Como se
sabe, el servicio más redituable no es la prostitución
sino la seguridad. Allá por principios de siglo V, Alarico,
autoproclamado rey de los godos y protestando en todo momento estar
protegiendo el Imperio Romano, tanto el de oriente como el de occidente,
terminó saqueando todo lo que encontró a su paso, sin privarse de la
ciudad de Roma, y abriendo las compuertas para el ingreso de esa nueva
edad que, a partir del siglo XVIII, se llamó Edad Media. Se trata de una
historia aleccionadora. Edward Gibbon, en su maravilloso
Decadencia y caída del Imperio Romano,
encuentra famosamente la raíz de la debacle imperial en haberse pasado
Roma, con armas y bagaje, al cristianismo; puesto que los cristianizados
romanos, ahora, rechazan la guerra y las armas, la defensa del Imperio
debió ser, para llamarla con términos hoy en boga, “tercerizada”. Así,
los godos, que eran perseguidos por los hunos, fueron recibidos del lado
de acá del Limes romanus, es decir de las murallas del imperio,
pasándose a los lindes del imperio con sus armas pero sin sus hijos ni
mujeres, que fueron muy romanamente repartidos como esclavos. Roma les
vendía la pax romana, es decir protección, al turno que ellos,
con sus armas y su sangre, la defendían de vándalos, de hunos, de
revueltas francas, y así, la barbarización de Roma se terminó
almorzando, explica Gibbon, al imperio desde dentro.
Cuando el godo Alarico,
príncipe crecido en los muros de Roma (bautizado cristiano, aunque de
los de arrianos, no católico), se malquista con Honorio, emperador de
Bizancio, parte furibundo a recorrer los entresijos del imperio,
saqueando todo lo que encuentra a su paso y carteándose inclemente y
monótono, en los descansos de cada saqueo, primero con Bizancio y luego,
tras cruzar los Alpes, con Roma, describiéndoles a los emperadores en
qué lamentable estado iban quedando las cosas del imperio cuando Alarico
y sus godos no las podían proteger. Con este criterio extorsivo, Alarico
estaba devolviéndole al Imperio, casi en su exacta moneda, el precio de
la pax romana, una paz, como toda paz, con no poco de coercitiva. Y como
resultado para nada gradual de la gestión pro-seguridad de Alarico, los
campesinos, que por siglos habían tenido su seguridad garantida por el
Imperio, ahora debieron ir recurriendo a las guarniciones de marcas y
condados, surgiendo así la figura del barón, del conde, del marqués,
alguna vez guardianes más bien fronterizos del imperio, como capangas de
campesinos que, con sus armas y ejércitos particulares, defendían lo
poco que quedaba defendible del empuje saqueador de vándalos, de godos,
de francos, de normandos, de escandinavos, en fin, de nómades más o
menos bautizados pero notables por lo depredadores que, una vez
desmantelada la civilización, es decir, una vez abatidos los diques de
la civilización, hicieron de todo lo que fue imperio un descampado, la
Cristiandad, en el cual las letras, ya menesterosas, se refugiaban en
los monasterios.
El rechinante noble vendía
protección, el inerme campesino la compraba con su tributo o trabajo, la
Iglesia era el Gran Protector de las almas de unos y de otros, hasta que
el Estado moderno, figura de relevo, se hiciera cargo de la salvaguarda,
primero del súbdito, luego de los ciudadanos en cuerpo y alma, a través
de su policía, mientras estos pagaban la protección con impuestos. Si
algo han puesto de relieve Mario Puzo y Francis Ford Coppola en su saga
de Padrinos es que, al interior de los Estados-nación modernos,
se trata de una disputa por la protección: o la mafia o la policía. En
tanto, en la escena internacional, y una vez disipada la Guerra Fría,
hubo tris en que la ONU pareció abrirse como el paraguas a través del
cual, en un principio, y en la primera Guerra contra Irak, se articulara
la venta de protección global, pero la ONU es un armatoste difícil de
abrir y cerrar con presteza, por lo que fue más cómodo arrumbarla y
sustituirla por la OTAN, como para bombardear Serbia, digamos, y
enseguida, para 2001, sustituirla por institución ninguna sino,
sencillamente, por la Gran Escena Global de la Protección. La caída de
las Torres Gemelas proclamó una figura estelar y multiuso, el gran
mercachifle de la protección, el Gran Terrorista, aquel mismo que,
durante la Guerra Fría, por ejemplo en Afganistán, había sido un
luchador por la libertad, un freedom fighter.
En rigor, el Gran Terrorista y
el freedom fighter son indiscernibles, como muestran los recientes casos
de Siria e Irak con los islamistas del IS, que se han rebautizado ISIS
porque se están haciendo con un estado propio, una suerte de Islamistán,
precisamente, entre Siria e Irak (su sigla ampliada, ahora, explicita
que son Estado Islámico de Siria e Irak); su contrapartida
proteccionista, que es en rigor su verdadero padre, que protege como
protegía Alarico a Roma, son los Estados Unidos de América y aliados,
que gritan primero pica el freedom fighter que está siendo atacado para
bombardear un punto, una región o un país, para de inmediato gritar pica
el terrorista que ataca a los civiles indefensos, y bombardear ese mismo
punto, esa misma región, ese mismo país. Desde Alarico en adelante, se
puede decir, la Escena de la Protección, sea a nivel internacional como
nacional, es una mafiosa, coactiva escena de inestabilización. ¿Qué
sucede ahora? En ocasiones el mafioso, asqueado de proteger, asqueado de
sí, decide retirarse, hacerse “legítimo”, como quiere Michael Corleone.
