “puesta en abismo”. De más está decir que esa comunicabilidad extrema no hace sino denunciar lo que pretendidamente está festejando. Esa comunicabilidad extrema está al servicio, en Levrero, de mundos alarmantes, de analogías, de un orden de semejanzas en que se entreveran, a menudo, el pensamiento mágico y un cargado onirismo. Curiosamente, habría que pensar que ese procedimiento, que es un mimetizarse con la comunicabilidad, constituye su desfondamiento. De alguna manera, como el crimen casi perfecto de Edgar Alan Poe en “La carta robada”, no hay mejor forma de ocultar algo que exponiéndolo a plena vista. 

Tal vez por esa precisa razón, por constituir una denuncia tan cabal de la comunicabilidad que no se percibe a simple vista, sea que Levrero, escritor admirado en Argentina (los ponentes, si no vi mal, eran todos argentinos) no haya sido incluido entre los “herméticos” del coloquio. Tal vez se lo considere, con error, hiperlegible. Del mismo modo, resulta llamativa la ausencia de ponencia sobre César Aira, hoy reconocido como uno de los mayores escritores de nuestra lengua. De ser posible, la hipotética legibilidad de Aira sería incluso mayor que la de Levrero. Se trata de una prosa de vértigo, que pasa delante de nuestra nariz casi supersónica y que nos fuerza a pasar, como si fuera saltando pantallas, por esos mundos de antojo que activan sus novelas, al punto de que, cuando uno termina el libro, se siente forzado a leerlo de nuevo, porque la primera pregunta que se hace el lector es, ¿pero qué ha pasado aquí?

Los libros de Aira, por lo general breves, incluso muy breves, deben ser entendidos, me parece, como máquinas ligeras de asalto, como artefactos de desestabilización, como un jaque perpetuo a nuestros preconceptos sobre la realidad. Se trata, cabe agregar, de una maquinaria por completo “inteligente”. Dice Aira que el ensayo es el género que permite saber si un escritor es o no inteligente, y los suyos son deslumbrantes: nos hacen ver lo impensado, conectar lo que parecía entre sí inasimilable (vuelta al reino de las semejanzas). De nuevo, como en el caso de Levrero (al que Aira ha leído con atención), ese mimetizarse con el signo de la comunicación no hace sino subvertirlo, dilapidarlo,.

Debo confesar que mi relación con César, en los últimos años, ha resultado más que provechosa para mi obra. Fue al entender sus máquinas de asalto que concebí mi trilogía de ensayos narrados (Encantado, Ella sí, M) y alguno de sus ensayos dispersos, que me hizo llegar por correo, han servido de sustento a mi última novela, Febrero 30. De todos modos, creo entender que, de lo expuesto aquí, se derivan dos procedimientos disímiles, o dos diferentes antídotos contra el mal de la comunicación. Por un lado, ese espectacular que refería Espinosa, que vendría ser el de presentar el lenguaje como acontecimiento, como algo que exhibe su protagonismo y singularidad. Del otro, ese que Levrero, Aira o Baudrillard ponen en juego: infiltrar la comunicabilidad hasta hacerla estallar, hasta que quede denunciada en su craso pragmatismo de moneda capitalista (este significante vale este significado), en definitiva, en su trivialidad. Son las dos estrategias, en todo caso, una forma de señalar la necesidad de una trascendencia, que no es  otra que la del lenguaje fuera de sí.

 

CODA CON MARIO

Habiendo leído mi novela Semidiós, Levrero se lamentaba de que mis procedimientos resultaran tan antípodas a los suyos. Él estaba por ese no permitir que el lector pestañee, en impedirle, digamos, una distancia brechtiana, mientras Semidiós narra un alguien que escribe en medio de electrochoques (está claro que el verosímil del relato requería dramatizar el electrochoque, el corte, la pérdida repentina del hilo discursivo). Esto, por un lado, me hace sospechar que el espectáculo de la escritura vendría a resultar un drama, al menos el de la propia escritura. Por otro lado, me obliga a recordar lo que para mí es la mejor obra de Mario, su póstuma La novela luminosa que, a la maestría narrativa, a las irrupciones de lo extraño (incluso hay fantasmas aquí), a las obsesiones, añade un tono confesional y la reaparición del deseo en un sesentón que se descubre navengando sitios porno, obligado a escribir para retribuir una beca y ratoneándose inmisericorde con sus alumnas de taller. La luminosa de Levrero tiene un valor de verdad que comparten muy pocas obras castellanas de las últimas décadas. Debería ser entendida como una de las mejores que haya escrito nuestra lengua en bastantes años (al menos desde que se llamaron a silencio, o se alejaron de la narrativa, escritores como Fernando de Paso, lo que ha llevado a la entronización de figuras póstumas como Roberto Bolaño, cuya mejor obra también es póstuma, 2066, pero cuyas previas son de una calidad más bien discutible). Y cerca del final, Levrero llega a un momento de anagnórisis conmovedor. Se da cuenta de que podría seguir escribiendo sin fin, que su oficio le permite llevar de la nariz al lector y hacerle leer todo lo que se le ocurra decirle. Pero, ¿cuál sería el sentido de hacerlo? Ha activado una máquina (que se podría calificar de prodigiosa) que de alguna forma lo devora. Es que la máquina de la comunicabilidad amenaza devorarnos a todos, a menos que logremos contrarrestarla a golpes de sentido. 

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