Sucede, de costumbre, que ni bien éste cree estar fuera del lazo, la
Escena de la Protección chupa de regreso al mafioso, al protector. “They
sucked me in”, protesta un encrespadísimo Corleone, justo en medio
del ataque cardíaco que le hace indisimulable su debilidad; algo
semejante protesta Barack Obama desde la Casa Blanca, cuando reinicia
sus bombardeos en Irak, cuando, esta misma semana, sigue tratando de
negociar un régimen de bombardeos en Siria con ese mismo régimen de
Damasco contra el que había armado sus freedom fighters durante esa, ya
impiadosa, siempre hipotética
primavera árabe a la que sus propios inventores
(burócratas de Washington y medios masivos de comunicación de Occidente)
quieren internar de apuro en un pabellón de amnesia.
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Desde la caída de las torres, golpe dado por no se puede elucidar hasta
ahora quién, se pensó que se trataba, en rigor, de defender los
intereses de la industria armamentista de Estados Unidos, y de
contratistas privados que llevaron sus servicios de seguridad a Irak y
Afganistán. En los últimos tiempos, medios de la blogosfera
estadounidense, por ejemplo
http://www.counterpunch.org/,
deslizan que acaso esta ciénaga bélica que se extiende por Oriente
Medio, por el Magreb, por qué no a Israel y Palestina y ciertamente a
Ucrania no sea más una confabulación para controlar las rutas del gas y
romper el control que sobre su suministro ejerce Rusia, para lo que
también ha sido preciso poner en escena, como variante cívica del
freedom fighter, a los ultraderechistas ucranianos que dieran un golpe
de Estado anti-Moscú. Este argumento, que es atendible, además de
brindar una coartada netamente monetaria a los conflictos, despojándolos
en buena medida de ideología, no debe, sin embargo, ser tomado como
excluyente; ni tampoco, si llega a probarse ésta como la razón principal
de semejante desbarajuste geopolítico, puede tomársela nunca como razón
suficiente. Lo más importante de la Escena de Seguridad es generar
inseguridad en cada punto del planeta, allí por donde necesita correr
espumarajeante el capital. Es preciso nos haga sentir atacados,
indefensos, vidriados: para ese fin es mandado hacer el Gran Terrorista,
cómo no, pero atendiendo a las necesidades de cada cual, es decir, a las
inseguridades de cada cual, son excelentes también el ébola, la corrida
bancaria, o incluso, como bien sabe un país poco bélico y no muy dado a
la plaga como el Uruguay, la figura del menor infractor, que es una de
las variantes que ha encontrado el postneoliberalismo para reconvertir
al Estado, averiado por el capital, en fantasma policiaco, es decir,
reerigirlo fantasmagóricamente en su rol de protector.
El consenso posneoliberal,
como se sabe, le ha guardado al menos esta investidura policial (no
política) al Estado que el pre-posneoliberalismo, es decir el
neoliberalismo más craso de ayer nomás, había querido suprimir sin mayor
protocolo. Sucede que, cuanto más permisivo para con el capital es el
Estado, más debe mostrarse como imprescindible; es ahí donde la policía
se muestra, no en su vigor, sino en su espectralidad. Así, una de las
pocas discusiones que, por ejemplo, durante la presente campaña
electoral 2014 se plantea en Uruguay es la eficacia del Estado como
garante de seguridad, y para eso se promueve, además, un plebiscito para
bajar la edad de imputabilidad. Si nada hay seguro ya (ni el trabajo, ni
el empleo, ni la vida), lo que entienden algunos es que la seguridad se
gana anticipando la pena a los infractores; y si nada de lo que se
supone debemos tener garantido (nuestros derechos ciudadanos, que se
habían reconvertido en humanos) lo tenemos realmente garantido, resulta
que, en la Gran Escena Global de la Seguridad, todo viene a
mostrársenos, no como un derecho sino como una dádiva, como un milagro
transitorio, o mejor dicho un servicio, un firewall vaya a
saberse si de Dios o del Capital, o de operadores eficientísimos que,
por un tris, logran contener, según se dice, todas estas variantes del
mal, es decir todas estas mostraciones virales de Satanás, como el ébola,
la criminalidad, la fuga de divisas, el inextinguible terrorismo
islamista, para que, frenado pero nunca abatido, presto se reactive o
contraataque Satanás hecho criminalidad, hecho ébola, hecho menor con
arma de repetición en un barrio de Montevideo, hecho hordas de flamantes
pobres en toda Grecia y media Europa, o, si se quiere, también hecho
default financiero en Argentina, o hecho cordón de túneles tenaces
en la estrangulada, hacinada, demolida Gaza.
Decía Baudelaire que el último
truco de Satanás era decir que no existe. Si acaso haya acertado para el
siglo XIX, para el XXI se equivoca; el último truco de Satanás es viejo
como el mundo, o al menos viejo como la Cristiandad, o como Alarico: la
venta de seguridad.
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